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21º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Así las cosas

 

 

 



¿Un festival de cine es un termómetro? Si lo es, ¿de qué? Y en dicho caso: ¿cuál sería el termómetro de un festival?

Algunos datos. Soy periodista y crítico de cine, mantengo un sitio web dedicado a la crítica cinematográfica. Un sitio muy leído y bastante renombrado. El festival me acredita, concediéndome una credencial de prensa (así como lo hace con media docena de críticos que me acompañan en este medio, y con tantas otras personas de otros medios). Acaso narcotizado por los vahos de recuerdos vagos de añejas coberturas de un festival con el nombre de éste, imaginé que, como antaño, el evento, al acreditarme como periodista y crítico, me estaba franqueando el paso a las proyecciones que, con el obvio objeto de cubrirlo (apreciarlo y darle curso periodístico a mis observaciones), decidiese contemplar. Creía que acreditar a un crítico de cine, en un festival de cine, equivalía esencialmente a eso –y quizá sólo a eso–: a otorgarle crédito para ver el cine que ese festival elige y muestra. Pobre de mí.

El Festival no ha sido poco amable con nosotros. Ciertas personas más o menos importantes del Festival, incluso, nos han tratado bien. Y el Festival ha sido generoso en cuanto a hotel (eso en mi caso), transporte y fiestas. Pero sólo dispuso dos proyecciones de prensa por día. Dos proyecciones de sendos títulos correspondientes a la Sección Oficial... de un evento que consta de una quincena de secciones y agrupa, programa y anuncia más de 240 títulos. Nosotros en cuanto amantes del cine queríamos, y en cuanto periodistas y críticos necesitábamos, ver muchas de esas otras películas, de esas otras caras del evento para las que el evento, que nos había acreditado... no nos había acreditado en realidad.

Ahora que lo escribo y leo, me parece tan grosero que también se me ocurre que por eso, por haber pensado eso, o sentido eso (que es muy grosero acreditar tan truchamente a la prensa), algún tomador de decisiones decidió atenuar, o disfrazar al menos, semejante desacreditación. El Festival habilitó el siguiente mecanismo: todo periodista acreditado debía apersonarse en un mostrador de la Oficina de Prensa para completar, con 24 horas de anticipación, un formulario con las señas (título, sala, horario) de las películas que deseaba ver al día siguiente. Y al día siguiente debía pasar a retirar… ¡la pesca! Sí, la pesca, porque el Festival no garantizaba –antes bien: expresamente des-garantizaba a viva voz– la entrega de cualquier entrada. Tenías que ir a ver si te habían tocado algunas, pocas o ninguna de las entradas que habías pedido el día anterior. Resultó que al tercer día, es decir luego del segundo intento, casi nadie había conseguido nada. Sí, es cierto: en una ocasión los que fueron a las 9 de la mañana, apenas abría el mostrador, algo pescaron. Pero fueron pocos, y tuvieron suerte: ¡nadie había hablado de horarios! ¡Quién podía suponer que era cuestión de madrugar! O que los colegas exitosos serían aquellos que, deliberadamente o por azar, madrugasen a sus pares.

Por supuesto que hubo otra estretegia disponible, la “apta para todo público”: hacer la cola, como cualquier hijo de vecina, en los puntos de venta para adquirir los tickets a cuatro pesos la función. Y por supuesto que esto es lo que casi todos terminamos intentando hacer. Pero las colas eran larguísimas, y los títulos cuyos directores y/o temas suscitaban mayor interés casi nunca estaban disponibles cuando los hombres de prensa llegaban a la ventanilla. En esas ocasiones se acababa optando por lo que hubiera, algunas veces –más de un crítico– dejándose orientar de urgencia por el joven boletero que, a modo de empleado o propietario de videoclub, describía apretadamente qué era lo bueno, o menos malo, de lo que quedaba (me consta, como también me consta que estos chicos aconsejaron mejor que muchos colegas). De este modo el Festival hizo –¿habría que decir logró?– que muchos periodistas terminasen viendo cualquier verdura. Que en las páginas que siguen ustedes puedan encontrar miradas sobre la mayor parte de los títulos que nos proponíamos cubrir no desmiente este hecho; sólo confirma que los redactores de CINEISMO además de ser trabajadores aguerridos pueden ser de dormir poco, de levantarse temprano y de aguantarse largas colas cuando no hay otra cosa.

Todo tendrá que ver con todo. Hace algún tiempo, mucho después de su estreno, a contrapelo de todos mis recelos (por no decir prejuicios), que eran diversos y muy intensos, alquilé Iluminados por el fuego en DVD. La alquilé porque “la tenía que ver”, o sentía eso, no me pregunten por qué. No pude resistirla, eso que quise, más allá de sus primeros veinte minutos. En la ceremonia oficial de apertura del Festival, el titular del INCAA habló de la madurez del evento y la asoció con la madurez del cine argentino. Y a la madurez del cine argentino la asoció con la película cuyos primeros veinte minutos (dura 100) pudieron conmigo sin vuelta de hoja. Yo no lo hubiera escuchado, no por nada en especial sino porque había decidido saltearme la ceremonia de apertura para aterrizar en el Auditorium a las 21.30, hora anunciada para la proyección inaugural: The Wild Blue Yonder, de Werner Herzog. A las 21.30 estaba Catalina Dlugi interceptando estrellas en el hall. Lo surqué raudo, como quien no quiere la cosa, ingresé en la sala y me puse cómodo, pero sobre todo me posé ingenuo, en una de las escasísimas butacas libres. Soñé que la apertura, anunciada para las 19 hs., ya había quedado atrás y que en cuestión de minutos empezaría la peli. Para qué. La ceremonia oficial de apertura recién estaba por arrancar. Y me la comí completa. A ver: tipo Oscar, con la diferencia, que Susan Sarandon notó e hizo notar, de que nadie limitaba la extensión ni censuraba el contenido de los discursos de los actores que subían al estrado. (Lo que nadie hizo notar es que, a diferencia de las ceremonias yanquis, durante las cuales algunos artistas tienden a despotricar contra su propio presidente, acá nadie tiende, por lo menos todavía, a criticar al presidente propio... sino también al de ellos). Yo también creía que las listas de oradores interminables eran patrimonio exclusivo de ciertos actos de la izquierda. Craso error.

Juliette Binoche estuvo linda: que ojalá pudiera viajar al Norte y Sur de la Argentina, dijo, porque para conocer un país hay que visitar sus zonas frías y calientes, no las tibias. Eso dijo. Lo demás fue mayormente tibio. Incluyendo a Estela de Carlotto y a todas las fabricaciones que produjo –también en Mar del Plata el establishment para conmemorar el 30º aniversario del 24 de marzo vampirizando, exprimiendo, bastardeando (estrangulando) los derechos humanos. Cecilia Roth y Adrián Suar oficiaron de maestros de ceremonias. Algunos oradores, como el presidente del INCAA, saludaron y discursearon dos veces, porque a la primera no la había capturado a tiempo cierta cámara de Canal 13 (que monopolizó la transmisión).

Hora y media después, la conclusión del ritual desató un fenómeno que mi palmaria inocencia tampoco había previsto: la fuga en masa de invitados especiales. Casi de golpe se apagaron las luces, y los pocos más interesados en el cine que en las ceremonias nos quedamos a solas con Herzog. Para nosotros, recién entonces comenzaba el Festival.

Que resultó mucho más pobre que el del año pasado. Pero esa ya es otra cuestión, y florece de las notas que a continuación les ofrecemos. Con ustedes.

Guillermo Ravaschino      
 


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