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LA CELEBRACION
(Festen)

Dinamarca, 1998



Dirigida por Thomas Vinterberg, con Henning Moritzen, Ulrich Thomsen, Paprika Steen, Trine Dyrholm, Birthe Neumann.



El famoso Dogma 95, impulsado por el realizador danés Lars Von Trier, se asume alegremente como eso: un voto de castidad, una profesión de fe despojada de fundamentos (más allá de un par de invocaciones "antiburguesas" confusas y grandilocuentes, que utiliza como introducción). Concretamente consta de un decálogo en el que ciertas alternativas formales más o menos interesantes (y adecuadas según el caso, como filmar cámara en mano, prescindir de la música "de fondo" y usar luces naturales) se conjugan con prescripciones abstractas (como "el film no debe contener acciones superficiales") y mandamientos francamente delirantes (como el que en nombre del cine como producto colectivo prohíbe la mención del director en los créditos).

Hay dos cosas curiosas en torno de este dogma. Una es que su mentor saltó a la fama mundial con Europa (1991), un film hiperproducido, plagado de artificios y trucos publicitarios que parecen burlarse de los mentados mandamientos (que son diez, ni más ni menos). Pues bien: Von Trier nunca renegó de Europa. Ni siquiera se autocriticó. Y su obra ulterior, Contra viento y marea, es una esperpéntica combinación de los presuntos vicios "burgueses" (estilizados planos generales, música incidental, cámaras sobre el trípode) con algunos de los mandatos en ciernes (cámaras en mano) y una crueldad morbosa, subrayada como pocas veces. La otra curiosidad es que Thomas Vinterberg, también danés, devoto de Von Trier y suscriptor del Dogma, haya concretado una película estupenda sin sacar, o casi, los pies del plato.

La celebración gira en torno del sexagésimo cumpleaños de Helge (Henning Moritzen, insuperable), festejado junto a una veintena de familiares en una opulenta mansión campestre. La que se ha dado cita para cenar es una tragicómica galería humana. Está el anciano arterioesclerótico, condenado a repetir el mismo chiste cada tantos minutos. Los tíos y los primos racistas. La esposa acartonada. Y los hijos de Helge: Michael es torpe, bruto, un manojo de nervios. Helene es algo así como la joven rebelde del clan. No es tan joven, ni rebelde acaso, pero sale con un negro y supo simpatizar con los trotskistas... o socialdemócratas (qué más da: en una familia como esta es natural que su señora madre no perciba la diferencia). Linda no está, ya que se suicidó hace poco. Pero es como si estuviera ya que su hermano mayor, Christian, se ocupará de revivirla en el momento menos esperado, y deseado, por la concurrencia. Esto es: con un discurso que arranca formal, como los otros, religiosamente presidido por un golpeteo de la cucharita contra las copas de cristal... y culmina destrozando la engañosa calma entretejida por los presentes. Lo que dice Christian es que él y Linda, de niños, fueron violados reiteradas veces por el homenajeado.

Al principio el Dogma pesa sobre La celebración. La llegada de los invitados, las conversaciones relativamente rutinarias, previsibles, que introducen a la servidumbre y a los aristócratas. Las cámaras desprolijas, hiperkinéticas, y la iluminación deliberadamente menesterosa aparecen allí como un mecanismo ajeno –por anticipado– al devenir dramático. Pero Christian habla más temprano que tarde, y la bomba que deja caer resignifica las formas de la película. Que en adelante avanzará briosa, vigorosamente encabalgada, no en los preceptos del Dogma, sino en la férrea lógica que edificó para sí. La premisa es fuerte, porque instala una pregunta que quedará flotando: ¿dice la verdad Christian? Es que el joven –bastante solemne por lo demás– pasó una temporada en el manicomio y dará no pocas muestras de desequilibrio (varias de ellas acompasadas por sutiles toques humorísticos). Y el cumpleañero llegó a los 60 tan ominoso como aplomado, con lo que se complica decidirse por o tal o cual. Si algo faltaba, la versión oficial de la muerte de Linda es velozmente puesta en duda, incrementando la tensión.

Los cabos se irán atando, claro está, pero sin prisas ni pausas. La celebración es a un tiempo densa, ágil y atrapante. Duplica las escenas exquisitamente. Una y otra vez, los comensales vuelven a la mesa a reiterar mecánicamente sus rituales (brindis y discursos, incluidos los de un maestro de ceremonias impecable y torturante... llamativamente parecido al capitán Astiz). Pero en cada nueva etapa de la cena, signada por la llegada de un plato siempre más suculento que el anterior, la ceremonia parece dar otro paso trágico. La violencia explícita no es mucha; la contenida no podría ser mayor. La sensación de que todo está por estallar, por caso, es más frecuente –y mil veces más genuina– que en The Matrix. El otrora apacible conglomerado de burgueses será progresivamente redibujado –de la solemnidad a la abyección– en la medida en que ciertos vicios, y más que vicios, salgan a la luz. La unidad de lugar y la concentración del tiempo sugerirán, al fin, a un puñado de almas presas en su claustrofobia. No pueden seguir cómo están, en el lugar que están... ¡pero han estado allí durante tanto tiempo! El espanto será el hilo de otra progresión cabal: antes los amalgamaba en innumerables pactos de silencio. Ahora, ya sobre la mesa (literalmente incluso), empieza a dividir las aguas. Y sólo algunos se correrán de lugar. La celebración vuelve sobre el punto muerto de cierta burguesía a la deriva –anacrónica, demacrada, cadavérica, y sin embargo en pie– que ya fuera examinada por el gran Luis Buñuel (El ángel exterminador, 1962). De otro modo (por fortuna) habla de los mismos rasgos, ataca por los mismos frentes. El tono es igualmente inquietante, original, seductor.

Guillermo Ravaschino     

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