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Pantalla Pinamar 2005-2006


Viñetas pinamarenses


Vengo de la segunda edición del Encuentro Cinematográfico Argentino-europeo, más conocido como Pantalla Pinamar 2005-2006, que con sede en dicho balneario organizó el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales de la República Argentina, con el apoyo del municipio pinamarense y los auspicios de un puñado de empresas cuya mención les voy a ahorrar.

Hace tiempo que no visitaba Pinamar, y me sorprendí un poco: todo está lindo, prolijo, limpio, pero sin lujos obscenos a primera vista. Claro, en diciembre hay muy pocos turistas (los más pitucos de los cuales son –ya, de algún modo– lujos obscenos), y la infraestructura ad-hoc apenas empieza a insinuarse. En realidad lo obsceno está, pero en potencia. Vean, por ejemplo, esos enormes paneles de madera sobre aquel costado de la avenida Bunge: serán el esqueleto de un despampanante stand de Fiat promocionando test drives de sus nuevos modelos. Pero los paneles están amontonados, y a duras penas se lee “Fiat” sobre uno de ellos, en letras torcidas que están siendo enderezadas por un operario. Otros obreros todavía cortan maderas. Los autos también están, pero miren cómo: estacionados uno al lado del otro y todos completamente enfundados en lona oscura. Es un sereno espectáculo visual dominado por un tema –“trabajo”– pero que existe, y sólo existe, en función de otro espectáculo al que anticipa y del que es preparación. Ese segundo espectáculo tendrá poco o nada de sereno, mucho de visual, y su tema será “consumo”, o “ventas”: autos al descubierto, promotoras semicubiertas, compradores y vendedores (seducidos y seductores), luces. Habrá llegado el turno de la obscenidad.

Otra cosa que me sorprendió fue la intensa y sostenida afluencia de público a todas las funciones (18 mil espectadores repartidos entre algo más de 40 películas), cuando lo habitual en esta clase de eventos es que en las salas domine un puñado más o menos ingente de invitados especiales, críticos y periodistas. (Entre paréntesis: ¡cuántos periodistas y qué pocos críticos de cine!) Público pinamarense, pero también de Madariaga, Gesell y alguna que otra localidad no del todo próxima, cuya carencia de sala (y de cine, que no es lo mismo) explica la migración. Es que Pantalla Pinamar exhibió buenas películas, y a la gente común, aunque ya casi nadie lo crea... le gustan las buenas películas.

Por cierto que Pantalla Pinamar también ofreció muy buenas, malas y muy malas películas. Abordaré algunas de ellas cronológicamente. Es decir, en el orden en que las vi.

El buen destino (Argentina, 2005. Dirigida por Leonor Benedetto). Era miércoles por la tarde, hacía minutos que había llegado a Pinamar (cinco horas en micro). Abro el fixture y veo que a las 19 hs. proyectan en prestreno el primer largometraje guionado y dirigido por Leonor Benedetto. Me imagino un engorroso tour-de-force, aunque sólo dura los 90 minutos reglamentarios. Pero qué va: todavía tengo tiempo de ir a la playa, y de nadar, que tanto me energiza, para volver fortalecido, y optimista, a enfrentar El buen destino muy fresquito y sin prejuicios. Así lo hago y veo un drama costumbrista, ambientado en un pueblo sin nombre que por eso mismo, pero tambíén por muchos otros elementos, quiere ser todos los pueblos chicos del interior de la Argentina. Lo habitan personajes que tambíen quieren representar a millones, pero de tal modo (estereotipados, adictos a las frases altisonantes, amigos de los lugares comunes) que no consiguen reflejar a nadie. Federico Luppi rehace al profe progre al que jubilan de prepo en Lugares comunes, hay un policía increíblemente bueno y un “gobierno” al que Leonor (con la cola entre las patas tras el sonado affaire con el gobernador de San Luis, donde se filmó esta película) no podía dejar de “criticar”, pero del modo más estéril del mundo: un gobierno de otra galaxia, con un “Ministerio de Asuntos Sociales” y un discurso inconcebible, imposible de asociar con funcionarios o administraciones de carne y hueso. Ya en el límite con lo bizarro: unos jóvenes fascistas encabezados por el protagonista de la tira televisiva “¿Quién es el jefe?”, con los que el profe Luppi y el buen policía intentan conciliar posiciones.

Monobloc (Argentina, 2004. Dirigida por Luis Ortega). Este film ha sido criticado en estas páginas en el marco de la cobertura de Bafici 2005. Pero yo no lo había visto. En dos departamentos de un monobloc espectral (nadie más parece poblarlo), tres mujeres, más que vivir, parecen esperar la muerte. Pero viven. La soledad, la alienación, la prostitución y el desempleo son temas que se filtran, que están ahí. Pero lo están muy sutilmente, o indirectamente, aunque por momentos parezcan ocupar el primer plano. Es que el segundo largometraje de Luis Ortega está impregnado de un clima muy intenso que lo atraviesa de principio a fin. Una intensidad opresiva, agobiada y agobiante, en la que confluyen minuciosos trabajos de escenografía, fotografía y sonido. El permanente rumor de una tormenta en ciernes, o de un avión lejano, o el eco aun más distante de cierta bomba atómica (o todas esas cosas a la vez) son el sustrato audible de la acción. Un afuera en tonos rojos ominosos, de un hervor revuelto y surrealista (suerte de mezcla del Infierno con la nebulosa Solaris de la película homónima), acaso explique en parte el aislamiento de las protagonistas. Carolina Fal, Graciela Borges y Rita Cortese también lucen espectrales, terminales. Un film que pega, y eso ya lo justifica. También vale preguntarse si el mentado clima, en más de un momento, no está por encima del relato.

Boda sangrienta (Die Bluthochzeit. Alemania-Bélgica, 2005. Dirigida por Dominique Deruddere). Esta tragicomedia no tiene la intensidad de la danesa La celebración, pero la evoca, y esto ya habla bien de ella. Una pareja se acaba de casar y ambas familias se disponen a celebrar la unión con un almuerzo en un castillo-restorán muy pintoresco, en plena campiña alemana. El conflicto se va gestando al compás de una combinación dramática y visual que resulta de lo más dinámica: los ojos inyectados del padre del novio (un sacado de esos con los que conviene no cruzarse, interpretado por Armin Rohde... quien presentó el film en la sala y fue ovacionado a su término) y las tetas turgentes de varias de las comensales; los discursitos precedidos por el famoso tintineo de la cucharita contra la copa; un montaje ágil y certero. Y sobre todo, dos pesos pesados que se perfilan como los grandes contendientes que serán: el mencionado padre del novio y, del otro lado, el propietario del castillo, Berger (Uwe Ochsenknecht), cuyo parecido con el segundo –ni el primero ni el postrero, quiero decir– Marlon Brando no es pura coincidencia. Cierto plato en mal estado detona un conflicto que no tiene otro destino aparente que crecer en dimensiones y en consecuencias sangrientas. ¿Será así en realidad? Lo importante es que así parece. Y la directora se las ingenia para sostener e incrementar esa impresión durante largo rato.

El niño (L’Enfant. Bélgica-Francia, 2005. Dirigida por Jean-Pierre y Luc Dardenne). Era el plato fuerte de la muestra por haber ganado la última Palma de Oro en Cannes, pero también por ser de los ascendentes –en prestigio, en interés– hermanos Dardenne y por tener estreno comercial asegurado (aunque no fecha, todavía) en Buenos Aires. Y colmó todas las expectativas. Se trata de una película concentrada en la cotidianidad más pura, con una cámara que, como un personaje más, sigue de cerca a una pareja de adolescentes marginales por las calles, en las que él junta dinero como puede (pequeñas estafas, medianos robos) y por las que ella pasea, o carga, al bebé que es hijo de ambos. Ocurre algo muy chocante, que no es dable revelar, y a partir de ese momento la historia empieza a discurrir en torno de un conflicto más puntual, o más convencional, o más palpable. Lo que importa, sin embargo, es la acumulación emotiva que de punta a punta opera el film, impregnándonos cada vez más de esas historias que, más allá de toda clase de distancias (sociales, etarias, culturales), llegaremos a vivir, o cuanto menos a sufrir en carne propia. Las actuaciones son profundamente verosímiles, algo que llamó la atención en el caso de la chica, Déborah François, de apenas 18 años. La propia Déborah –también estuvo en Pinamar– reveló parte de la receta: los Dardenne no sólo le pidieron a ella y a su compañero, Jérémie Renier, que “actuasen” como si fuesen ellos mismos, sino que repitieron muchas tomas... ¡hasta 25 veces! Y ciertas asperezas muy consustanciales a la relación de la pareja son hijas de la dureza, y hasta la violencia, con que los hermanos trataron a los actores. Y sí: cada maestro, con su librito. El hecho es que la química de los protagonistas no deja de sorprender, y uno los ve como pareja, pero también como dos hermanos enlazados por un desamparo irrevocable, por una irrevocable sordidez. Y Renier es lindo y feo y joven y viejo a la vez, como lo era Belmondo; no hay muchas máscaras así. Volviendo a la cámara: constantemente al hombro, es una pieza clave de otra de esas raras puestas en las que todo luce absolutamente natural... aunque nada haya sido librado al azar: los desplazamientos de los personajes hacia cámara o en sentido contrario hacen que los planos medios se conviertan respectivamente, y exquisitamente, en primeros planos o en planos generales. Esto proporciona agilidad sin restar espontaneidad. El final es redentor en el mejor sentido porque, aunque tierno y optimista, también es doloroso, y trágico, y hace que uno se pregunte: ¿y ahora qué otra mierda les espera?

Los suicidas (Argentina, 2005. Dirigida por Juan Villegas). El segundo largometraje de Juan Villegas –cuya exhibición inaugural en el país fue la que motiva estas líneas– es la primera película argentina adaptada de una novela de Antonio Di Benedetto. Narra la historia de Daniel (Daniel Hendler), un periodista gráfico al que encomiendan investigar la historia de un muerto. Todo lo que tiene Daniel es una foto del occiso, y la aparente certeza –comunicada por su jefe– de que ese hombre se suicidó. A decir verdad, tiene más que eso: el tema es un elemento importante de su propia historia familiar, ya que su padre y otros parientes también se quitaron la vida. Y además la tiene a Marcela (Leonora Balcarce), la tímida fotógrafa de la redacción a quien le asignan ilustrar la nota con imágenes. Nunca se habían fijado el uno en el otro, pero empezarán a hacerlo. Y con el correr del metraje descubriremos que la timidez de la chica esconde más de un enigma, o misterio. La película presenta puntos de contacto con la primera de Villegas, Sábado, sobre todo a partir de los diálogos. Y llama la atención, porque uno siente que a Villegas, en cuanto cineasta, no le gusta que sus personajes hablen demasiado; y ellos hablan, pero con un tono parco, seco, cortado, cual si hubiesen contraído por contagio esa resistencia del realizador. Creo ver en esto una correlación o, si prefieren, una justificación artística en términos de estilo. Hendler es el de siempre, aunque su proverbial abulia, en un personaje abúlico, resulta más justificada que otras veces (“vos no te apasionas con nada”, le dice alguien en algún momento, y no por casualidad). Quizá porque el suicidio sigue siendo un tema de atractivo universal, acaso porque la amargura que campea entre los personajes también empalma con el misterio, tal vez porque estos decorados –a caballo de esta historia– adquieren un cariz atemporal... la cuestión es que la historia nos va llevando. ¿Que es un poco lenta? Y sí, pero también parece reclamar esa cadencia. ¿Que el final lo deja a uno con gusto a poco? Puede ser, un poco.

Flores rotas (Estados Unidos, 2005. Dirigida por Jim Jarmusch). El nuevo largometraje de Jim Jarmusch fue la “película sorpresa”. Excelente elección (no así la descripción, que la anticipaba en gacetillas como una “comedia”, cosa que no termina de ser). Hasta hace un tiempo dividía a las películas de Jarmusch entre las Grandes Obras (como Bajo el peso de la ley), las gemas menores (como Mistery Train) y los fiascos totales (como Noche en la Tierra o El camino del samurai). Ya no. Ahora siento que este tipo, como pocos, practica una muy eficaz economía de recursos. Y que, con mayor o menor éxito, la practica en todos sus films. En Flores rotas le funciona muy bien. Fíjense en Bill Murray, por ejemplo: un actor soberbio, singular, pero que viene con el caballo cansado. Vaya uno a saber qué y por qué le sucedió, pero está claro que no es el de Hechizo del tiempo, y que algo más que el paso del tiempo (y que su paso por films-caballos-cansados como Perdidos en Tokio) lo afectó. En Flores rotas también luce exhausto, y parco de expresión. Pero acá no es para menos: Don Johnston no tiene esposa, ni aparentemente hijos (verán más abajo...), y la última de sus amantes lo acaba de dejar. Lo que sí tiene es ternura, porque la economía de Jarmusch proveyó las acciones, relaciones y situaciones que permiten a este personaje (y a nuestro atribulado Murray) expresar ternura... sin dejar de lucir exhausto y parco de expresión. Entre las relaciones, ese vecino negro con el que sostiene una amistad de rasgos infantiles, y que lo impulsa al viaje que convertirá a Flores rotas en otra respetable road-movie estadounidense. Es que Don recibió una carta sin firma, en papel rosa, en la que una mujer, con tinta roja, se presenta como ex pareja suya y le hace saber que existe un hijo de ambos, que tiene 19 años, y que partió al encuentro de su progenitor. El negro convence a Don para que visite al puñado de veteranas entre las que, según las fechas, tiene que estar la madre de ese chico. Es una empresa tan absurda como la consigna con la que la emprende Don (buscar una máquina de escribir con tinta roja, o papel rosa, o flores rosas), pero la vida de este hombre, comercialmente provechosa y afectivamente raquítica, es tanto o más absurda, así que... ¡por qué no! Por lo demás, nunca está dicho ni mucho menos subrayado, pero qué duda cabe: es el afecto, es la ternura lo que empuja a Don. Y lo empuja contra su propia naturaleza, contra su propio carácter, que se opone tanto –justamente– a que la ternura encuentre su cauce. Lo que sigue son unas viñetas chiquititas, bien actuadas (Sharon Stone, Jessica Lange y Tilda Swinton ofrecen grandes breves composiciones), ágiles, muy a tono con otra tendencia proverbial en Jarmusch: construir largometrajes en base a fragmentos relativamente autónomos, que hasta cierto punto operan como cortometrajes encadenados. El final es impactante, sugestivo, pero mucho menos abierto de lo que parece: si lo miran bien verán que Don ha encontrado algo que va mucho más allá (porque está bastante más acá: adentro suyo) de si tiene o no tiene un hijo con alguien.

La corporación (Le Couperet. Grecia-Francia, 2005. Dirigida por Costa-Gavras) Este film presenta a un Costa-Gavras alejado de sus registros habituales, algo saludable en un cineasta tan consagrado y renombrado (y veterano: el director de Z cumplió 72) como el que nos ocupa. Tampoco es que se haya convertido en otra persona; este vuelve a ser un film político, y su telón de fondo es el desempleo que aqueja a miles de familias de clase media acomodada (o ex-acomodada) en casi todas las ciudades europeas. Bruno es un ingeniero con familia tipo pero sin ningún tipo de trabajo, porque el único al que quiere dedicarse es aquel para el que se preparó: ingeniero especializado en papeles. Pero la corporación para la que trabajaba se lo sacó de encima hace un par de años... y a los pocos puestos nuevos, que aparecen cada tanto, tiene que disputárselos con otros profesionales tanto o más capacitados que él. ¿Pero qué tal si los elimina uno por uno? Este vuelve a ser también, como se entrevé, un film crítico del capitalismo. Pero no se trata de un drama sino de una comedia negra; ahí está la novedad. Y la sorpresa es que el cineasta revela buena mano para la comedia. Risas, lo que se dice risas, no esperen muchas. Pero la mano está en el ritmo, y acá Costa-Gavras sacó a relucir algo que sí maneja desde siempre: la dosificación de la información y el manejo de los tiempos que hacen crecer a un thriller. Lo que tenemos, pues, es una historia con suspense social y policial, con muchos elementos negros, ácidos, pero sin la gravedad o seriedad que –para bien y para mal­– siempre había sido una marca en el orillo de las películas de Costa-Gavras. Por ahí pasan precisamente los parecidos y las diferencias con otras historias que nos ha ofrecido recientemente el cine francés, como El empleo del tiempo y El adversario. También se hace un poquito larga (podrían haber acotado la lista de competidores del protagonista, ¿no?).

Las otras dos películas que vi en Pinamar reclaman menos líneas. Nevar en Buenos Aires (Argentina, 2005. Dirigida por Miguel Miño) porque es una opera prima pero parece un telefilm muy mal planteado, flojamente resuelto, torpemente dialogado y, especialmente (porque todo lo anterior podría pasar a segundo plano tratándose de una opera prima, pero lo que sigue no), muy pobre de ideas. Mentiras en Nueva York (Heights. Estados Unidos, 2004. Dirigida por Chris Terrio) porque lo que tiene de bueno no es nuevo: un triángulo/cuadrángulo amoroso atravesado por conflictos sexuales y neuróticos (histéricos) que ya hemos visto muchas veces, incluso con la Gran Manzana como marco. Y porque lo que tiene de nuevo (una cámara en mano demasiado movida, un montaje saltarín que alterna velozmente situaciones y escenarios, cierta “sorpresa homosexual”) no es bueno. Y si hilamos fino, tampoco nuevo.

Guillermo Ravaschino      


Los premios votados por el público y la crítica:

* Balance de Oro: Iluminados por el fuego (Argentina-España, 2005. Dirigida por Tristán Bauer)

* Balance de Plata: La dignidad de los nadies (Argentina-Brasil-Suiza, 2005. Dirigida por Pino Solanas)

* Balance de Bronce: El aura (Argentina-España, 2005. Dirigida por Fabián Bielinsky)

El premio Signis:

* La dignidad de los nadies (Argentina-Brasil-Suiza, 2005. Dirigida por Pino Solanas)


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