¿Es la vida básicamente una 
    comedia, o constituye en realidad una tragedia... y la comedia una vía 
    mediante la cual el ser humano intenta escapar de su sino trágico? Tal la 
    disyuntiva clásica que Woody Allen vuelve a plantear en su penúltimo film 
    (después hizo Match Point, aún no estrenado en Argentina). Pone ese 
    dilema en boca de dos autores teatrales, alter egos del director, esos 
    personajes intelectuales neoyorquinos sentados a la mesa de los sempiternos 
    restaurantes del cine de WA, quienes imaginan una historia en doble 
    registro.
    La espiral descendente de su 
    filmografía parece estar dando un vuelco –parece que en Match Point, 
    que acaba de mostrar en Cannes, sigue mejorando–, y Allen recupera algo del 
    tono que le ganó adeptos incondicionales (como yo). Tampoco exageremos: 
    Melinda y Melinda ha resultado un poco mejor que sus últimas películas, 
    sin llegar por eso al nivel de los años '80. Lo más interesante es que aquí 
    WA vuelve a experimentar con las posibilidades del cine, como en La rosa 
    púrpura del Cairo, aunque ese ejemplo permanece insuperado.
    La 
    llegada inesperada de una mujer perturbada a una comprometida cena de 
    negocios puede ser interpretada de maneras muy diferentes según sea el 
    espíritu del autor teatral. Melinda puede convertirse en la angustiada 
    víctima de irreversibles tragedias: un matrimonio frustrado, un crimen, la 
    privación de sus hijos, dolores todos que mitiga ávidamente con el alcohol, 
    las pastillas y el cigarrillo. Por el contrario, según otro punto de vista 
    esa irrupción puede desencadenar una historia amable y divertida de comedia 
    romántica entre una Melinda más relajada y su vecino. Aquí llegamos al 
    segundo aspecto importante: nuevamente, WA ha cedido su lugar a otro actor. 
    Por fin parece haber comprendido que ya no tiene el physique du rôle 
    de seductor de jovencitas, y en sus últimas películas han interpretado su 
    papel actores más jóvenes como John Cusack, Kenneth Branagh y en este caso 
    Will Farrel, quien de ninguna manera acierta con el tono para encarnar a 
    Woody. Las frases-clisé de actor de stand up comedy suenan 
    inarmónicas en su boca.
    El 
    relato está estructurado como un contrapunto entre ambas historias que se 
    desarrollan alternadamente, con Radha Mitchell como ambas Melindas. Esta 
    actriz australiana –que WA había visto en Enlace mortal– compone a la 
    bicéfala Melinda dándole los tonos adecuados para cada historia. Algo 
    excedida en su máscara trágica, crispada, colgada de su cigarrillo (¿todos 
    tuvimos vagos recuerdos de Sharon Stone?), pero ya se sabe: la tragedia 
    siempre es excesiva. El problema radica en que el tratamiento de su historia 
    no lo es, como si Allen no hubiera querido llevar al extremo ninguna opción. 
    Da su personal visión de la clásica alternativa entre comedia y tragedia, 
    cuya línea de separación actualmente considera muy, muy delgada. Años atrás, 
    por el contrario, Crímenes y pecados había presentado una fuerte 
    oposición entre ambas, y si entonces pareció que la vida era fuertemente 
    trágica, hoy el mordaz director la interpreta como una comedia.
    El grupo 
    de numerosos personajes secundarios queda a un costado, con actores algo 
    desaprovechados (Chloë Sevigny, Amanda Peet, Brooke Smith, el notable 
    Wallace Shawn). Algunos elementos articulan ambos relatos: los triángulos 
    amorosos, los dentistas, los músicos, las carreras de caballos, una lámpara 
    mágica, situaciones paralelas o especulares en ambas líneas narrativas, pero 
    éstos son sólo motivos que se repiten, porque las historias pretenden 
    discurrir por vías independientes, aunque exista cierta continuidad entre 
    ambas.
    Por 
    supuesto, reencontramos una vez más las marcas de estilo de la puesta en 
    escena que llevan su firma: la banda musical con clásicos de jazz, un 
    excelente fotógrafo (Vilmos Zsigmond sabe dar la luz dorada y la paleta de 
    infaltables colores cálidos, tierra, rojos y dorados que aparecen hasta en 
    los cuadros), el ambiente sofisticado de la clase media/alta neoyorquina.
    Son muy 
    evidentes las consecuencias de la pérdida de WA de sus dos musas: Diane 
    Keaton y Mia Farrow supieron inspirarle, soplarle al oído lo mejor de su 
    cine. Hoy, cada uno de sus films está apoyado en toda una filmografía 
    anterior, sin la cual alguno de ellos caería al abismo.
      Josefina Sartora