Ridley Scott atraviesa el peor y más exitoso momento de su carrera. Hace 20 
    años que no hace una película importante, más allás de la sobrevalorada 
    Thelma y Louise. Después de una trilogía excelente (Los duelistas, 
    Alien, Blade Runner), fue declinando hasta convertirse en un realizador 
    del montón. Pero con Gladiador y Hannibal no sólo se 
    transformó en un director ultrafamoso; también demostró que había perdido la 
    capacidad de narrar medianamente bien. La caída del halcón negro 
    marca el retorno de Scott como narrador y confirma al mismo tiempo que está
      dispuesto a filmar cualquier cosa con tal de seguir estando en el
      candelero.
    Tras la caída de las torres gemelas, los americanos sacaron a relucir su más 
    recalcitrante nacionalismo. En el cine se evidenció en dos sentidos: nada de 
    imágenes de la New York pre-atentado y un aluvión de películas bélicas de 
    propaganda.
    
    La caída del halcón negro es un intento ridículo de justificar la 
    invasión y el bombardeo norteamericano en paises subdesarrollados. Y se 
    desenmascara rápido, por sí sola.
    Scott filma el tercer mundo como Soderbergh: con una fotografía 
    amarillenta que hace de Somalía el país más sucio y temible del globo 
    terráqueo. Allí deben trasladarse los americanos para evitar que Aideed, "el 
    señor de la guerra", mate a los somalíes de hambre adueñándose de los 
    alimentos que envía la ONU. Por supuesto que lo primero que vemos es a sus 
    muchachos disparando a mujeres y niños que se acercan desesperados a la 
    montaña de comida.
    Entonces, los héroes entran en acción. Dos comandos especiales –los Delta 
    y los Ranger– unen sus fuerzas para una misión que en principio no presenta 
    complicaciones: tomar un edificio y secuestrar a dos secuases de Aideed. 
    Pero algo sale mal y la misión de secuestro se transforma en rescate. Un 
    Halcón Negro (helicóptero militar) cae en medio de la ciudad rodeado de 
    presencias hostiles (el jefe del escuadrón ya había dado la alarma cuando se 
    quejaba de que Washington no le había mandado vehículos más sofisticados 
    –léase: que el Estado invierta más plata para acciones militares–). 
    Entonces todo empieza a girar en torno de cómo sacar a los soldados heridos 
    antes de que los somalíes se los coman vivos.
    Los combates son narrados en plan de película de acción, un poco a la 
    manera de Rescatando al Soldado Ryan –cámara próxima, vertiginosa, 
    violencia extrema–, con héroes de película de acción. Es decir, personajes 
    que casi nunca muestran temor y están dispuestos a sacrificar sus vidas por 
    sus compañeros. Lo que no se puede negar, entre tanto patrioterismo y 
    heroísmo extremos, es que Scott le saca el jugo a las batallas. Son casi dos 
    horas de tensión ininterrumpida, contada con una destreza que en el director 
    parecía perdida.
    Para el espectador tolerante de la propaganda desembozada, la película 
    resultará sumamente entretenida, bien filmada, con actuaciones discretas y 
    un realismo extremo a la hora de transmitir el terror que se vive en una 
    zona de guerra. Después de todo, el género bélico siempre floreció –salvo 
    contadas excepciones– de la mano de los deberes patrióticos. La caída del 
    halcón negro es precisamente eso: una buena película de género, con una 
    ideología proyanqui, absolutamente conservadora.
    Ramiro Villani