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Vida y obra del artista ruso


Eisenstein, todavía



No es tarea recomendable comentar una filmografía en abstracto. Pero tratándose de la de Sergei Mihailovich Eisenstein, el contexto resulta tan rico que al referirlo se corre el riesgo de dejar en segundo plano a los films. Es que sus prolíficas teorizaciones, sus películas y las circunstancias políticas que le tocó vivir forman un todo inseparable, cada una de cuyas partes no sólo influye a las otras, sino que las explica. Eisenstein no fue –como muchos creen– el "director oficial" de la Nomenklatura soviética, pero tampoco un creador autónomo, inmune a la monstruosa digitación circundante. El destino lo convirtió en un genuino mártir, víctima de un calvario doblemente atenazador: Por un lado los designios férreos, esquizofrénicamente zigzagueantes que imponía el stalinismo sobre todas las disciplinas artísticas. Por el otro la conciencia limpia y principista de Sergei, combinada con su debilidad de carácter y con una necesidad acuciante de producir obras fílmicas: Eisenstein hubo de pagar un altísimo precio para mantenerse en actividad.

La esperada disponibilidad en video de la filmografía completa del hombre de Riga (que incluye La linea general, un material semipropagandistico, y una versión de ¡Que viva Méjico! que no fue montada por él) reclamaba el relevamiento de aquellos films. La visión consecutiva de todos esos títulos promueve muy firmemente una gran incógnita, que obliga a escarbar en el off político que está más allá de la mera textura de cada realización: ¿por qué a partir de su tercera obra (Octubre, 1927) desaparecen la contemporaneidad y las masas trabajadoras, cuya presencia en pantalla desveló tan obsesivamente al realizador, para desembocar en una racha de dramas feudales, prácticamente operísticos, estructurados alrededor de un personaje central que se roba singularmente el protagonismo? La respuesta es el régimen de José Stalin, que obligó al artista a forzarse hasta el paroxismo para sacar a flote sus convicciones mediante el arte del doble discurso, el vericueto creativo y las "entrelíneas".

Desde el comienzo, antes incluso de su primer film, los tanteos eisensteinianos estuvieron marcados por la búsqueda denodada de la unidad. Unidad de criterio, universalidad (más de una vez esbozó la certeza de un cuerpo común, riguroso y científico, para todas las artes), correspondencia entre la estructura formal y el nudo temático de los relatos visuales. Esto último lo hizo despreciar ciertos flancos de la obra de Griffith con la misma pasión con que suscribía, admiraba y asimilaba los restantes: Eisenstein veía en el montaje alterno de Griffith la expresión inconsciente del espiritu capitalista y conciliador, que forzaba la confluencia postrera de esas dos líneas inconciliables –los "burgueses" y los "proletarios"– que avanzaban por separado desde el comienzo de cada film.

La pasión unificadora marca una evolución trágica y desgarradora para el realizador: los comienzos de la década del 20 lo encuentran lúcido y desordenado, esbozando lineas pioneras y magistrales de indagación teórica (apenas tuvo la precedencia de Rudolf Arnheim y Hugo Munsterberg, sugestivos pero dispersos y balbuceantes) que prometian reflejarse en películas maravillosas. Las tres primeras (La huelga, Potemkin y Octubre) testimonian aquella lucidez, aquel desorden, y configuran el buen augurio de un gigantesco potencial que está presto para afirmarse. Esa es la trilogía "libre" de Eisenstein, plasmada a la par de una revolución todavía caliente, que contemplaba entre sus fuerzas motoras una alta dosis de espontaneidad. Esas películas son plenamente suyas, con sus hallazgos y sus flojeras, hijas directas de una novatez realizativa que corría bastante pareja con la del cine como medio de expresión. Cuando los años se tradujeron en un pulimiento teórico e intelectual que auspiciaba un salto importante en la adecuación tema-forma (Eisenstein supo ver críticamente todas las "ingenuidades" formales de su producción inicial), la losa del stalinismo cayó sobre el director para arrebatarle definitivamente el control de sus obras. En adelante, entre sus esfuerzos artisticos siempre figuró el de edificar recodos sutiles que le permitieran inyectar en los films una buena cuota de ideas que no fueran advertidas por la autoridad. Pasaron diez años desde Octubre hasta Alejandro Nevski (1938). En el ínterin, cercenaron y reeditaron su versión de las transformaciones agrícolas soviéticas, La linea general, y la rebautizaron Lo viejo y lo nuevo para su exhibición. Cayó en desgracia con el régimen al desoír la orden de regresar a Moscú mientras completaba el rodaje de ¡Que viva Méjico!; sufrió un manoseo infernal a raiz de la nunca acabada El prado de Bezhin: sugerida por un testaferro de Stalin para exaltar la política agraria, al promediar las tomas fue suspendida por el gobierno, que le ordenó reiniciar el rodaje de acuerdo con las nuevas orientaciones del partido. Eisenstein acató y cambió de guionista para reescribirla, pero esto tampoco prosperó y lo poco que se filmó fue confiscado y destruido. El tema de Nevski le fue impuesto por el tirano, del mismo modo que Iván, con el propósito de legitimar su propia autocracia a partir de la bendición a unos zares distorsionados que, también en nombre del "patriotismo", habían ejercido la mano dura con anterioridad. Ya no servían a Stalin las imágenes "de actualidad", comprometido como lo estaba en políticas criminales en los cuatro costados del globo; tampoco eran útiles las "escenas de masas" a un modus operandi basado en las intrigas camarillescas (era la época de los "procesos de Moscú"), el espionaje y la militarización.

Este obligado desvío temático supuso una doble amputación para Sergei Mihailovich, que concebía a sus propios aportes formales como frutos indisociables del "nuevo contenido intelectual" del cine soviético (es decir, ligados a los actores sociales contemporaneos que sus films ponían en pantalla). Las razones de Estado alejaron a Eisenstein de su evolución "natural" y lo arrojaron al territorio del arte alumbrado con fórceps. Hay que decir que esta "temática cautiva" estimuló un mayor refinamiento formal: de esta segunda época contradictoria, quebrada e irregular surgieron sus imágenes mas exquisitas.

 

Las películas

La huelga (Stáchka, 1924). Primer largometraje. Eisenstein inicia una prolongada colaboración con Grigori Alexandrov (coguionista, más tarde codirector) y Edward Tissé (director de fotografia). Primera y única de una malograda serie sobre los conflictos obreros prerrevolucionarios, La huelga es un campo de batalla entre los vicios del primerizo y los rasgos del gran director que despuntan en fogonazos aislados. Los burgueses y la milicada son demasiado obesos y repelentes: Eisenstein manipula con una tosquedad semejante a la utilizada diez años antes por Griffith contra los negros (The Klansman, esa apologia del Ku Klux Klan que todos conocen como El nacimiento de una nación). Muchísimas tomas, montaje vertiginoso (algunas veces funciona bien), profusión de carteles explicativos (mal traducidos, contribuyen a la confusión general). Notable secuencia alterna entre las vacas en el matadero y los obreros masacrados por la milicia. Algo para recordar: la escena de los bomberos; pánico, corridas y manguereadas en insuperable mise en scene. Largo, muy largo, el film resulta obsoleto en la actualidad (¡puede darse por satisfecho con esta reseña!).

El acorazado Potemkin (Bronenosets Potemkin, 1925). Sobre la rebelión marinera en el buque homónimo. Supera el infantilismo de La huelga y afirma un montaje altemo más pulido y de gran impacto visual (se cocina un guiso/se cocina la rebelión). Refinamiento del montaje conceptual (mascarón de proa/fusiles/salvavidas/trompetas fusionan "pasado" y "opresión"). Afirmación del genuino cine militante, ajeno al panfleto vil: la muchedumbre no es masa informe, sino singularidad potenciada (combina constantemente planos generales y primeros planos, mostrando las caras de la multitud). Feliz implementación de su propia teoría del montaje por choque de atracciones (líneas compositivas opuestas entre las tomas para acelerar la emoción), especialmente en la famosa secuencia de las escalinatas de Odessa. Impecables crescendos (de la pena por la muerte del camarada al odio activo contra el opresor) y unos cuantos fundidos bien resueltos en cámara (herencia del gran Méliès). Regístrese: notablemente bellos los héroes varones, feúchas las damas y un erotismo no demasiado subliminal: un enjambre de manos marineras frotando apasionadamente el cañón de cubierta (Sergei, ¿era cierto lo que se decía de ti?). Potemkin se banca los años transcurridos y unos cuantos más. Si no la vio alquílela, que no se hunde.

Octubre (Octjabr, 1927, codirigida con G. Alexandrov). Realizada para festejar la primera década de la revolución. La productora Mosfilm proclama sin sonrojarse la "fidelidad a los hechos" de un film del que fueron cortadas todas las secuencias referidas a Trotsky, Zinoviev y Kamenev (primer guadañazo stalinista, primera concesión del realizador). El prestigio ganado por Potemkin se traduce en auras de superproducción: el mayor dramatismo lo aportan la fotografía y una pomposa puesta en escenarios reales, hoy de innegable valor testimonial. El montaje es fluido, pero se extrañan los toques magistrales de Potemkin. Regresión a las asociaciones ingenuas (menchevique arengando/arpa que suena, etc.), pero un tratamiento más adecuado del bando burgués: la ironía humorística desplaza al maniqueísmo. Hay una puerta que se abre dos veces (en el plano y el contraplano): aquí parece haberse inspirado Godard cuando hizo lo propio en Alphaville. Entre Octubre y Nevski, amén de los zarandeos stalinistas, Eisenstein hubo de soportar la insondable histeria de la Paramount, que llevó a via muerta al menos media docena de sus proyectos. Llegado a Hollywood en junio del 30, se hartó de la productora seis meses después y zarpó rumbo a tierra azteca junta con Tissé y Alexandrov. La prolongación de su estada en Méjico le acarreó conflictos con el último, ya convertido en alcahuete del régimen. En adelante, Alexandrov se dedicó a las comedietas insulsas, hasta convertirse en el realizador favorito de Stalin.

Alejandro Nevski (Aleksandr Neushij, 1938). Es el primer encargo directo de Stalin. La fluidez del montaje, definitivamente cristalizada en Octubre, se malogra por el adocenamiento. Satura el esquema plano/contraplano y, sobre todo, una tara inexplicable que se reitera como si fuera un tic: infinitas transiciones entre plano corto y medio sobre un mismo personaje y sin variar la angulación (en la jerga se las conoce como "saltos tímidos", ya que provocan una fastidiosa sensación de ruptura o salto en la proyección, al cortar entre dos planos prácticamente idénticos). La puesta acusa un vicio más importante: la masa del pueblo aquí sí es informe (estamos en el siglo XIII) y sólo destacan los rostros cuando algún figurante da un paso al frente –muy en estilo teatral– para despacharse con algún cuchicheo explicativo que demora los tiempos y recarga la acción. Primitivismo cursi (sobreactuaciones, batallas coreografiadas), ya superado por Octubre y Potemkin. Nevski-Stalin, victorioso, regresa a casa con todos los oropeles; vivado por las mujeres y niños, dispensa un trato magnánime a los prisioneros. Leves retoques hubieran hecho de la primera producción sonora de Eisenstein una comedia musical en regla.

Iván el Terrible I (Ivan Groznij, 1944). Es una transición entre el cine fallido de Nevski y la formidable obra que sobrevendrá. Persisten la afectación actoral y los "saltos tímidos": es notable como este recurso fallido torna previsible la narracion técnica (planificación), restando atención a la argumental. Nikolai Cherkasov despega del resto y comienza a brillar. Su Iván es mucho mejor que el zar anterior (también lo encarnó): semblante inmutable, mirada de hielo, sostiene sus parlamentos con impostación grave de locutor. El trabajo sobre su cuerpo (contaba Eisenstein que le llevó semanas lograr esa curvatura del espinazo que luce invariablemente) contribuye a una estilización convincente, especie de show aparte que va envolviendo al espectador. La sangre enemiga no es derramada por nuestro zar: semejante blancura honra las expectativas stalinistas, pero convierte a éste, film de caballería, en una suerte de saladito sin sal. Un Iván cada vez mas desaforado y unos conspiradores boyardos en el límite de la caricatura auguran la próxima obra. Desliz memorable del asistente de dirección: sobretodos negros contemporáneos en un par de extras que "llenan" pantalla en la escena final (¿acaso una referencia surrealista, deliberada hacia los soplones del régimen, controlando desde tan cerca la situación?).

Iván el Terrible II / La conjura de los boyardos (Ivan Groznij, 1945). Obra esencial. El paralelo histórico ya no se limita a exaltar una figura autocrática, sino que extrema los puntos de contacto con el Stalin real. Los boyardos acusan a Ivan de servir a Occidente y complotan su derrocamiento para descentralizar el poder. El líder comienza por desconfiar de su entorno, para acabar sumido en una paranoia profunda e incontrolable. Eisenstein se emancipa por fin en pantalla de los vicios realistas contra los que abominó teóricamente desde sus primeros escritos, pero que hirieron de muerte a su par fílmico inmediatamente anterior. Desecha la ambientación exterior, y se dedica a montar dentro del palacio un espectáculo maravilloso. Cherkasov, insuperable de punta a punta, actúa en trance, flotando. Ni siquiera necesita moverse para transmitir una gigantesca procesión interior. Es un guerrero cuando habla de amor, y el más encendido de los amantes cuando anticipa el periplo de las batallas. Por fin reculan los "saltos timidos"; en su lugar, rigor pictórico para los encuadres. Los travellings, lentos y fluidísimos, dinamizan los diálogos y espantan todas las reminiscencias teatrales. El plato más delicioso es la gran festichola previa al desenlace. Eisenstein la pasea magistralmente entre el conflicto puramente dramático y la coreografía danzante, asistido por una decoración recargada y una contrastada fotografia que bien merecen el mote de expresionistas. El protagonista, junto a un casting que no desentona, dan vida al espectáculo Eisenstein, mezcla de diálogos, música, baile y una abundante gesticulación químicamente encolumnados tras la consecución del objetivo central: atravesar con el tema todos los poros del público. Infortunadamente, se perdieron en el camino unas pocas tomas que habían sido coloreadas en el original: una sinfonía de tonos negros, dorados y blancos que ya no veremos. Pero aquí podrá verse un formidable contrapunto entre los opríchniki (guardias reales) que se abalanzan con sus capas negras sobre el cuerpo sin vida del falso monarca, cerrando de a poco el pequeño, estentóreo fulgor del atuendo zarino. Iván zafa de la conspiración organizando la suya propia: la paranoia lo trueca de inopinada victima en asesino brutal. La audacia de las analogías políticas se conjuga con un vuelo expresivo tan ajeno a los rictus hollywoodianos como a la mezquina aridez del "realismo socialista". En territorio soviético, el estreno de esta obra maestra se produjo quince años después de la muerte de Eisenstein.

Guillermo Ravaschino