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IV Festival de Cine Independiente de Bs. As.
Así lo vio: Josefina Sartora
(Otra nota: así lo vio Rodrigo Seijas)


Resistencia cultural


En el epicentro de un país en crisis, con su economía paralizada, su política oscilante entre la genuflexión y la catatonía, su educación desintegrándose en pedazos, sus grupos sociales procurando organizarse, la cultura se ha erigido –junto a las asambleas barriales y de todo tipo– en un lugar de la resistencia, el espacio donde la llama continúa encendida. Durante diez días, del 18 al 28 de abril de 2002, el Festival de Cine Independiente de la ciudad de Buenos Aires fue la otra Argentina, la que se niega a morir, la que busca ávidamente otras vías de acceso, de alimentación y crecimiento.

Ciento veintisiete mil personas, en su mayoría muy jóvenes, se asomaron a un cine que no suele llegar a nuestras pantallas, un cine al margen de aquello que las distribuidoras tradicionales deciden dar a conocer. Ya sabemos que el concepto independiente es muy discutido. Realizadores que comenzaron al margen del sistema comercial terminaron absorbidos por la maquinaria de Hollywood, pero en general, este Festival tiene el objetivo de presentar un cine que difícilmente tendrá difusión comercial ulterior entre nosotros. Su director Eduardo Antín (Quintín) y Flavia de la Fuente ya sentaron las bases de estos objetivos en la edición de 2001, y la de este año significó la continuidad de esa línea. Ambos recorrieron durante un par de años los festivales de todo el mundo occidental, de Cannes a Vancouver, de Rotterdam a Karlovy Vary, en busca del material que presentarían estos días. Junto a ellos, Luciano Monteagudo y Marcelo Panozzo integraron el equipo de programadores.

Centrémonos en las películas, todo un tema. La abundancia de material fue tal vez lo mejor y lo peor del Festival. Lo mejor, la posibilidad de conocer realizadores nunca vistos, cinematografías nunca transitadas. Lo peor, la imposibilidad de abarcar, en 10 días, 170 películas. Este tema fue debatido en los pasillos por todos los espectadores, extraviados en una grilla hiperabundante, sin muchas referencias a la hora de hacer la selección, corriendo el riesgo de perderse lo importante, pues todos sabíamos que al elegir un film, a veces a ciegas, estábamos perdiendo los cuatro o cinco que ese exhibían simultáneamente. Si bien casi todos los títulos fueron programados dos o tres veces, hubo casos de pérdidas irrecuperables. Por lo menos en fílmico. Porque un gran acierto del Festival fue la existencia de una videoteca, donde por turnos se podía acceder al 90% de la programación, disponiendo de los videos en cabinas individuales. Para quienes quieran ver, o rever algún título, esta videoteca permanecerá un tiempo abierta al público en el Teatro San Martín.

Qué hacer, qué ver
Personalmente, traté en primera instancia de estudiar el catálogo, muy prolijo y ordenado según las distintas secciones en que estaban clasificadas las películas: las que participaban en la Competencia, Lo Nuevo de lo Nuevo en el cine argentino y la obra de los compatriotas que filman en el exterior, el Panorama del Cine Independiente Internacional, los consagrados y desconocidos Directores en Foco, el cine político de Globalización y Barbarie, la Muestra del Nuevo Cine Napolitano, las Retrospectivas, el cine freak o violento de Tarde o Temprano, los Work In Progress. Sin embargo, el boca a boca de los pasillos, las experiencias de los colegas, los comentarios de Jorge Bernárdez, recolector y filtro de opiniones invalorable en la Sala de Prensa, fueron de más ayuda que el catálogo. Y mis propios intereses, que me llevaron a priorizar en esa abundancia el cine oriental, muy bien representado, y algunos directores que me atraen particularmente, como Sokurov o la pareja Straub-Huillet. Mi criterio siempre fue elegir aquellas películas cuyo estreno comercial es dudoso, puesto que siempre habrá oportunidad de ver los films con distribución local garantizada. Con esas consignas, y algún capricho o berretín de último momento, pude ver 35 películas de todo tipo, gracias a que el programa se cumplió en un 95%. No sabemos por qué, pero el Festival anunció todas las películas con su título en inglés, tal vez por un compromiso con la distribución, pero yo trataré de mencionar sus títulos traducidos al castellano.

Delicias de Oriente
No es secreto mi interés por el cine que se realiza más allá de Europa Central, o allende el Pacífico. En ese campo, la figura fuerte, la revelación del Festival fue el director taiwanés Hou Hsiao-hsien (entre nosotros pronunciado Ju Yao-yen y abreviado HHH), considerado hoy uno de los más grandes realizadores de Oriente. Una retrospectiva difundió once de sus películas, de las cuales pude ver cuatro: Good Men, Good Women, Goodbye South, Goodbye, Flowers Of Shanghai y Milennium Mambo.

HHH propone códigos personales, cercanos al cine europeo posneorrealista y que nada deben a los tópicos y lenguajes del cine comercial yanqui. Cada film trae una propuesta diferente, aunque hay temas y motivos que atraviesan todos los que pude ver, además de la presencia repetida del actor Jack Kao. Aunque la anécdota no es lo que más interese, sus películas tratan dramas individuales absolutamente ligados a la historia de Taiwán, que se hace sentir como el contexto que a veces toca una tercera cuerda, o que directamente avanza hasta un primer plano, como en el caso de Buenos hombres, buenas mujeres (1995). Film complejo, en el que se juega con el cine dentro del cine: la protagonista es una actriz que filma una película sobre un grupo de taiwaneses que viajan al continente a unirse a la resistencia a la ocupación japonesa de los años ‘40, y la narración alterna los momentos contemporáneos, en color, con el film enmarcado, en riguroso blanco y negro. Además, se intercalan flashbacks de la historia personal de la joven, con sus variaciones de pérdidas y soledad, que convierten la estructura narrativa de distintos niveles en un laberinto fascinante. Aunque cada film parece un mundo cerrado con respecto a los demás, lo característico del cine de Hsiao-hsien es el trabajo con la cámara, las tomas muy largas mientras se desarrolla toda la escena, la cámara que se aleja sin detenerse en ningún primer plano, y queda fija, o a lo sumo, gira sobre su eje. Tal vez sea la profundidad de campo su elemento básico, que permite el paulatino devenir de la acción, aunque ésta sea mínima, complementado por el plano secuencia, una técnica que recuerda a Mizoguchi. En este film, nunca vemos claramente los rostros de los personajes, los juegos de luz y claroscuros y la cámara lejana convierten cada plano en una composición concebida con una fuerte oscuridad.

Los personajes siempre son sujetos atravesados por el acontecer, por la historia que determina sus acciones, sus voluntades. Tal vez algunos digan que es difícil entrar en los mundos de HHH, dejarse afectar por los dramas de sus personajes; son mundos distantes de la sensibilidad occidental. Yo creo que ésta es la riquísima posibilidad del cine, que este Festival, como el anterior, nos ha brindado, con su fuerte punto de apoyo en el cine de Oriente. La oportunidad de acceder a mundos, historias y emotividades alejadas de las nuestras.

Menos distante es el último film de HHH, Milennium Mambo (2001), retrato de las nuevas generaciones sin rumbo. No sólo presenta el vacío contemporáneo, también obliga a pensarlo. La cámara fija a la altura del estómago es un testigo implacable de la pasividad de una pareja marginal. Los espacios se reducen al exiguo ambiente de un departamento y de una discoteca, ámbitos de deshumanización. Es originalísimo su trabajo con la luz y la imagen, que confiere a los planos una abstracción coincidente con la música tecno que los acompaña. La posibilidad de emigrar al Japón está vista idílicamente, aunque adivinamos que tampoco allí hay salida. También Goodbye South, Goodbye (Adiós sur, adiós, 1996) se ocupa de los jóvenes, en este caso dos gángsters algo inútiles que fracasan en todos sus cometidos, transformados en seres itinerantes. Con rasgos de humor (oriental) y violencia, sobrevuela la denuncia de la corrupción política de los ‘90, aliada a las mafias.

Mi preferida fue la exquisitamente bella Flowers Of Shanghai (Flores de Shanghai, 1998). Aunque la película hace una apuesta muy fuerte, trabajando con un encuadre básico: cámara fija con un solo plano que dura toda la escena, cada una en un ambiente distinto de una casa de geishas, a fines del siglo XIX. La cámara sólo gira sobre su eje, a excepción de los momentos de encuentro de los clientes en la sala común, en los cuales la cámara rodea la mesa, pero también aquí sigue la fórmula una escena=un plano, con fundidos a negro entre uno y otro. La cámara fija con su campo limitado realza la importancia del fuera de campo, más presente que nunca. La interrelaciones de los personajes, los juegos de poder entre hombres poderosos y mujeres idem, la rivalidad entre las cortesanas, tienen lugar mientras se come y conversa en los espacios cerrados. Una vuelta de tuerca sobre la puesta en escena –ambientación, vestuario y actrices en un decadente fin de siglo– que resulta fascinante. Y la oportunidad de conocer un poquito sobre la vieja profesión femenina, en su versión oriental. Se habla extraoficialmente de su estreno, y es imperdible.

Intermezzo
No sólo de películas se compuso el Festival. En el Malba, en los pasillos del Abasto y en su Punto de Reunión hubo entrevistas a los realizadores presentes, mesas redondas, presentación de libros y revistas de cine –excelente el número de Kilómetro 111 sobre cine político–, conjuntos musicales, en fin, el ámbito dio para todo. Sé que hubo también fiestas, pero no fui invitada a ninguna, tal vez reservadas para extranjeros, amigos, los críticos de los grandes medios y de la revista El Amante. Pero siempre teníamos la oportunidad de compartir un café e intercambiar opiniones con colegas internacionales como el célebre David Walsh y el ya familiar Jonathan Rosenbaum.

Otra vuelta por Oriente
Los programadores del Festival dieron un fuerte respaldo a Mirror Image (Imagen en el espejo, 2001), cuya productora –la crítica taiwanesa Peggy Chiao– integró el jurado de la Competencia. Esta opera prima de Hsiao Ya-chuan, ayudante de Hou Hsiao-hsien, presenta una de esas situaciones absurdas, graciosas y deprimentes, caras a los orientales. En el estrecho ambiente de una casa de empeños, filma los gestos banales cotidianos del dueño de la tienda y su novia. Paralela y secretamente, el muchacho se relaciona con una vendedora ambulante y transgresora, con quien recorre los subterráneos vendiendo objetos de su tienda. En encierro claustrofóbico, la rutina de una vida sin sorpresas contrasta con el riesgo de la aventura siempre al borde, en los límites, que tiene lugar en los pasillos del subte. Film menor de alguien que promete.

Una de las perlas del Festival del año pasado había sido La isla, del coreano Kim Ki-duk. Quienes la vimos, conservamos su recuerdo como una de las mejores revelaciones del momento aquel. Afortunadamente, en el Festival de Mar del Plata pude ver Address Unknown, también proyectada aquí en la sección Directores en Foco, junto a Birdcage Inn y Bad Guy. Como sucede con HHH, es difícil transmitir en pocas líneas el mundo cinematográfico de Kim Ki-duk, el efecto que logra en el espectador. El tema recurrente en todos sus melodramas –género que cultiva casi exclusivamente– es el de la violencia, el sexo, y la prostitución como salida inexorable para la mujer, siempre sometida.

En Address Unknown (Domicilio desconocido, 2001) toda la crudeza coreana está al servicio de la denuncia de las secuelas de la guerra y la ocupación yanqui. La presencia de los soldados (siempre filmados entrenando en sus maniobras, sus aviones saliendo y llegando a la base) determina las vidas de los personajes. El protagonista es fruto de esa presencia, su madre una moderna Madame Butterfly que escribe periódicamente al americano que le ha dejado un hijo, pero sus cartas son siempre devueltas con el sello "destino desconocido". Los personajes llevan en el cuerpo las marcas de esa ocupación, como una memoria imborrable. Lo más brutal del cine coreano exhibe un estado de violencia primitiva, sin la sutileza de La isla pero con igual contundencia.

La pensión de Birdcage Inn (La posada de la jaula de los pájaros, 1998) sobrevive gracias al servicio de las prostitutas que allí viven, un burdel de características muy particulares. Una relación especular se establece entre la joven dueña de casa y la prostituta degradada. El mar, constante presencia en los films de Ki-duk, atempera los efectos de la violencia sexual.

Las constantes situaciones de violencia emocional tienen su mejor expresión en Bad Guy (Chico malo, 2001). El cabecilla de una banda es víctima de un amour fou hacia una estudiante que lo desprecia, desencadenando un proceso de venganza y degradación, y el hombre la obligará a prostituirse. El le hará conocer su aspecto más oscuro, mientras la observa con amor, y ese sentimiento les permitirá redimirse. En todos los films que vimos, hay una exploración de los aspectos ocultos de los personajes, un asomarse a las propias zonas desconocidas. El tema se relaciona con la importancia atribuida a la mirada, a la observación y espionaje que se establece entre los personajes. Si las mujeres están sometidas al poder de los hombres, éstos son víctimas de su propio deseo incontrolable. "Las hormonas de los hombres son así", dice uno de los personajes. Todos viven presos, como en la jaula de los pájaros: de sus instintos, de las condiciones sociales de una Corea marginal, y de la violencia. Sin embargo, los finales de las películas de Ki-duk siempre presentan una vuelta de tuerca de la que no está ausente el elemento mágico, la posibilidad de que las cosas ocurran de otra manera, la idea de una libertad posible.

Los festivales anteriores habían traído ya algo del versátil y prolífico Takashi Miike, un realizador japonés que es capaz de filmar hasta seis o siete películas en un año. Y en todas rige el mismo delirio, exceso y locura que le ha ganado tantos adeptos entre la juventud. Inolvidable su Audition del año pasado. Hace dos años triunfó aquí Dead Or Alive, y ahora presentó –junto a otras dos– Dead Or Alive 2: Birds (2000). Historia de dos asesinos profesionales que deben matar al mismo jefe mafioso y resultan ser amigos de la infancia, criados en el mismo orfanato. Buscados por la mafia yakuza, escapan a la isla que los vio crecer, en busca del pasado, de la seguridad y de la compañía fraternal. Como en el cine de Kitano, un particular tratamiento de la violencia extrema se combina con los sentimientos vívidamente expresados. Pero lo más original en Miike es el aprovechamiento de los recursos para lograr una narración exclusivamente cinematográfica: intertítulos, objetos que se desplazan por el aire, muertes en masa, planos de los planetas, alas que crecen en las espaldas de los personajes, en fin, la sorpresa, el humor, la libertad total para no atarse a ningún género. Y me perdí The Happiness Of The Katakuris, al parecer otra muestra cabal de su originalidad.

Song Il-gon es un director coreano laureado en su país y en Cannes. En su Flower Island (La isla de las flores, 2001) el destino une a tres mujeres perdedoras camino de la isla de la flores en el Mar del Sur, lugar de felicidad donde todas las penas son olvidadas. Claro que el camino al Paraíso nunca es en línea recta, y el film se convierte en una particularísima road movie femenina. Incluso la mirada parece femenina, por lo que sugiere sin especificar, con una permanente melancolía que recuerda el fantasma permanente de la muerte.

Last, But Not Least, considero que el último film de Tsai Ming-liang, What Time Is It There? (¿Qué hora es allí?, 2001), fue lo mejor del cine oriental que pude ver. Ya conocíamos el cine de este taiwanés, quien con su imagen minuciosamente despojada, austera, silenciosa pero elocuente, dedica su arte y su poesía a la soledad de la gente del Taiwán urbano, y también universal. La incomunicación, la desesperanza vuelven a hacer cuerpo en unos pocos personajes que cruzan sus caminos, sus obsesiones. Un joven vendedor callejero de relojes conoce una muchacha que viaja a París, y busca un reloj que marque la hora de ambos lugares. El muchacho queda con esa idea fija, y recorre toda la ciudad cambiando la hora de los relojes públicos de Taipei por la de París, mientras ve repetidas veces Los 400 golpes, guiño que habla de las preferencias de Ming-liang. Su padre acaba de morir, y su madre está obsesionada con la idea de que su marido va a reencarnar y presentárseles en cualquier momento. La muchacha, entretanto, visita París en una abrumadora soledad, y allí encuentra a un Jean-Pierre Léaud (el actor de aquel film francés) envejecido, que es la caricatura de sí mismo. El film juega con la idea de las acciones simultáneas y los mundos paralelos, las coincidencias de la soledad de madre e hijo y de la joven viajera de quien poco sabemos. Los actores son los mismos de sus películas anteriores. Magníficamente filmada, con largas y silenciosas tomas con cámara fija, rostros impertérritos, Ming-liang entrega lo mejor desde El agujero.

¡Cuánto comen en las películas orientales! Cuando terminó el Festival, no pude evitar correr hacia la avenida Córdoba, para comer fideos con pato cantonés y verduras chinas.

Competencia
Es sabido que esta sección suele ser una de las más débiles del Festival. La componen en general operas primas de nuevos realizadores que no pueden acceder a los festivales mayores, y vienen a foguearse en festivales menores como lo son el de Buenos Aires o el de Mar del Plata. Sus películas nunca están a la altura de las secciones como Directores en Foco, o las retrospectivas de los consagrados. Este año no fue una excepción. El nivel fue flojo, y lamentablemente no vi la película premiada, Tornando a casa (Volviendo a casa, Vincenzo Marra, 2001).

Una de mis preferidas –dentro de la mediocridad– fue Kwik Stop (2001), película estadounidense de Michael Gilio, una road movie de dos personajes que nunca se deciden a partir, a dejar atrás los ambientes pueblerinos que los oprimen. El film muestra el patio trasero de los Estados Unidos, que sólo se ve en las películas independientes. Sin embargo, aunque nunca salgan al camino, los personajes (buenas actuaciones de Lara Philips, Sunny Seigel y el mismo Gilio) viven su proceso de evolución.

Otra road movie, pero muy diferente, es la rumana Marfa Sii Banji (algo así como Guita y merca; de Cristi Puiu, 2001), una de las sorpresas del Festival. Concebida a la manera en que Kiarostami filma mundos encerrados dentro de los automóviles, vemos el recorrido de tres jóvenes que deben viajar de una ciudad a otra de Rumania para entregar un bolso con medicamentos sospechosos. Algunos la han comparado con Duelo a muerte, de Steven Spielberg (1971), pero la única semejanza es que alguien no identificado los persigue. Aquí sí podemos imaginar quiénes son los perseguidores, y además existe una razón muy evidente. También en ésta los protagonistas saldrán modificados de su viaje, al enfrentar un mundo despiadadamente cruel. El film tiene muchos puntos débiles, pero resulta una muestra interesante de una cinematografía que desconocíamos.

Mi otra favorita, mucho más sorprendente, revulsiva e inquietante, fue Un lugar en la Tierra, del joven director ruso Artur Aristakisyan (2001). Filmada en un edificio derruido que alberga una comunidad de hippies cuyo emblema es el amor indiscriminado. Allí resisten al orden establecido, su ocupación es no hacer nada, echados en el piso los unos sobre los otros, hacinados en medio de la mugre y el humo de la hierba, con actores que son verdaderos marginales, gente sin hogar, desocupados. Ese mundo alucinante está visto desde la mirada de una mendiga, que acude al lugar en busca de amor, y desciende a los profundos infiernos. El film pretende ser una parábola crítica de la situación del mundo actual y, como dijo el director al presentarlo, "los personajes son cada uno de nosotros". Extraña, radical, sin términos medios, deja una fortísima impresión en el espectador. No recibió ningún merecido premio, a pesar de que los jurados decidieron que muy pocos se fueran sin algún consuelo.

No podía faltar el film oriental en competencia, y este año fue Anyang Orphan (Wang Chao, 2001), una historia dura que muestra la transformación que sufre la China de hoy. Un bebé abandonado cruza los destinos del desocupado que lo encuentra, la madre prostituta que no puede ocuparse de él, y un supuesto padre mafioso. Es la historia de seres solitarios, marginales, víctimas de una sociedad que no tiene lugar para ellos. El director es obviamente seguidor de Tsai Ming-liang; suyos son los temas de la soledad e incomunicación, suyos son los larguísimos planos silenciosos. Mínima, patética, aunque nunca llega al nivel dramático de su maestro.

Lavoura Arcaica (A la izquierda del padre, Luiz Fernando Carvalho, 2001) acaba de tener su estreno comercial. Fue una de las preferidas del público, no de las mías, pues la encontré demasiado literaria, reiterativa y efectista. Se trata de la transposición al cine de la novela de Raduan Nassar, citada permanentemente. Escritor de raigambre libanesa, elaboró una variación sobre la historia del hijo pródigo, con sus derivaciones de incesto y culpa, a la que se suman los excesos del amor. El conflico entre la ley y el deseo es a la vez una crítica a la sociedad patriarcal y autoritaria y, por extensión, a todo régimen opresor. El film está absolutamente apoyado en la fotografía, que ha ganado varios premios con justicia: cada plano ostenta una cuidada composición y su luz conveniente. Oscuridad, juegos de claroscuros, contraluces cuidadosamente fotografiados ponen imagen a las palabras. Sin embargo, este efecto calculadamente bello se hace tan evidente y reiterado que después de un rato termina por hastiar, al igual que los largos monólogos que carecen de tratamiento cinematográfico. La música, que transita diferentes géneros y épocas, oscila entre una función decorativa y la de subrayar los momentos más intensos del melodrama. La economía temporal aquí hubiera logrado un film más disfrutable, pero sus tres horas de metraje debilitan todo interés lírico.

La anécdota de Bungalow (Ulrich Köhler, 2002) es mínima, pero sirve para poner en evidencia el vacío, la desorientación y el inconformismo de la juventud alemana, Un muchacho deserta del ejército y se refugia en la casa paterna, donde transcurren sus tiempos muertos, estancos, sin que ningún hecho externo altere su pasiva rebelión. Momento de pasaje de la juventud a una madurez que el muchacho se niega a asumir, filmada por un discípulo de aquellos maestros del nuevo cine alemán.

La menos lograda de las películas en competencia que pude ver fue la argentina Un día de suerte (Sandra Gugliotta, 2001), que tendrá su crítica en este sitio cuando llegue su estreno.

Consagrados
El Festival permitió conocer las últimas películas de algunos directores europeos consagrados. Me referiré a algunas obras de Alexander Sokurov, Werner Herzog, el dúo Straub-Danièlle Huillet y Michael Snow.

Sokurov nos asombró hace unos años con su Madre e hijo. En esta ocasión pude ver A Humble Life y Elegy Of a Voyage, dos mediometrajes. La última (Elegía de un viaje, 2001) fue realizada a pedido del museo Boijmans van Beuningen de Rotterdam. Una voz en off, en primera persona, relata el viaje de un personaje (la silueta del director) que –como en un sueño– se encuentra en espacios desconocidos, sin comprender cómo ni por qué llegó hasta allí. Por momentos, hay una duplicación entre el relato y la imagen que estamos viendo, que recorre sus desplazamientos hasta llegar a un viejo museo e identificarse con un cuadro del gótico flamenco. Sokurov vuelve a realizar una elaboración con la imagen: alargamientos, ondulaciones, impresiones acuáticas, con unos sepias y grises que sólo él sabe lograr.

Si aquella era la elegía de un viaje, A Humble Life (Una vida humilde, 1997) es la elegía de la melancolía, nuevamente otro film pictórico. Sokurov filma un día en la vida de una anciana japonesa que habita en soledad una vieja casa en la montaña, dedicada a la fabricación artesanal de kimonos para la venta. El film rescata un Japón tradicional que se resiste a morir, en una casa de los viejos tiempos, de madera y papel, y la ermitaña realiza su trabajo como un acto meditativo, con lentos movimientos cargados de tensión. La cámara registra sus gestos con primerísimos planos de su rostro, en imágenes que son un pasaporte a la melancolía. El trabajo con la fotografía se completa con su particular tratamiento de la luz y el color, y una imagen nebulosa. Pero tan notable como la imagen es la banda sonora, de una riqueza sorprendente, que a falta de diálogos aprovecha cada crujido de la madera, cada gota que cae en el agua, cada inspiración y exhalación de la anciana. Ambos films piden tal vez un paso más, otra vuelta de tuerca, pero quien amó Madre e hijo, se extasió al verlos.

Invincible (Invencible, 2000) no está a la alltura del cine de Herzog que conocemos. Siempre he sido su fan, creo que es el mejor director de lo que se llamó entonces el nuevo cine alemán, pero de esta película sólo rescato lo que tiene de parecido con El enigma de Kaspar Hauser. Todo lo demás forma parte de un producto que parece dirigido al mercado norteamericano (está hablada en inglés) y carece del aspecto delirante, romántico y original que caracteriza el cine de Herzog. Amante de los freaks, el del título es un hombrón, herrero judío de un pueblito de Polonia antes de la guerra, que va a parar como atracción a un teatro de variedades. Su dueño es nada menos que Hanussen, el personaje histórico de quien se ocupara Iztván Szabó en la película homónima, interpretado en este caso por el maquiavélico Tim Roth. En ese teatro la ambición de poder se cruza con la ingenuidad y las buenas intenciones del protagonista. La visión del ascenso del nazismo es estereotipada y torpe, y sólo el personaje central y sus sueños quedaron a salvo de mi decepción.

La pareja Jean-Marie Straub/Danièlle Huillet realiza en Sicilia! (1999) la trasposición de pasajes de una novela de Elio Vittorini que reflejan la situación del emigrado que regresa a los orígenes. El film conserva su carácter literario, y los personajes dicen sus líneas en una actitud hierática, retórica, con un trabajo con la voz y el fraseado que produce en el espectador una fascinación y a la vez un distanciamiento emocional similar al de los actores con sus personajes. Si los actores de Bresson decían sus diálogos, los de Sicilia! los recitan. El encuentro de madre e hijo da lugar a reflexiones sobre la familia, la tradición, la comida y la muerte, alternadas con panorámicas en blanco y negro del entorno siciliano, que abarcan todo el espacio, pero también todo el tiempo.

Lo experimentado en ese film está llevado al extremo en Operai Contadini: en un único escenario, un bosque frondoso, varios actores simulan leer textos de Vittorini. La puesta es hierática, los personajes no se mueven de sus puestos y la lectura está despojada de toda emocionalidad, naturalidad o identificación con lo leído. La entonación, las pausas hacen atractiva la banda sonora, enriquecida por el permanente canto de los pájaros. Los textos son fragmentarios, basados en la historia del hijo pródigo, la emigración del campo a la ciudad, y su retorno. Pero la propuesta que me había subyugado en Sicilia! aquí me resultó abusiva, y a las dos horas parecía haber perdido su sentido.

Me interesaba conocer el último trabajo del experimentalista Michel Snow, aunque ese cine no es precisamente mi fuerte. Pero quería saber qué hace actualmente, así que me sometí a la experiencia de Corpus Callosum, donde Snow incorpora la tecnología digital a su conocido ejercicio sobre la imagen. En gran parte, se trata de la filmación de distintos personajes dentro de oficinas u otras habitaciones, cuyas formas son sometidas a toda suerte de distorsiones: estiramientos, hinchazones, des y re apariciones interesantes pero que al cabo de un rato terminaron por resultarme demasiado... callosas.

Josefina Sartora