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Tres cortos de Raymundo Gleyzer


Maestría militante



Cuando un grupo de tareas de la dictadura se llevó para siempre a Raymundo Gleyzer, en el otoño de 1976, el fundador del grupo Cine de la Base no había tenido tiempo ni ganas de exiliarse, pero sí de madurar como cineasta. Nacido en Buenos Aires en 1941, Gleyzer empezó a dirigir a comienzos de los 60, poco después de pasar por la Escuela Superior de Cine de la Universidad de La Plata. Quince años trabajando casi siempre a riesgo de su propio pellejo (muchas veces filmando y exhibiendo clandestinamente, a resguardo de las bandas de la triple A) le bastaron para convertirse en uno de los pocos exponentes –el mayor sin duda alguna– del cine político bien entendido.

En 1974, tras dos años de rodaje, Gleyzer concluía su obra más importante, Los traidores, un genuino clásico del cruce de géneros (argumento y actores de ficción, aunque muchos de ellos no profesionales; rigor histórico, puesta en escena documental) que narra la historia de un burócrata sindical desde su génesis, como un delegado honesto, hasta su conversión en el más cínico representante de los intereses de la patronal, un negociador experto y mejor simulador cuya condición de capo metalúrgico, su poblado bigote y su Torino blanco, en ese orden, remiten sin posibilidad de equívoco a José Ignacio Rucci. Antes y después de Los traidores, Gleyzer supo hacer cine político sin que la política apareciese como un adorno "jerarquizante" del cine, y sin que el cine oficiara como el pobre marco de consignas con destino de panfleto. Los tres cortos abordados a continuación constituyen un interesante mapa de su derrotero artístico.

La tierra quema

Especie de tesis de estudiante, La tierra quema acusa las inquietudes de la obra ulterior de Gleyzer y demuestra que el cine social no siempre necesita exhibir a los "enemigos" en el encuadre. Fue filmada en 1964 en el nordeste brasileño, adonde un hombre de 35 años sobrevive junto a su mujer y a los cuatro hijos que les quedaron (los otros siete están muertos o se fueron). Son poco más de diez minutos de un drama tan áspero como ese rancho sin palabras, clavado en una tierra cuarteada por seis meses de sequía, un páramo fantasmal con una sola perspectiva a la vista: el éxodo al que alude una parca voz en off.

Quilino

Quilino es de 1966 y forma parte de una serie de documentales que el Fondo Nacional de las Artes le había encargado a Jorge Prelorán, en este caso en colaboración con Gleyzer. Cuenta la historia de los habitantes de una pequeña localidad cordobesa que solía vivir de las artesanías manufacturadas. La gente de Quilino dependía de dos ramales de ferrocarril –uno local, de mañana, y el que iba a Bolivia por la tarde– hasta que al ramal vespertino lo levantan y una serena, oscura desesperación empieza a hacerse carne entre los lugareños. La profusión de planos detalle de manos trabajando, acompañados invariablemente por los testimonios en off (cuya tonada hace notar que fueron doblados después del rodaje por trabajadores de otras provincias), signan una rutina más ligada con la filmografía de Prelorán que con las inquietudes de Gleyzer.

Me matan si no trabajo y si trabajo me matan

Me matan si no trabajo y si trabajo me matan fue rodada durante el gobierno de Isabel Perón y es la última película terminada por el realizador (después rodó muchos fragmentos que nunca alcanzó a compaginar). Se trata de un excelente corto de 27 minutos estructurado alrededor del conflicto de Insud, una planta metalúrgica que tiene infestados de saturnismo a 79 de sus 81 operarios. Desde el comienzo mismo, la cámara de Gleyzer se comporta como un obrero más, comparte el pan y el vino, las movilizaciones y las asambleas, y después toma vuelo propio para mostrar a la distancia las fachadas tristes de la explotación: el perfil fabril, el cementerio, las calles vacías –"sin perros ni gatos"– por las brutales emanaciones de plomo de la fábrica. Si el aspecto documental confería inédita veracidad a Los traidores, son los recursos propios de la ficción (la gente interactuando en lugar de dirigirse a la cámara, y hasta unos cuantos diálogos montados en plano/contraplano, aunque con tomas rigurosamente documentales) los que hacen de Me matan... un relato de un dinamismo asombroso. Con enorme libertad, incluso, Gleyzer se permitió un sketch humorístico-didáctico acerca de la lógica capitalista con dibujos animados, y un par de secuencias de montaje con desprejuiciadas odas a la olla popular y contra los parásitos de la sangre obrera. Otro tono tiene el clímax, cuando los trabajadores de Insud ganan la plaza del Congreso por sus reivindicaciones, el 29 de marzo del 74, y son calurosamente recibidos por Rodolfo Ortega Peña, en uno de sus últimos actos solidarios antes de ser asesinado por la triple A.

Guillermo Ravaschino      

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