En el epicentro de un país en crisis, con su economía paralizada, su
política oscilante entre la genuflexión y la catatonía, su educación
desintegrándose en pedazos, sus grupos sociales procurando organizarse, la
cultura se ha erigido –junto a las asambleas barriales y de todo tipo– en un
lugar de la resistencia, el espacio donde la llama continúa encendida.
Durante diez días, del 18 al 28 de abril de 2002, el Festival de Cine
Independiente de la ciudad de Buenos Aires fue la otra Argentina, la que se
niega a morir, la que busca ávidamente otras vías de acceso, de alimentación
y crecimiento.Ciento veintisiete mil personas, en su mayoría muy jóvenes,
se asomaron a un cine que no suele llegar a nuestras pantallas, un cine al
margen de aquello que las distribuidoras tradicionales deciden dar a
conocer. Ya sabemos que el concepto independiente es muy discutido.
Realizadores que comenzaron al margen del sistema comercial terminaron
absorbidos por la maquinaria de Hollywood, pero en general, este Festival
tiene el objetivo de presentar un cine que difícilmente tendrá difusión
comercial ulterior entre nosotros. Su director Eduardo Antín (Quintín) y
Flavia de la Fuente ya sentaron las bases de estos objetivos en la edición
de 2001, y la de este año significó la continuidad de esa línea. Ambos
recorrieron durante un par de años los festivales de todo el mundo
occidental, de Cannes a Vancouver, de Rotterdam a Karlovy Vary, en busca del
material que presentarían estos días. Junto a ellos, Luciano Monteagudo y
Marcelo Panozzo integraron el equipo de programadores.
Centrémonos en las películas, todo un tema. La abundancia de material fue
tal vez lo mejor y lo peor del Festival. Lo mejor, la posibilidad de conocer
realizadores nunca vistos, cinematografías nunca transitadas. Lo peor, la
imposibilidad de abarcar, en 10 días, 170 películas. Este tema fue debatido
en los pasillos por todos los espectadores, extraviados en una grilla
hiperabundante, sin muchas referencias a la hora de hacer la selección,
corriendo el riesgo de perderse lo importante, pues todos sabíamos que al
elegir un film, a veces a ciegas, estábamos perdiendo los cuatro o cinco que
ese exhibían simultáneamente. Si bien casi todos los títulos fueron
programados dos o tres veces, hubo casos de pérdidas irrecuperables. Por lo
menos en fílmico. Porque un gran acierto del Festival fue la existencia de
una videoteca, donde por turnos se podía acceder al 90% de la programación,
disponiendo de los videos en cabinas individuales. Para quienes quieran ver,
o rever algún título, esta videoteca permanecerá un tiempo abierta al
público en el Teatro San Martín.
Qué hacer, qué ver
Personalmente, traté en primera instancia de estudiar el catálogo, muy
prolijo y ordenado según las distintas secciones en que estaban clasificadas
las películas: las que participaban en la Competencia, Lo Nuevo de lo Nuevo
en el cine argentino y la obra de los compatriotas que filman en el
exterior, el Panorama del Cine Independiente Internacional, los consagrados
y desconocidos Directores en Foco, el cine político de Globalización y
Barbarie, la Muestra del Nuevo Cine Napolitano, las Retrospectivas, el cine
freak o violento de Tarde o Temprano, los Work In Progress. Sin
embargo, el boca a boca de los pasillos, las experiencias de los colegas,
los comentarios de Jorge Bernárdez, recolector y filtro de opiniones
invalorable en la Sala de Prensa, fueron de más ayuda que el catálogo. Y mis
propios intereses, que me llevaron a priorizar en esa abundancia el cine
oriental, muy bien representado, y algunos directores que me atraen
particularmente, como Sokurov o la pareja Straub-Huillet. Mi criterio
siempre fue elegir aquellas películas cuyo estreno comercial es dudoso,
puesto que siempre habrá oportunidad de ver los films con distribución local
garantizada. Con esas consignas, y algún capricho o berretín de último
momento, pude ver 35 películas de todo tipo, gracias a que el programa se
cumplió en un 95%. No sabemos por qué, pero el Festival anunció todas las
películas con su título en inglés, tal vez por un compromiso con la
distribución, pero yo trataré de mencionar sus títulos traducidos al
castellano.
Delicias de Oriente
No es secreto mi interés por el cine que se realiza más allá de Europa
Central, o allende el Pacífico. En ese campo, la figura fuerte, la
revelación del Festival fue el director taiwanés Hou Hsiao-hsien (entre
nosotros pronunciado Ju Yao-yen y abreviado HHH), considerado hoy uno
de los más grandes realizadores de Oriente. Una retrospectiva difundió once
de sus películas, de las cuales pude ver cuatro: Good Men, Good Women,
Goodbye South, Goodbye, Flowers Of Shanghai y
Milennium Mambo.
HHH propone códigos personales, cercanos al cine europeo posneorrealista
y que nada deben a los tópicos y lenguajes del cine comercial yanqui. Cada
film trae una propuesta diferente, aunque hay temas y motivos que atraviesan
todos los que pude ver, además de la presencia repetida del actor Jack Kao.
Aunque la anécdota no es lo que más interese, sus películas tratan dramas
individuales absolutamente ligados a la historia de Taiwán, que se hace
sentir como el contexto que a veces toca una tercera cuerda, o que
directamente avanza hasta un primer plano, como en el caso de Buenos
hombres, buenas mujeres (1995). Film complejo, en el que se juega con el
cine dentro del cine: la protagonista es una actriz que filma una película
sobre un grupo de taiwaneses que viajan al continente a unirse a la
resistencia a la ocupación japonesa de los años ‘40, y la narración alterna
los momentos contemporáneos, en color, con el film enmarcado, en riguroso
blanco y negro. Además, se intercalan flashbacks de la historia personal de
la joven, con sus variaciones de pérdidas y soledad, que convierten la
estructura narrativa de distintos niveles en un laberinto fascinante. Aunque
cada film parece un mundo cerrado con respecto a los demás, lo
característico del cine de Hsiao-hsien es el trabajo con la cámara, las
tomas muy largas mientras se desarrolla toda la escena, la cámara que se
aleja sin detenerse en ningún primer plano, y queda fija, o a lo sumo, gira
sobre su eje. Tal vez sea la profundidad de campo su elemento básico, que
permite el paulatino devenir de la acción, aunque ésta sea mínima,
complementado por el plano secuencia, una técnica que recuerda a Mizoguchi.
En este film, nunca vemos claramente los rostros de los personajes, los
juegos de luz y claroscuros y la cámara lejana convierten cada plano en una
composición concebida con una fuerte oscuridad.
Los personajes siempre son sujetos atravesados por el acontecer, por la
historia que determina sus acciones, sus voluntades. Tal vez algunos digan
que es difícil entrar en los mundos de HHH, dejarse afectar por los dramas
de sus personajes; son mundos distantes de la sensibilidad occidental. Yo
creo que ésta es la riquísima posibilidad del cine, que este Festival, como
el anterior, nos ha brindado, con su fuerte punto de apoyo en el cine de
Oriente. La oportunidad de acceder a mundos, historias y emotividades
alejadas de las nuestras.
Menos distante es el último film de HHH, Milennium Mambo (2001),
retrato de las nuevas generaciones sin rumbo. No sólo presenta el vacío
contemporáneo, también obliga a pensarlo. La cámara fija a la altura del
estómago es un testigo implacable de la pasividad de una pareja marginal.
Los espacios se reducen al exiguo ambiente de un departamento y de una
discoteca, ámbitos de deshumanización. Es originalísimo su trabajo con la
luz y la imagen, que confiere a los planos una abstracción coincidente con
la música tecno que los acompaña. La posibilidad de emigrar al Japón está
vista idílicamente, aunque adivinamos que tampoco allí hay salida. También
Goodbye South, Goodbye (Adiós sur, adiós, 1996) se ocupa de
los jóvenes, en este caso dos gángsters algo inútiles que fracasan en todos
sus cometidos, transformados en seres itinerantes. Con rasgos de humor
(oriental) y violencia, sobrevuela la denuncia de la corrupción política de
los ‘90, aliada a las mafias.
Mi preferida fue la exquisitamente bella Flowers Of Shanghai (Flores
de Shanghai, 1998). Aunque la película hace una apuesta muy fuerte,
trabajando con un encuadre básico: cámara fija con un solo plano que dura
toda la escena, cada una en un ambiente distinto de una casa de geishas, a
fines del siglo XIX. La cámara sólo gira sobre su eje, a excepción de los
momentos de encuentro de los clientes en la sala común, en los cuales la
cámara rodea la mesa, pero también aquí sigue la fórmula una escena=un
plano, con fundidos a negro entre uno y otro. La cámara fija con su campo
limitado realza la importancia del fuera de campo, más presente que nunca.
La interrelaciones de los personajes, los juegos de poder entre hombres
poderosos y mujeres idem, la rivalidad entre las cortesanas, tienen lugar
mientras se come y conversa en los espacios cerrados. Una vuelta de tuerca
sobre la puesta en escena –ambientación, vestuario y actrices en un
decadente fin de siglo– que resulta fascinante. Y la oportunidad de conocer
un poquito sobre la vieja profesión femenina, en su versión oriental. Se
habla extraoficialmente de su estreno, y es imperdible.
Intermezzo
No sólo de películas se compuso el Festival. En el Malba, en los
pasillos del Abasto y en su Punto de Reunión hubo entrevistas a los
realizadores presentes, mesas redondas, presentación de libros y revistas de
cine –excelente el número de Kilómetro 111 sobre cine político–,
conjuntos musicales, en fin, el ámbito dio para todo. Sé que hubo también
fiestas, pero no fui invitada a ninguna, tal vez reservadas para
extranjeros, amigos, los críticos de los grandes medios y de la revista
El Amante. Pero siempre teníamos la oportunidad de compartir un café e
intercambiar opiniones con colegas internacionales como el célebre David
Walsh y el ya familiar Jonathan Rosenbaum.
Otra vuelta por Oriente
Los programadores del Festival dieron un fuerte respaldo a
Mirror Image (Imagen en el espejo, 2001), cuya productora –la crítica
taiwanesa Peggy Chiao– integró el jurado de la Competencia. Esta opera prima
de Hsiao Ya-chuan, ayudante de Hou Hsiao-hsien, presenta una de esas
situaciones absurdas, graciosas y deprimentes, caras a los orientales. En el
estrecho ambiente de una casa de empeños, filma los gestos banales
cotidianos del dueño de la tienda y su novia. Paralela y secretamente, el
muchacho se relaciona con una vendedora ambulante y transgresora, con quien
recorre los subterráneos vendiendo objetos de su tienda. En encierro
claustrofóbico, la rutina de una vida sin sorpresas contrasta con el riesgo
de la aventura siempre al borde, en los límites, que tiene lugar en los
pasillos del subte. Film menor de alguien que promete.
Una de las perlas del Festival del año pasado había sido La isla,
del coreano Kim Ki-duk. Quienes la vimos, conservamos su recuerdo como una
de las mejores revelaciones del momento aquel. Afortunadamente, en el
Festival de Mar del Plata pude ver Address Unknown, también
proyectada aquí en la sección Directores en Foco, junto a Birdcage Inn
y Bad Guy. Como sucede con HHH, es difícil transmitir en pocas líneas
el mundo cinematográfico de Kim Ki-duk, el efecto que logra en el
espectador. El tema recurrente en todos sus melodramas –género que cultiva
casi exclusivamente– es el de la violencia, el sexo, y la prostitución como
salida inexorable para la mujer, siempre sometida.
En Address Unknown (Domicilio desconocido, 2001) toda la
crudeza coreana está al servicio de la denuncia de las secuelas de la guerra
y la ocupación yanqui. La presencia de los soldados (siempre filmados
entrenando en sus maniobras, sus aviones saliendo y llegando a la base)
determina las vidas de los personajes. El protagonista es fruto de esa
presencia, su madre una moderna Madame Butterfly que escribe periódicamente
al americano que le ha dejado un hijo, pero sus cartas son siempre devueltas
con el sello "destino desconocido". Los personajes llevan en el cuerpo las
marcas de esa ocupación, como una memoria imborrable. Lo más brutal del cine
coreano exhibe un estado de violencia primitiva, sin la sutileza de La
isla pero con igual contundencia.
La pensión de Birdcage Inn (La posada de la jaula de los
pájaros, 1998) sobrevive gracias al servicio de las prostitutas que allí
viven, un burdel de características muy particulares. Una relación especular
se establece entre la joven dueña de casa y la prostituta degradada. El mar,
constante presencia en los films de Ki-duk, atempera los efectos de la
violencia sexual.
Las constantes situaciones de violencia emocional tienen su mejor
expresión en Bad Guy (Chico malo, 2001). El cabecilla de una
banda es víctima de un amour fou hacia una estudiante que lo
desprecia, desencadenando un proceso de venganza y degradación, y el hombre
la obligará a prostituirse. El le hará conocer su aspecto más oscuro,
mientras la observa con amor, y ese sentimiento les permitirá redimirse. En
todos los films que vimos, hay una exploración de los aspectos ocultos de
los personajes, un asomarse a las propias zonas desconocidas. El tema se
relaciona con la importancia atribuida a la mirada, a la observación y
espionaje que se establece entre los personajes. Si las mujeres están
sometidas al poder de los hombres, éstos son víctimas de su propio deseo
incontrolable. "Las hormonas de los hombres son así", dice uno de los
personajes. Todos viven presos, como en la jaula de los pájaros: de sus
instintos, de las condiciones sociales de una Corea marginal, y de la
violencia. Sin embargo, los finales de las películas de Ki-duk siempre
presentan una vuelta de tuerca de la que no está ausente el elemento mágico,
la posibilidad de que las cosas ocurran de otra manera, la idea de una
libertad posible.
Los festivales anteriores habían traído ya algo del versátil y prolífico
Takashi Miike, un realizador japonés que es capaz de filmar hasta seis o
siete películas en un año. Y en todas rige el mismo delirio, exceso y locura
que le ha ganado tantos adeptos entre la juventud. Inolvidable su
Audition del año pasado. Hace dos años triunfó aquí Dead Or Alive,
y ahora presentó –junto a otras dos– Dead Or Alive 2: Birds (2000).
Historia de dos asesinos profesionales que deben matar al mismo jefe mafioso
y resultan ser amigos de la infancia, criados en el mismo orfanato. Buscados
por la mafia yakuza, escapan a la isla que los vio crecer, en busca del
pasado, de la seguridad y de la compañía fraternal. Como en el cine de
Kitano, un particular tratamiento de la violencia extrema se combina con los
sentimientos vívidamente expresados. Pero lo más original en Miike es el
aprovechamiento de los recursos para lograr una narración exclusivamente
cinematográfica: intertítulos, objetos que se desplazan por el aire, muertes
en masa, planos de los planetas, alas que crecen en las espaldas de los
personajes, en fin, la sorpresa, el humor, la libertad total para no atarse
a ningún género. Y me perdí The Happiness Of The Katakuris, al
parecer otra muestra cabal de su originalidad.
Song Il-gon es un director coreano laureado en su país y en Cannes. En su
Flower Island (La isla de las flores, 2001) el destino une a tres
mujeres perdedoras camino de la isla de la flores en el Mar del Sur, lugar
de felicidad donde todas las penas son olvidadas. Claro que el camino al
Paraíso nunca es en línea recta, y el film se convierte en una
particularísima road movie femenina. Incluso la mirada parece
femenina, por lo que sugiere sin especificar, con una permanente melancolía
que recuerda el fantasma permanente de la muerte.
Last, But Not Least, considero que el último film de Tsai Ming-liang,
What Time Is It There? (¿Qué hora es allí?, 2001), fue lo
mejor del cine oriental que pude ver. Ya conocíamos el cine de este
taiwanés, quien con su imagen minuciosamente despojada, austera, silenciosa
pero elocuente, dedica su arte y su poesía a la soledad de la gente del
Taiwán urbano, y también universal. La incomunicación, la desesperanza
vuelven a hacer cuerpo en unos pocos personajes que cruzan sus caminos, sus
obsesiones. Un joven vendedor callejero de relojes conoce una muchacha que
viaja a París, y busca un reloj que marque la hora de ambos lugares. El
muchacho queda con esa idea fija, y recorre toda la ciudad cambiando la hora
de los relojes públicos de Taipei por la de París, mientras ve repetidas
veces Los 400 golpes, guiño que habla de las preferencias de
Ming-liang. Su padre acaba de morir, y su madre está obsesionada con la idea
de que su marido va a reencarnar y presentárseles en cualquier momento. La
muchacha, entretanto, visita París en una abrumadora soledad, y allí
encuentra a un Jean-Pierre Léaud (el actor de aquel film francés)
envejecido, que es la caricatura de sí mismo. El film juega con la idea de
las acciones simultáneas y los mundos paralelos, las coincidencias de la
soledad de madre e hijo y de la joven viajera de quien poco sabemos. Los
actores son los mismos de sus películas anteriores. Magníficamente filmada,
con largas y silenciosas tomas con cámara fija, rostros impertérritos,
Ming-liang entrega lo mejor desde El agujero.
¡Cuánto comen en las películas orientales! Cuando terminó el Festival, no
pude evitar correr hacia la avenida Córdoba, para comer fideos con pato
cantonés y verduras chinas.
Competencia
Es sabido que esta sección suele ser una de las más débiles del
Festival. La componen en general operas primas de nuevos realizadores que no
pueden acceder a los festivales mayores, y vienen a foguearse en festivales
menores como lo son el de Buenos Aires o el de Mar del Plata. Sus películas
nunca están a la altura de las secciones como Directores en Foco, o las
retrospectivas de los consagrados. Este año no fue una excepción. El nivel
fue flojo, y lamentablemente no vi la película premiada, Tornando a casa
(Volviendo a casa, Vincenzo Marra, 2001).
Una de mis preferidas –dentro de la mediocridad– fue Kwik Stop
(2001), película estadounidense de Michael Gilio, una road movie de dos
personajes que nunca se deciden a partir, a dejar atrás los ambientes
pueblerinos que los oprimen. El film muestra el patio trasero de los Estados
Unidos, que sólo se ve en las películas independientes. Sin embargo, aunque
nunca salgan al camino, los personajes (buenas actuaciones de Lara Philips,
Sunny Seigel y el mismo Gilio) viven su proceso de evolución.
Otra road movie, pero muy diferente, es la rumana Marfa Sii Banji
(algo así como Guita y merca; de Cristi Puiu, 2001), una de
las sorpresas del Festival. Concebida a la manera en que Kiarostami filma
mundos encerrados dentro de los automóviles, vemos el recorrido de tres
jóvenes que deben viajar de una ciudad a otra de Rumania para entregar un
bolso con medicamentos sospechosos. Algunos la han comparado con Duelo a
muerte, de Steven Spielberg (1971), pero la única semejanza es que
alguien no identificado los persigue. Aquí sí podemos imaginar quiénes son
los perseguidores, y además existe una razón muy evidente. También en ésta
los protagonistas saldrán modificados de su viaje, al enfrentar un mundo
despiadadamente cruel. El film tiene muchos puntos débiles, pero resulta una
muestra interesante de una cinematografía que desconocíamos.
Mi otra favorita, mucho más sorprendente, revulsiva e inquietante, fue
Un lugar en la Tierra, del joven director ruso Artur Aristakisyan
(2001). Filmada en un edificio derruido que alberga una comunidad de hippies
cuyo emblema es el amor indiscriminado. Allí resisten al orden establecido,
su ocupación es no hacer nada, echados en el piso los unos sobre los otros,
hacinados en medio de la mugre y el humo de la hierba, con actores
que son verdaderos marginales, gente sin hogar, desocupados. Ese mundo
alucinante está visto desde la mirada de una mendiga, que acude al lugar en
busca de amor, y desciende a los profundos infiernos. El film pretende ser
una parábola crítica de la situación del mundo actual y, como dijo el
director al presentarlo, "los personajes son cada uno de nosotros". Extraña,
radical, sin términos medios, deja una fortísima impresión en el espectador.
No recibió ningún merecido premio, a pesar de que los jurados decidieron que
muy pocos se fueran sin algún consuelo.
No podía faltar el film oriental en competencia, y este año fue Anyang
Orphan (Wang Chao, 2001), una historia dura que muestra la
transformación que sufre la China de hoy. Un bebé abandonado cruza los
destinos del desocupado que lo encuentra, la madre prostituta que no puede
ocuparse de él, y un supuesto padre mafioso. Es la historia de seres
solitarios, marginales, víctimas de una sociedad que no tiene lugar para
ellos. El director es obviamente seguidor de Tsai Ming-liang; suyos son los
temas de la soledad e incomunicación, suyos son los larguísimos planos
silenciosos. Mínima, patética, aunque nunca llega al nivel dramático de su
maestro.
Lavoura Arcaica (A la izquierda del padre, Luiz Fernando
Carvalho, 2001) acaba de tener su estreno comercial. Fue una de las
preferidas del público, no de las mías, pues la encontré demasiado
literaria, reiterativa y efectista. Se trata de la transposición al cine de
la novela de Raduan Nassar, citada permanentemente. Escritor de raigambre
libanesa, elaboró una variación sobre la historia del hijo pródigo, con sus
derivaciones de incesto y culpa, a la que se suman los excesos del amor. El
conflico entre la ley y el deseo es a la vez una crítica a la sociedad
patriarcal y autoritaria y, por extensión, a todo régimen opresor. El film
está absolutamente apoyado en la fotografía, que ha ganado varios premios
con justicia: cada plano ostenta una cuidada composición y su luz
conveniente. Oscuridad, juegos de claroscuros, contraluces cuidadosamente
fotografiados ponen imagen a las palabras. Sin embargo, este efecto
calculadamente bello se hace tan evidente y reiterado que después de un rato
termina por hastiar, al igual que los largos monólogos que carecen de
tratamiento cinematográfico. La música, que transita diferentes géneros y
épocas, oscila entre una función decorativa y la de subrayar los momentos
más intensos del melodrama. La economía temporal aquí hubiera logrado un
film más disfrutable, pero sus tres horas de metraje debilitan todo interés
lírico.
La anécdota de Bungalow (Ulrich Köhler, 2002) es mínima, pero
sirve para poner en evidencia el vacío, la desorientación y el inconformismo
de la juventud alemana, Un muchacho deserta del ejército y se refugia en la
casa paterna, donde transcurren sus tiempos muertos, estancos, sin que
ningún hecho externo altere su pasiva rebelión. Momento de pasaje de la
juventud a una madurez que el muchacho se niega a asumir, filmada por un
discípulo de aquellos maestros del nuevo cine alemán.
La menos lograda de las películas en competencia que pude ver fue la
argentina Un día de suerte (Sandra Gugliotta, 2001), que tendrá su
crítica en este sitio cuando llegue su estreno.
Consagrados
El Festival permitió conocer las últimas películas de algunos directores
europeos consagrados. Me referiré a algunas obras de Alexander Sokurov,
Werner Herzog, el dúo Straub-Danièlle Huillet y Michael Snow.
Sokurov nos asombró hace unos años con su Madre e hijo. En esta
ocasión pude ver A Humble Life y Elegy Of a Voyage, dos
mediometrajes. La última (Elegía de un viaje, 2001) fue realizada a
pedido del museo Boijmans van Beuningen de Rotterdam. Una voz en off, en
primera persona, relata el viaje de un personaje (la silueta del director)
que –como en un sueño– se encuentra en espacios desconocidos, sin comprender
cómo ni por qué llegó hasta allí. Por momentos, hay una duplicación entre el
relato y la imagen que estamos viendo, que recorre sus desplazamientos hasta
llegar a un viejo museo e identificarse con un cuadro del gótico flamenco.
Sokurov vuelve a realizar una elaboración con la imagen: alargamientos,
ondulaciones, impresiones acuáticas, con unos sepias y grises que sólo él
sabe lograr.
Si aquella era la elegía de un viaje, A Humble Life (Una vida
humilde, 1997) es la elegía de la melancolía, nuevamente otro film
pictórico. Sokurov filma un día en la vida de una anciana japonesa que
habita en soledad una vieja casa en la montaña, dedicada a la fabricación
artesanal de kimonos para la venta. El film rescata un Japón tradicional que
se resiste a morir, en una casa de los viejos tiempos, de madera y papel, y
la ermitaña realiza su trabajo como un acto meditativo, con lentos
movimientos cargados de tensión. La cámara registra sus gestos con
primerísimos planos de su rostro, en imágenes que son un pasaporte a la
melancolía. El trabajo con la fotografía se completa con su particular
tratamiento de la luz y el color, y una imagen nebulosa. Pero tan notable
como la imagen es la banda sonora, de una riqueza sorprendente, que a falta
de diálogos aprovecha cada crujido de la madera, cada gota que cae en el
agua, cada inspiración y exhalación de la anciana. Ambos films piden tal vez
un paso más, otra vuelta de tuerca, pero quien amó Madre e hijo, se
extasió al verlos.
Invincible (Invencible, 2000) no está a la alltura del cine de
Herzog que conocemos. Siempre he sido su fan, creo que es el mejor
director de lo que se llamó entonces el nuevo cine alemán, pero de esta
película sólo rescato lo que tiene de parecido con El enigma de Kaspar
Hauser. Todo lo demás forma parte de un producto que parece dirigido al
mercado norteamericano (está hablada en inglés) y carece del aspecto
delirante, romántico y original que caracteriza el cine de Herzog. Amante de
los freaks, el del título es un hombrón, herrero judío de un pueblito
de Polonia antes de la guerra, que va a parar como atracción a un teatro de
variedades. Su dueño es nada menos que Hanussen, el personaje histórico de
quien se ocupara Iztván Szabó en la película homónima, interpretado en este
caso por el maquiavélico Tim Roth. En ese teatro la ambición de poder se
cruza con la ingenuidad y las buenas intenciones del protagonista. La visión
del ascenso del nazismo es estereotipada y torpe, y sólo el personaje
central y sus sueños quedaron a salvo de mi decepción.
La pareja Jean-Marie Straub/Danièlle Huillet realiza en Sicilia!
(1999) la trasposición de pasajes de una novela de Elio Vittorini que
reflejan la situación del emigrado que regresa a los orígenes. El film
conserva su carácter literario, y los personajes dicen sus líneas en
una actitud hierática, retórica, con un trabajo con la voz y el fraseado que
produce en el espectador una fascinación y a la vez un distanciamiento
emocional similar al de los actores con sus personajes. Si los actores de
Bresson decían sus diálogos, los de Sicilia! los recitan. El
encuentro de madre e hijo da lugar a reflexiones sobre la familia, la
tradición, la comida y la muerte, alternadas con panorámicas en blanco y
negro del entorno siciliano, que abarcan todo el espacio, pero también todo
el tiempo.
Lo experimentado en ese film está llevado al extremo en Operai
Contadini: en un único escenario, un bosque frondoso, varios actores
simulan leer textos de Vittorini. La puesta es hierática, los personajes no
se mueven de sus puestos y la lectura está despojada de toda emocionalidad,
naturalidad o identificación con lo leído. La entonación, las pausas hacen
atractiva la banda sonora, enriquecida por el permanente canto de los
pájaros. Los textos son fragmentarios, basados en la historia del hijo
pródigo, la emigración del campo a la ciudad, y su retorno. Pero la
propuesta que me había subyugado en Sicilia! aquí me resultó abusiva,
y a las dos horas parecía haber perdido su sentido.
Me interesaba conocer el último trabajo del experimentalista Michel Snow,
aunque ese cine no es precisamente mi fuerte. Pero quería saber qué hace
actualmente, así que me sometí a la experiencia de Corpus Callosum,
donde Snow incorpora la tecnología digital a su conocido ejercicio sobre la
imagen. En gran parte, se trata de la filmación de distintos personajes
dentro de oficinas u otras habitaciones, cuyas formas son sometidas a toda
suerte de distorsiones: estiramientos, hinchazones, des y re
apariciones interesantes pero que al cabo de un rato terminaron por
resultarme demasiado... callosas.
Josefina Sartora