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25º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Secciones oficiales


SECCION COMPETENCIA INTERNACIONAL
Tuesday, After Christmas (Marti, dupa craciun. Rumania, 2010. Dirigida por Radu Muntean).
Este admirable drama sentimental rumano fluye con la naturalidad que le confieren las interpretaciones (justificado el primer premio a dos de sus actrices), combinadas con un guión muy inquietante y con una puesta en escena en la que nada ha sido librado al azar.

Paul anda cerca de los 40 años, goza de un buen pasar y tiene una esposa y una hijita con las que parece haber conformado algo parecido a la familia ideal. Sin embargo, o tal vez por eso (ya lo veremos luego), también tiene una amante diez años más joven, con la que llegará a plantearse emprender una vida nueva, blanqueando la relación y enfrentando una separación en regla.

El director Radu Muntean contó que quiso trasladar al film la sensación que uno tendría si espiase dentro de las casas de ciertas personas porque, según él, "la intimidad de pareja puede ser más cautivante que una buena película de acción". Una idea inteligente, que quizás Ingmar Bergman, más que ningún otro, llevó "hasta sus últimas consecuencias" en 1973, con su genial Escenas de la vida conyugal (qué cosa buena son estas películas, que valen por buenas pero más valen aun por todos esos diálogos y puentes que proponen. Hablando de dialogar: si todavía no vieron aquel film de Bergman, corran a verlo). Volviendo a Muntean, digamos que alcanzó su propósito. Tuesday, After Christmas es un auténtico "drama de acción y suspenso", y las encomiables actuaciones han sido la llave para la impronta realista que dicha premisa reclamaba. Gracias a esas actuaciones las delicias y los horrores del amor infiel se van contando por sí solos, mediante gestos precisos y sutiles que a menudo van a contrapelo de lo que las palabras dicen (lo cual aporta una bienvenida cuota de tensión adicional). Y cualquier espectador está invitado a identificarse, a involucrarse.

Esta es una historia que trabaja sobre los matices: no es que Paul haya dejado de querer a su esposa, sino que algo, simplemente (complejamente), no le cierra; no es que pretenda hacerle daño a ella y a su amante, mucho menos a su hija, pero las expondrá a situaciones respectivamente dolorosas e incómodas. La secuencia en el consultorio del dentista, donde los cuatro personajes confluyen imprevistamente, es una espléndida lección de cómo elaborar un clima crecientemente espeso, tenso, típico de un thriller. El trabajo actoral allí también es clave, como lo es de toda una estructura de planos próximos, cercanos, que se sostienen largamente en el tiempo: cada ambiente o decorado, por lo general, se resuelve en un único, duradero plano que afianza y profundiza la intimidad del espectador con el personaje o los personajes que dominan la pantalla. Por este lado el film evoca a la formidable Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise, 1984), en la que Jim Jarmusch elevó el concepto de "una secuencia=un plano" a alturas insospechadas. Y cuando cierta confesión terrible hiera de muerte la armonía conyugal asistiremos a un plano tan interminable, íntimo y angustiante que parece el correlato sentimental, también en tiempo real, de aquella violación que tanto dio que hablar de Irreversible (Gaspar Noé, 2002).

Tuesday... abreva en el mejor cine rumano de tiempos recientes y, lejos de ocultarlo, lo agradece. Por eso hace reaparecer a Dragos Bucur, protagonista de Policía, adjetivo (Corneliu Porumboiu, 2009), en un personaje diferente que, sin embargo, vuelve a llamarse Cristi. Y aquella aparente felicidad que pronto se desvanece, o se revela falsa, remeda otro admirable drama rodado en 1985 por la talentosa Agnés Varda, quien decidió darle justamente ese nombre: La felicidad (Le bonheur). Aquí, como allí, una filosa idea parece avivar el fuego, y es la que invita –nunca de manera explícita– a enlazar "familia tipo", "pareja estable" y otros ideales socialmente impuestos con unas relaciones entre las personas que terminan convirtiéndose en cáscaras vacías, órganos muertos. O en el mejor de los casos, condenados. Guillermo Ravaschino

Essential Killing (Asesinato esencial. Polonia-Noruega-Irlanda, 2010. Dirigida por Jerzy Skolimowski). “Cine esencial”, a eso parece apuntar en un principio Jerzy Skolimowski con Essential Killing. Un cine que prescinda de la palabra y se reencuentre con la fascinación primitiva por el movimiento. Una vuelta a la Naturaleza, por así decirlo, evocando tanto los espectros del cine mudo como el ímpetu modernista de las nuevas olas de Europa del Este de la década del '60 y, entre ellas, especialmente a Diamantes de la noche (1964), opera prima del checo Jan Nemec. Como aquella, Essential Killing se centra en una huída y una persecución. Esta vez el perseguido es un presunto terrorista islámico (Vincent Gallo) capturado por las fuerzas estadounidenses que lo acusan de matar a tres soldados. Tras una breve secuencia de interrogación y tortura que Skolimowski filma con el pudor y la distancia del plano general, transportan al reo a un destino desconocido. En el trayecto, el camión que lo lleva resbala y vuelca, y el hombre aprovecha para escapar. De ahí en más deberá sobrevivir como pueda en un bosque nevado de algún país innominado de Europa, asediado por variadas amenazas del hombre y el medio.

Skolimowski evita deslizar comentarios sobre el conflicto bélico/político de fondo; su intención es más abstracta. El realizador polaco pone el foco en la fuga de un hombre, en su instinto de supervivencia, en su dolor físico y en los peligros que lo acechan. Pero también en el paisaje, silencioso testigo de los acontecimientos que el mudo fugitivo enfrenta. Gallo actúa sólo con el cuerpo, dejando filtrar los rastros de su humanidad desesperada, paulatinamente animalizada, a través de sus ojos.

Claro que la falta de palabras no equivale a la ausencia de un guión, y es justamente ahí donde descubrimos que Essential Killing, aunque lo lo parezca, es una película artificiosa. Un poco como en Enterrado, de Rodrigo Cortés, el protagonista sufre y se recupera "cuando el guión lo necesita", encuentra objetos que lo ayudan en su escape o cae en una trampa "en el momento oportuno", complicando el verosímil y alejándose de esa sana intención minimalista que inicialmente guiaba al proyecto. En su concentración monumental sobre el personaje principal, Essential Killing termina pecando de excesiva y efectista. ¿De qué otra forma podrían explicase los flashbacks saturados de luz, o las premoniciones sobre el caballo blanco (en esto Skolimowski imita a otro polaco, Adrzej Wajda, cargando al pobre equino con tanto simbolismo como aquél), o el episodio en la casa de la mujer muda, o –especialmente– la ya célebre escena de lactancia forzada? A propósito de esta última, los hermanos Farrelly la anticiparon en Irene y yo... y mi otro yo, pero sin tanta sordidez como en Essential Killing y además fuera de campo, demostrando más sutileza y espíritu de juego que Skolimowski, aunque a ellos jamás los invitarían a participar en la competencia oficial de un festival medianamente serio ni, menos que menos, les otorgarían el premio mayor, sobredimensionado destino para Essential Killing. Hernán Ballotta

Chantrapas (Francia-Georgia, 2010. Dirigida por Otar Iosseliani). La Georgia soviética de Stalin, donde un niño llamado Niko comparte travesuras con dos amigos de su edad. Niko, ya convertido en un joven cineasta que es en buena medida el alter ego del que dirigió este film, luchando contra la censura y la burocracia imperantes para llevar adelante sus proyectos artísticos. La intransigencia con la que los enfrenta, ciertos límites infranqueables, la decisión de emigrar. El exilio en Francia, y los diversos trabajos que desempeña hasta que logra filmar, o mejor dicho lo intenta, para descubrir que la intolerancia y otras formas de censura también se cuecen en la Europa occidental.

Este es un film impecablemente fotografiado, con una reconstrucción de lugares y épocas irreprochable, que exhibe el enorme oficio de su director para resolver puestas en escena numerosas y complejos movimientos de cámara. Este es un film... ¿cómo decirlo? Este film es un castigo insoportable.

Iosseliani declaró que en Chantrapas quiso compartir con el espectador "la felicidad de ser una piedra, de resistirlo todo". El principal obstáculo, para compartir algo conmigo al menos, radica en que el protagonista es efectivamente una piedra, pero en términos expresivos. A Niko nada parece modificarlo. Nunca cambia de tono, ni de gesto, sin importar lo disímiles o extremas que sean sus circunstancias. Si esto ya hiere las chances de involucrarse emocionalmente con la historia, el guión las remata al no ofrecer indicios de que Niko tenga algo importante, revulsivo, novedoso o tan siquiera personal para comunicar con sus películas (son como agujeros negros porque de ellas nada, o casi nada, podrá saberse).

La fotografía, la escenografía y la puesta en escena, espléndidas sí, también son el lujoso marco de una historia que en cada instancia se aplica a repetir –ya que no a reciclar– esquemas que el cine ha transitado demasiadas veces. La grosería de los censores soviéticos (con frases tan oídas como "adhiérase al partido y se acabarán sus problemas"); la miopía rayana en la estupidez de ciertos mercachifles del cine; la perseverancia de una sola pieza del joven al que nada en el mundo podría detener; toda esta sustancia es tan convencional que la "belleza de las formas circundantes" la desluce infinitamente más.

El guión, la actuación, los tópicos hacen de cada peripecia de Chantrapas el pesado eslabón de algo parecido a una larga cadena de trámites. Interminablemente larga: más de dos horas de proyección. Guillermo Ravaschino

Aballay, el hombre sin miedo (Argentina, 2010. Dirigida por Fernando Spiner). Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, este film de Fernando Spiner consigue mixturar el western con la gauchesca sin que la fusión haga ruido, sino más bien armónica y originalmente.

Aballay es un cruel forajido que un día, tras un cruce de miradas con el hijo de una de sus víctimas y luego de haber sido traicionado por los suyos, encuentra en el estilitismo la posibilidad de redención (los místicos estilitas eran penitentes que subiéndose a una columna y permaneciendo allí el resto de sus vidas purgaban sus pecados). Y entonces decide no apearse más de su caballo. Desde ese instante un mito se crea y nace para el pueblo la figura del Santo. Pero su último acto de salvajismo retornará en la figura de un joven ese niño que había visto morir a su padre en el asalto a la caravana inicial que regresa en busca de venganza.

La banda de criminales sigue abusando del poder ahora en cargos públicos y de autoridad y el Muerto, el nuevo jefe, dueño y señor de vidas y propiedades, ante la llegada del joven verá a un posible enemigo al que hay que controlar (aun sin conocer su origen ni su misión). La batalla está planteada y muchas cuestiones no cerradas deberán resolverse tarde o temprano.

Spiner sabe apropiarse del género y la narración y los personajes así lo demuestran. Villanos malísimos y buenos inocentes luchan sin poder dejar que afloren de sí perversidades y flaquezas propiamente humanas, trabajando el estereotipo un poco más allá. Algunas escenas (la de la yerra, el escape, la captura posterior) demuestran la precisión de la puesta en escena y del equipo actoral donde brillan Claudio Rissi, Moro Anghileri, Luis Ziembrowski y Pablo Cedrón. La fotografía en el norte argentino se destaca especialmente transmitiendo con belleza su geografía montañosa, sus desiertos áridos, sus parajes polvorientos, que se vuelven también protagonistas. Quizás algún alargamiento en el nudo de la película y algún desaprovechamiento de las pugnas finales en los (demasiados) duelos personales a dirimir resienten el resultado final pero en términos generales Aballay, el hombre sin miedo sale airosa. Y sutilmente otra vez la aparición de la violencia anuda sin querer el tiempo de la escritura del cuento (los '70) con los orígenes nacionales. Una violencia que subsiste, inevitablemente y sin posibilidad de redención, a los finales felices. Javier Luzi

The Hunter (Shekarchi. Alemania-Irán, 2010. Dirigida por Rafi Pitts). A esta altura ya no es secreto que Europa determina, a través de subsidios, becas y arreglos de coproducción y distribución, el cine que se realiza en los países del tercer mundo, en especial aquellos proyectos que pasan por debajo del radar del mainstream. Esa es la distribución internacional de la producción cinematográfica, que tiende a la estandarización formal y temática de los cines de la periferia, que se vuelven productos for export para los países centrales. El cine iraní es, tal vez, el caso paradigmático de esta tendencia: desde su explosión a mediados de la década del '90, las películas de ese origen fueron cristalizando en un modo que, desde el mundo occidental, fue interpretado (y luego exigido) como "iraní", haciendo que pierdan ese ímpetu de originalidad y empiecen a reproducirse infinitamente, acorde a la demanda europea (y europeizante). En ese contexto, Rafi Pitts se desmarca del sistema de representación típicamente iraní incorporando elementos del cine de los países centrales: la mirada pictórica para la composición de Antonioni, el tono distanciado y frío de la Escuela de Berlín (pienso en particular en la capacidad de apropiarse de los géneros cinematográficos de Christian Petzold) y la sequedad de la violencia naturalizada del cine estadounidense de la década del '70, con Monte Hellman a la cabeza, devolviendo un retrato de Irán novedoso. Pero lo hace para poder hablar desde el presente absoluto de la realidad social iraní, en estado de convulsión tras la reelección en comicios fraudulentos del líder conservador Mahmud Ahmadineyad y las masivas manifestaciones en contra de su gobierno.

Pitts construye su ficción alrededor de esta circunstancia, encarnando él mismo a Ali, quien decide tomar venganza asesinando al azar a dos policías tras la muerte de su mujer y su hija en un enfrentamiento entre la fuerza policial y unos manifestantes. Pitts decide ser abiertamente ambiguo con varios elementos centrales de la trama (¿qué hacía su mujer en la manifestación?, ¿cómo descubrieron que él había matado a los policías?) para concentrarse en su posición de absoluta resistencia contra el régimen totalitario que es, como vinieron a demostrarlo las elecciones presidenciales, sólo en apariencia democrático. Pero, a la vez, suspende la narración en un laberíntico bosque en el tramo final, en el que su mirada anti-policial se vuelve más furiosa, derivando en un final que recuerda al de La noche de los muertos vivos, realizada cuarenta años antes pero con el mismo espíritu contestatario que la película de Rafi Pitts. The Hunter y La noche de los muertos vivos, cine político en última instancia. Hernán Ballotta

Chassis (Filipinas, 2010. Dirigida por Adolfo Alix Jr.). Otra de esas películas que nos asoman a un mundo del que probablemente no tendríamos noticia si no fuera por el cine y sus festivales internacionales. Es filipina y nos cuenta la historia de Nora, una madre joven que vive con su pequeña hija en una playa de estacionamiento para camiones. En realidad, Nora vive bajo los acoplados allí estacionados, entre cuyos fierros tiende una especie de hamaca paraguaya que es la cama de su hija, mientras que ella duerme en el suelo y unos pocos utensilios completan lo que mal podríamos denominar su hogar. Hogar que debe desmontar de apuro cada vez que alguno de esos acoplados tiene que salir a la ruta, para montarlo debajo de otro. Y mientras espera el regreso de su marido, camionero él, se prostituye para acceder a cosas tan básicas como una comida, una bebida, o las alitas de ángel que ha de calzarse su hija en la espalda para cierta actividad escolar.

Esta ficción de Adolfo Alix Jr. está filmada cámara en mano, con una impronta realista, despojada, casi como un documental que se limita a seguir constantemente a su personaje. Atinadas elecciones para un film que, en consecuencia, nos irá sumergiendo en un clima cada vez más sórdido casi sin que nos demos cuenta. Y cuando nos damos cuenta, el impacto y la emoción se multiplican. Las actuaciones espontáneas, sobrias; el bienvenido blanco y negro, que reduce y simplifica la información (además de disolverle vetas distractivas, o festivas) amplificando en similar medida el drama; lo abismalmente precario de esas vidas; el desenlace que no develaremos, pero que cumplirá con la proeza de pintar de rosa, retrospectivamente, lo que habíamos visto antes; todo, en fin, está llamado a generar la conmoción y a suscitar la indignación del espectador. No es poco. Guillermo Ravaschino

Silent Souls (Rusia, 2010. Dirigida por Alexei Fedorchenko). A Miron se le ha muerto su esposa. Tanya, una mujer mucho más joven que él. No quiere ninguna compañía para cumplir con los rituales mortuorios salvo la presencia de su amigo Aist y así se lo expresa. Son mejares, una etnia eslava de la región del Volga a punto de desaparecer, y ante una muerte los pasos a cumplir son una forma de honrar la memoria de un pasado colectivo y de uno íntimo y privado que se están perdiendo inexorablemente.

Escenas largas y de plano fijo, donde la cámara, las actuaciones, los diálogos y la música construyen ese tono elegíaco que marca al film y va transportando al espectador a una inevitable sensación de desazón y melancolía. Quizá la voz en off (una especie de fluir de la conciencia del amigo) abuse de una especie de didactismo pedagógico de esos ritos sociales y en algunas ocasiones confíe poco en el valor de la imagen y necesite explicar con palabras lo que se está viendo, pero el guión transita, seguro y preciso, cada paso en el camino a la cremación que será en aquel lugar donde la pareja vivió su luna de miel imbricando sin pruritos muerte y sexo, eros y thanatos.

Un final que no por anunciado suena menos forzado resiente un poco a Silent Souls pero uno no puede dejar de sentir esa forma tan diferente de vivir la muerte que Oriente ostenta, maduramente, frente al infantilismo occidental. Y comprender, finalmente y sin burdas explicitaciones, cuántas cosas estaban llegando a término mientras se compartía la incineración ficcional de un cuerpo. Javier Luzi

Fase 7 (Argentina, 2010. Dirigida por Nicolás Goldbart). Un duelo criollo fuera de campo siempre es una cosa digna de ser vista o, dado el caso, oída. Porque este duelo sucede en la oscuridad y sólo nos llega el sonido de los aceros cruzándose. De esa noche negra de garage emergerá la figura de uno solo de los duelistas en pugna para ir a sentarse en su impecable Fiat 125, cual cowboy malherido que se sube al caballo porque prefiere morir en tránsito y unido a esa otra mitad suya que lo constituye en centauro. Ese momento es uno de los más significativos de la película y revela cuán conscientes están sus hacedores de concretar siquiera lateral y desviadamente, sentido del humor mediante, las bodas entre la épica del western y la de los cuchilleros borgeanos. También puede ser vista como una versión de Asalto al precinto 13, de John Carpenter, en la que los habitantes de un edificio capitalino no tienen más enemigos que ellos mismos, lo que dará lugar a la progresiva eliminación de los personajes entre sí, en un clima de sospecha continua pero ingrávida. Porque Fase 7 es, sobre todo, una comedia con resoluciones gore que acentúa su materialidad artificial, su condición de juguete colorido destinado al goce de un espectador múltiple que incluye al cinéfilo curtido en el cine de los '70 en adelante, tanto como al consumidor televisivo. La conformación del reparto y la presencia de Yayo es clave en ese sentido. El humorista cordobés que durante los últimos años se popularizó por sus trabajos para Tinelli, en los que profería el más gráfico rosario de puteadas sin alterar un músculo del rostro, está flanqueado aquí por Federico Luppi y Daniel Hendler, las caras más representativas del cine argentino de los últimos 25 años, capaces de mentar con su sola presencia el cine de post dictadura y el de esta última década respectivamente. Fase 7 los amalgama gracias a un guión sólido que incluye tres o cuatro intercambios antológicos, roles fuertemente definidos y complementarios o antagónicos, según los vértices del triángulo que interactúen en cada situación, y una progresión dramática que no ignora estructuras simbólicas elementales. Marcos Vieytes

L'ilusionniste (El ilusionista. Inglaterra-Francia, 2010. Dirigida por Sylvain Chomet). El espíritu del gran Jacques Tati sobrevoló varias de las proyecciones de este festival de Mar del Plata. Valgan como ejemplos la retrospectiva entera del actor y director francés Pierre Etaix, discípulo declarado de Tati y su asistente de dirección en Mon Oncle, y Chantrapas de Otar Iosseliani, quién viene desarrollando una puesta en escena democrática rebosante de planos generales heredera de la concepción estética del creador de Playtime. Pero tal vez en ninguna de ellas se manifestó de forma tan directa como en L'ilusionniste, segundo largometraje animado de Sylvain Chomet, creador de Las trillizas de Belleville y del segmento más irritante de Paris, je t'aime (sí, el de los mimos). En esta oportunidad, Chomet adapta un guión inédito de Tati y crea un protagonista a su imagen y semejanza, un viejo mago a quien, un poco como a Monsieur Hulot, toda la ropa parece quedarle un poco corta y la modernidad demasiado larga.  Y como en las películas de Tati, en L'ilusionniste los diálogos son pocos y mayormente irrelevantes. Pero, primera gran traición del film de Chomet, en el cine de Tati lo dicho es mucho menos importante que cómo fue dicho y en qué idioma, y esto es extensivo a los objetos, fuentes de ruidos y sonidos que marcan a fuego la experiencia moderna. L'ilusionniste sepulta bajo una música incidental demasiado "francesa" la dimensión sonora, ignorando uno de los pilares centrales de la puesta en escena tatinesca.

Lo que sobrevive de Tati en L'ilusionniste es la inclinación por los planos generales, en los que Chomet aprovecha para desplegar su visión pictórica, que abreva en Pieter Brueghel y el arte paisajista barroco. Sus composiciones son siempre bellas, pero de una inmovilidad alarmante. Chomet se detiene en los paisajes urbanos y rurales de Escocia, a los que llega el mago en decadencia económica con su conejo de la galera caníbal (escapado, probablemente, de Los caballeros de la mesa cuadrada) para probar suerte en un mundo post-vaudevilliano. Nueva traición: en el universo de Tati nunca se trató del dinero o la pobreza, sino de la inocencia perdida en esa muerte precoz que significa acomodarse al sistema moderno y automatizado. En este sentido, si Tati recupera lo mejor de Buster Keaton (la distancia reflexiva en el punto de vista, la institución de un sistema de caos contra un mundo hostil gobernado por objetos), Chomet hereda los peores defectos de Chaplin: su tendencia a la sensiblería, a romantizar la pobreza y ponerse discursivo (ver sino el mensaje dejado en la galera sobre el final de este film). La diferencia es que Chaplin es un director preocupado por sus criaturas y los horrores que atraviesan, mientras que Chomet es un oportunista que explota los clisés del vaudeville hasta aburrir (el payaso triste, el ventrílocuo que sólo se comunica a través de su muñeco) y apela a la lágrima fácil con un clima de nostalgia por un mundo perdido que, a juzgar por L'ilusionniste, sólo vio en postales. Y para colmo, traiciona su consistencia pictórica artesanal incluyendo un horrible travelling digital en la secuencia de despedida del conejo caníbal. Es una lástima que el excelente dibujante Chomet, a la hora de delinear personajes y situaciones, se vuelva un simple pintor de brocha gorda. Hernán Ballotta

White White World (Serbia-Alemania-Suecia, 2010. Dirigida por Oleg Novkovic). Una mujer que sale de la cárcel tras haber cumplido su condena por matar a su esposo, la hija que anda noviando con un joven adicto que vive con su madre y su abuela, un amigo de la familia dueño de un bar, donjuanesco y maltratador, un hombre que siempre amó y esperó a la mujer encarcelada. Como en una comedia de enredos, los personajes se mueven arrastrados en su inmensa mayoría por amores cruzados y no correspondidos, lo que multiplicado por los lazos filiales sabidos (y los que se descubrirán a medida que avance la trama) deviene en un drama que se las da de tragedia y sólo llega a culebrón. De repente en medio de una escena un personaje se pone a cantar una canción lacrimógena sin que importe que lo sepa hacer mejor o peor y ese efecto es totalmente buscado y aligera el tenor del cuento, pero en algún momento el recurso desaparece, es olvidado durante gran parte del metraje para reaparecer en el final. Y no es lo único que resulta forzado; las idas y vueltas se repiten, los actos que pretenden sumar un giro sorpresivo son de una cursilería y una previsibilidad tan grandes que por eso asombran.

Podría hablar del procedimiento brechtiano del distanciamiento, del complejo de Edipo o del de Electra, de la funcionalidad del coro en la tragedia griega (véanse los inserts sobre los trabajadores que se despliegan a lo largo de la película) y de la mirada social y colectiva por sobre la individualidad, pero todo eso es demasiada conceptualización, un exceso teórico, una interpretación aplicada que le queda grande a semejante producto cinematográfico festivalero. Javier Luzi

Todos vós sodes capitáns (España, 2010. Dirigida por Oliver Laxe). Especie de docuficción, tan en boga en estos tiempos, la premiada opera prima de Oliver Laxe nos traslada a una experiencia educativa en Marruecos. Un joven director europeo (lo autobiográfico se cuela constantemente en la ficción) realiza una práctica de taller de cine en Tánger donde le enseñará a los niños de un pueblo (alejado de las urbes tecnologizadas de hoy día) el uso de una cámara para terminar filmándose ellos mismos y su ámbito natural.

La mediación de los instrumentos, la intervención de una cámara filmando esa experiencia, el cruce de las culturas diferentes en choque más que en plan de integración quedan expresados en el resultado final por encima de cualquier buena intención y más allá de lo que se ha querido lograr. Que muchas veces, además, queda poco claro. Escenas alargadas que pierden funcionalidad y tomas que remedan un ya clásico de Kiarostami; protagonistas que resultan, en definitiva, conejillos de indias; paisajes insertados a la fuerza y que vuelven a presentizar la mirada externa del director consiguen a la larga imponerse frente al carisma y la frescura de los niños y a pesar de la corta duración del film hacen sentir al espectador (mal que le pese a cierta crítica snob) que el tiempo transcurrido ha sido eterno y poco productivo. Javier Lu
zi

SECCION COMPETENCIA ARGENTINA
AU3 (Autopista Central)
(Argentina, 2010. Dirigida por Alejandro Hartmann).
Una de las poco recordadas ignominias de la dictadura militar asesina que gobernó este país entre 1976 y 1983 es la autopista que nombra a este documental: sobre el final de ese período el régimen expulsó de sus hogares a cientos de familias porteñas a lo largo de una traza de varios kilómetros, para demoler esas viviendas y levantar en su lugar la AU3 o Autopista Central. El proyecto del tristemente célebre Osvaldo Cacciatore, intendente de Buenos Aires por aquellos años, nunca llegó a concretarse, pero muchas casas fueron demolidas, obligando a los expropiados, que habían sido indemnizados con montos ridículamente bajos, a ir en busca de viviendas mucho más modestas, a veces en el Gran Buenos Aires, cuando no a quedar directamente en situación de calle. Con el tiempo, los baldíos y las casas destruidas a medias se fueron convirtiendo en el botín de unos cuantos actores sociales en disputa: familias de bajos recursos que llegaron –y algunos expropiados que retornaron– para quedarse en calidad de okupas; "vecinos bien", por ejemplo de Belgrano R, que nunca vieron con buenos ojos semejante degeneración (léase: desmonetización) de sus respectivos barrios; funcionarios de distintos gobiernos democráticos que lejos resolver el tema lo han venido estirando, y en algunos casos agravando...

El documental de Alejandro Hartmann tiene una genealogía extraña, que él mismo, en el diálogo con los espectadores que se estableció al finalizar la proyección, detalló. Durante mucho tiempo lo fascinó el paisaje: aquella inquietante geografía conformada por los restos de edificaciones, graffitis, murales y otras cicatrices fragmentadas de la vida previa; aquellas gigantescas máquinas viales (protagonistas de esta historia en diferentes épocas, y no sólo bajo Cacciatore) que cual impíos monstruos parecen capaces de tirar abajo cualquier cosa que se les ponga delante. Esto podría haber dado lugar a un (excelente) documental poético, pero con el tiempo Hartmann fue ganado por la idea de meterse en un paisaje muy otro, que es el caldo social del conflicto que describíamos más arriba.

El resultado es un film que tiene poco del documental poético que no llegó a ser (algunas muy buenas y sugestivas imágenes), y mucho del documental social convencional, o si se quiere clásico, en el que las "cabezas parlantes" que comunican su opinión a cámara son las que llevan adelante el relato. Esto no esta mal ni bien; es una elección formal entre otras posibles, y en la ocasión se apoya en un importante trabajo de investigación y producción que le da voz a los actores sociales que habíamos enumerado. Han de saber ustedes que ninguno de ellos ha quedado conforme: el Estado (hoy con Mauricio Macri a la cabeza) porque todavía no consigue expulsar a la chusma de la traza para lotearla a precios internacionales, dando lugar a un nuevo negociado inmobiliario; los okupas porque nadie les ofrece una salida digna, que sería en todo caso –como mínimo– una vivienda digna; los vecinos de pretendida sangre azul porque tienen que seguir conviviendo con esos otros que, además de no ser de su estirpe, le bajan el precio a sus bienes raíces. El film da cuenta de este malestar multipolar... pero a la vez parece condenarse a meramente transmitirlo, transferirlo, contagiárselo al espectador.

Esta película genera una mezcla bastante fuerte de angustia e impotencia que tiene que ver con el criterio, o con la falta de un criterio, para ordenar y seleccionar las voces. Funcionarios correctamente repugnantes, "soldados de Belgano R" y vecinos brutamente discriminadores, a los que el entrevistador no repregunta ni confronta casi nunca, obtienen el mismo tiempo (y lo que es más importante, el mismo trato) que expropiados y okupas. Yo sé, también se nota, que Hartmann no se identifica exactamente con los funcionarios ni con los discriminadores. ¿Pero qué razón había para darle a tanta gente tan abominable toda esa "vidriera", todo ese tiempo de pantalla? En el film, y para el film, todos parecen estar en el mismo plano. (La excepción que confirma la regla es el testimonio de un joven ex pibe chorro y presidiario, que suena tan desgarrador, emotivo, sincero, tan fuerte en suma, que se impone solo y funciona como un pequeño drama por derecho propio.)

A mirar este escenario ayuda el inesperado curso que adoptó la charla posterior a la proyección, al fin y al cabo mucho más viva, movida y reveladora que las habituales. Cierta mujer entrevistada por el film que se encontraba en la sala (creo que preside una sociedad de fomento) le cuestionó a Hartmann haber reducido el conflicto, convirtiéndolo en una especie de "Belgrano R vs. okupas" que deja afuera nada menos que a todos los demás vecinos o propietarios de clase media que no son refractarios, sino solidarios, con los de clase baja. Algo de eso hay: se ven pocos solidarios y durante muy poco tiempo. Pero la respuesta que a la objeción dio el director es la que arroja verdadera luz. Hartmann contó que él mismo fue habitante de "la traza" durante años, y que le costó tomar distancia porque se sentía tironeado por las posiciones entre las que se polarizaba el conflicto: por un lado no quería ver personas expulsadas de sus hogares, pero tampoco le simpatizaba que todas esas almas de escasos recursos se instalasen justamente allí, frente a sus narices, en su propio barrio. Bajo esta luz, el documental poético nonato perfilaba la promesa de una fuga hacia el terreno de la sublimación. El documental social ante el que finalmente estamos también acusa una fuga, pero otra: la "clase media" que le falta a AU3 es en realidad la persona, la mirada, del propio Hartmann. Que si se hubiese definido o inclinado claramente hacia alguno de los campos en conflicto, habría ordenado y jerarquizado de otro modo el material. Que aun sin definirse, podría haber optado por mostrarse en su contradicción, en su impotencia, en su angustia de partícipe, colocando su propio cuerpo, convirtiendo su propia y tironeada voz en otro personaje más, acaso el principal, de este relato. Pero no lo hizo. Guillermo Ravaschino

Road July (Argentina, 2010. Dirigida por Gaspar Gómez). Santiago trabaja vendiendo esos juguetes de exportación que uno no sabe discernir si son kitsch o simplemente grasas. Sale con una chica de clase alta que lo apura para oficializar. De repente un llamado telefónico le muestra que esa vida que vive es puro conformismo. La hermana de una chica con la que salió hace diez años le cuenta que ella murió, que él es padre de una nena de esa edad (la tal July) y que, si está dispuesto, puede llevar a su hija desde donde están (Mendoza) hasta la chacra de la abuela cerca de San Rafael. El colorado quiere huir, dice que ni loco y, finalmente, después de un diálogo divertidísimo con su propia madre acepta no perderse la oportunidad de entablar una relación con su desconocida hija. En un viejo Citroen desandarán las rutas mendocinas y atravesarán algo más que caminos.

Viaje emocional, de descubrimiento y conocimiento, esta road movie apuesta al sentimiento sin golpes bajos ni moralina. Construye dos protagonistas queribles y humanos que saben traspasar la pantalla y divertirnos con sus ocurrencias y sus errores, con sus miedos y sus contradicciones. Sutilezas y secretos, pequeños detalles, diálogos creíbles y dosis de humor armonizan en un guión pequeño y sin pretensiones. Bellos paisajes y un elenco sin fisuras que combina actores conocidos (Mirtha Busnelli, Betiana Blum) con otros más noveles (Francisco Carrasco, Federica Cafferata) completan una más que digna producción filmada en el interior del país con otro ritmo, otras voces y otras miradas, siempre tan necesarias para ampliar nuestro mundo. Javier Luzi

Pompeya (Argentina, 2010. Dirigida por Tamae Garateguy). En su primera película en solitario tras el trabajo grupal de UPA!, Tamae Garateguy vuelve con Pompeya sobre los pasos de la representación del cine dentro del cine, a partir de la historia de tres escritores que se reúnen para hacer el guión de una película de gángsters ambientada en el barrio que le da título al film. Las diferencias entre ellos (dos quieren darle un enfoque comercial mientras que el otro prefiere una búsqueda más intelectual) dan lugar a uno de los conflictos principales de la película y, también, a uno de sus máximos tropiezos: la mirada burlona sobre ciertos snobismos del ambiente que le da un aire demasiado canchero. Desde lo genérico, la directora construye algunas buenas escenas de acción, aunque también abusa de la cámara en mano. En fin, una película bastante fallida, en la que las diversas líneas argumentales (la ficción dentro de la ficción, el proceso creativo de los guionistas) terminan anulándose recíprocamente. David Pafundi

Domingo de Ramos (Argentina, 2010. Dirigida por José Glusman). En un pueblo chico una muerte desatará un entramado de engaños, traiciones, infidelidades y abusos de poder que volverán a demostrar aquello de "... infierno grande". Una señora de clase alta (Gigí Rua) es hallada muerta y hay indicios de asesinato a la vista y pocas pruebas para descubrir culpables. Un subcomisario (Gabriel Goity), un vecino solitario y extraño (Mauricio Dayub), un jardinero con algún retraso (Pompeyo Audivert), dos agentes de policía con necesidades inmediatas, un par de vecinas chismosas y un jovencito excedido de timidez conforman el elenco de este thriller costumbrista que se apoya en un elenco parejo y contenido y especialmente en sutiles detalles (algún diálogo al pasar, vestuario y escenografía) que ubican temporalmente la narración en los '70 aunque la puesta evidentemente siempre procura construir un locus espacial y temporal bastante ambiguo.

El director José Glusman elige desarmar la historia, en esos días previos al Domingo de Ramos en que se encuentra el cadáver, yendo y viniendo en el tiempo, rompiendo la línea cronológica y aportando sólo al espectador las piezas que armarán el rompecabezas para saber qué ocurrió y para terminar en el trágico final que se desata. Esa ruptura temporal en lo formal es su piso y su techo, y permite que una historia bastante común y previsible sostenga cierto interés. Una violencia subterránea que se respira en el ambiente surge irremediable e imparable en los últimos minutos y pinta una época nacional donde las alianzas poderosas guardaban sus sucios secretitos y todos finalmente exhiben sus mezquindades y bajezas. Javier Luzi

Malón (Argentina, 2010. Dirigida por Fabián Fattore). Sosa (Darío Levin) es un hombre que trabaja en un bar, tiene 40 años, entrena en un club de boxeo, vive en una pensión y en sus ratos libres toca algún instrumento musical o se acompaña con ellos mientras canta canciones de todo tipo. Tiene una vecina que le gusta, pero no se le anima. La joven, que recibe diariamente la comida que le trae Sosa, es madre soltera de una beba.

Malón se pasea parsimoniosamente, sin estridencias (quizá hay un abuso de laconismo, de estudiada puesta en escena), con una cámara tranquila y fija muchas veces en esta vida común y gris como si forma y contenido se imbricaran sin más. Sólo de a ratos esa calma se ve interrumpida por los ruidos ensordecedores de los viajes de Sosa en subte o tren o las voces que se elevan por encima de la media en las conversaciones que se dan en la mesa del bar, donde el dueño y unos amigos desgranan anécdotas personales sobre su vida política, la militancia de ayer y de hoy y el país, y en donde el eje central siempre es el peronismo.

Como una letanía de voces que se sobreimprimen a la mirada diaria que el protagonista posa sobre la postal que reproduce el cuadro de Della Valle "La vuelta del malón", el director y guionista Fabián Fattore parece querer enlazar dos acontecimientos. Lentamente, sin explicitaciones ni trazos gruesos, dos salidas o excursiones se aúnan: una manifestación política y una visita al museo de Bellas Artes para ver el cuadro original. Mitos originarios en pugna, historias que marcan identidad, búsquedas personales y colectivas, Malón deja en manos del espectador cualquier posibilidad de cierre o interpretación. Y allí gana. Javier Luzi

Antes del estreno (Argentina, 2010. Dirigida por Santiago Giralt). Juana (Erica Rivas) es actriz. Egocéntrica e insegura. Con imprevistos ataques de furia y de a ratos extremadamente vulnerable. Un poco afecta a la bebida. Madre de Lili (Miranda de la Serna), una pequeña que se las trae, y esposa de Román (Nahuel Mutti), un director de cine de culto, algo "volado", que tiene un nuevo proyecto en danza y cuyo guión aún escribe tratando de superar un bloqueo creativo. Juana está a punto de estrenar una obra de teatro en el San Martín y ese fin de semana previo en la casaquinta, hogar de la pareja, lejos del mundanal ruido, se desatará la consabida lucha de egos en cada instancia que se suceda: una entrevista, una cena con amigos, la convivencia diaria.

Santiago Giralt filma Antes del estreno con cámara en mano, con primeros planos emocionales o siguiendo a los personajes, en redundantes caminatas, de espaldas, y en planos-secuencia que le permiten abandonar a unos por otros en el trayecto. Pero el uso puede tornarse abuso de tanta repetición, como los ralentis que aplica en varios momentos.

Engaños e infidelidades que claramente exceden el coqueteo y el histeriqueo, fragilidades y roles fluctuantes en la pareja que afectan el trabajo y la economía hogareña, la soledad de los artistas al cuadrado, el afuera invasor e invasivo, se exponen con la crudeza de la vida filmada, o sea del clisé de la ficción.

Rivas consigue con toda su potencia actoral romper el esquema estereotipado que aqueja al guión en general y a las actuaciones en particular (y su hija en la ficción y en la vida real, también), pero cierta seriedad en la puesta y en los parlamentos, que lamentablemente sólo recurren al humor en pocas ocasiones, envaran a un film que viene enmarcado en su comienzo con una frase de Bergman y al final con "a la memoria de John Cassavetes" (en cuya Opening Night se inspiró Giralt). Un poco de ese aire que de a ratos se cuela en imágenes gracias al jardín boscoso de la quinta no le hubiera venido nada mal a esta película correcta. Javier Luzi

La palabra empeñada (Argentina, 2010. Dirigida por Juan Pablo Ruiz y Martín Masetti). Jorge Masetti fue un periodista argentino cuya impronta e importancia excedió claramente las fronteras nacionales pero su figura quedó opacada o relegada por la de Rodolfo Walsh y, más cercanamente en el tiempo, por sus decisiones políticas tomadas en medio de la lucha armada de los '60. Como corresponsal de radio El Mundo llegó a Sierra Maestra y entrevistó, antes del triunfo de la revolución cubana, al Che y a Fidel. Enfervorizado como tantos por los aires revolucionarios sesentistas comenzó a apoyar y propagar la causa libertaria. Creador de Prensa Latina (un órgano de noticias que salió a ofrecer la otra voz acallada por los medios capitalistas), ejerció su dirección durante los inicios, para luego ir pasando de la palabra a la acción. Adhiriendo al plan del Che para llevar la liberación a los pueblos americanos, emprendió la aventura de adentrarse en el norte argentino para tantear la posibilidad de construir un foco revolucionario de lucha armada. La selva tucumana fue su final. Errores estratégicos, desinformaciones, excesiva confianza, ingenuidades políticas y una geografía adversa se sumaron para que ante el avance de la gendarmería el grupo original terminara preso, muerto o desaparecido. Y en todos los casos, torturado. El cuerpo de Masetti nunca se encontró.

El documental codirigido por Martín Masetti (su nieto) y Juan Pablo Ruiz se divide claramente en dos partes. Una muestra al periodista y otra al militante armado. Con un formalismo nada original (documental de cabezas parlantes, compilado de imágenes de archivo y propias), lo mejor que tiene La palabra empeñada es una objetividad "lo más objetiva posible" (con voces diversas y opuestas) y una recopilación de testimonios de personajes de importancia capital tanto por el reconocimiento público que han cosechado (García Márquez, García Lupo) cuanto por su participación directa en los hechos que se cuentan (Ciro Bustos).

Si bien en algún momento algún entrevistado comenta cierta controversia reciente que involucra las nuevas miradas acusatorias, descontextualizadas y ahistóricas de la intelligentsia argentina (Lanata, Oscar del Barco) sobre la lucha armada y los ajusticiamientos, no es eso lo central del documental sino la búsqueda por recuperar la figura de un actor central de la historia argentina contemporánea a través de una pluralidad de voces pocas veces escuchadas. Javier Luzi

SECCION COMPETENCIA LATINOAMERICANA
Abel (México, 2010. Dirigida por Diego Luna). Tras su documental sobre el boxeador Julio César Chávez, el mexicano Diego Luna debuta en la dirección de ficción con Abel, un film particular y bastante arriesgado sobre un niño que recién salido de un hospital psiquiátrico comienza a tener extraños comportamientos. Abel no sólo se distingue por su temática, sino por los elementos que utiliza el director para contar la historia, y que lo hacen caminar por una línea demasiado delgada. Salirse de ella sería caer en manipulaciones o en un mal gusto mayúsculo, pero Luna se mantiene (casi) siempre en un tono medido y sobrio, recalando una y otra vez en un humor negro chispeante, ocurrente.

El pequeño Christopher Ruíz-Esparza (notable) es Abel, el chico en cuestión, que devuelto a su hogar y ante la ausencia de la figura paterna comienza a comportarse como el hombre de la casa, tanto con su hermanito y su hermana como con su madre. Como decíamos, con un continuo humor negro y con un aire despreocupado, el film se hace cargo de cuestiones edípicas, de la subversión de los vínculos parentales, del machismo de ciertos hogares de clase baja mexicanos. Sólo sobre el final (y por eso el "casi" en relación al tono medido y sobrio de Luna), el director sucumbe ante la necesidad de recargar lo dramático y da un paso en falso al jugar con el destino de Abel y su hermano. Sin embargo, en el último plano Luna recupera el tono para ofrecer un desenlace acorde a lo que estaba contando: con amabilidad, muestra el callejón sin salida y la angustia de estos personajes que son síntesis de la locura normalizada. Mauricio Faliero

Amor en tránsito (Argentina, 2009. Dirigida por Lucas Blanco). En un aeropuerto se cruzan Mercedes (Sabrina Garciarena), Ariel (Lucas Crespi), Juan (Damián Canducci) y Micaela (Verónica Pelaccini). Una voz en off (que será retomada por otro personaje al final de la película y repetirá el texto resignificándolo) dará cuenta de estas historias cruzadas que conforman el nudo del film y que se reparten entre los que se van, los que vuelven, los que esperan, en general siempre movidos a accionar por amor. Desesperados, desesperanzados, ilusionados, arrepentidos, los protagonistas viven el amor como pueden o como las heridas del pasado les permiten.

En algún momento el espectador comprenderá que las líneas temporales puede que no sean cronológicas, que hay tiempos simultáneos o que los pasados serán futuros o viceversa pero ni siquiera ese juego romperá el clasicismo con el que está planteada Amor en tránsito. Una película que si bien coquetea con la comedia romántica es más bien lo segundo que lo primero. El registro de comedia cede su lugar y asoma un intento de reflexión sobre la soledad, las relaciones en la contemporaneidad, lo difícil del encuentro, el amor en tiempos posmodernos.

A pesar de estar centrado en cuatro protagonistas que se relacionan en dúos, el guión suele empantanarse y repetirse, o por momentos no consigue que los ensambles y pasajes de historia fluyan naturalmente, lo que hace que el espectador resienta su atención. Las actuaciones son correctas. La propuesta sin ser liviana tampoco busca demasiada profundidad ni en el desarrollo de los personajes ni en la mirada elegida. Javier Luzi

La vieja de atrás (Argentina-Brasil, 2010. Dirigida por Pablo José Meza). Adriana Aizenberg es Rosa, arquetipo de la anciana solitaria de edificio: chusma, desconfiada, contaminada por la televisión y los noticieros, con un pensamiento de derecha bastante marcado que la lleva a hablar mal de chinos y demás personas que no parezcan "normales". Martín Piroyansky es Marcelo, arquetipo del joven sin oportunidades: es del interior y vive en Capital, donde estudia medicina; mientras, trabaja en un locutorio y repartiendo folletos en la calle, y sufre de mal de amores. Sin embargo, Rosa y Marcelo, en realidad, son arquetipos de algo que está más allá de la historia y que tiene que ver con un modelo de representación: Rosa es víctima de los peores males del costumbrismo televisivo; y Marcelo, de los códigos del denominado Nuevo Cine Argentino.

Cuando un hecho puntual los lleve a vincularse, uno esperará el choque como el gran evento del film. Sin embargo, las expectativas se ven lentamente dinamitadas por un guión que no puede trascender los lugares comunes. Salvo en ocasiones (Marcelo comiendo un sándwich bastante pasado de fecha), la mezcla de las superficies del costumbrismo y el nuevo cine argentino no termina generando nada nuevo, básicamente porque el director entiende que entre estos personajes no hay nada en común, y juega más a la fricción que a la fusión. Por lo demás, ni Aizenberg ni Piroyansky, dos de los mejores intérpretes de nuestro cine, logran sacar a La vieja de atrás de la medianía. Y es que, también, ambos construyen una actuación arquetípica: Aizenberg y Piroyansky son "la vieja" y "el pibe" que uno supone de antemano. Mauricio Faliero

Caño dorado (Argentina, 2009. Dirigida por Eduardo Pinto). El director Eduardo Pinto pasó de Palermo Hollywood a los barrios suburbanos y la villa sin solución de continuidad. En este film decidió mostrar la vida de Julito "Panceta" (Lautaro Delgado), un operario que fuera del horario de trabajo, en el taller de herrería que dejó su padre al morir, fabrica armas con caños y material reciclado. Esas transacciones y el flirteo con una menor de edad (cuyo "dueño" la reclama) también le ocasionarán complicaciones con los capangas del lugar.

Los adornos visuales predominan por sobre la narración: encuadres artificiales, ralentis, planos-secuencia, una fotografía cruda (un poco abusiva), así como un uso de colores excesivamente puros, casi publicitarios. Rasgo que también aparece en las secuencias oníricas que recurren a cierta estilización innecesaria. El acceso a lugares poco transitados y permitidos hace que el director se regodee en las "conquistas conseguidas" insertando imágenes de sitios y personas casi en un nivel antropológico más que en función del relato.

Las actuaciones en general no se desbordan, pero hay que entrar en el código planteado y superar el uso de giros y modismos de lenguaje que procuran tornar real el verosímil. Caño dorado forma parte de cierto cine latinoamericanista (entre el realismo sucio y la estetización visual) que procura alejarse de las historias burguesas y mostrar un otro mundo (en el que además el halo religioso tiñe fuertemente la anécdota), sólo que uno ya no puede estar completamente seguro de si ese mundo que se pinta es una mímesis del real o un clisé cinematográfico. Javier Luzi


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