SECCION
FUTURO
Morrer como um homem (Francia-Portugal, 2009. Dirigida por João
Pedro Rodrigues).
João Pedro Rodrigues
viene, después de sus dos largometrajes O fantasma y Odete, a
presentar esta magnífica película que cuenta la historia de Tonia, un
travesti entrado en los 40 y enamorado de Rosario, un muchacho muy joven y
adicto a las drogas. La relación entre ellos tiene altibajos, sobre todo por
el lado de Rosario, pero Tonia ama locamente al joven. Morrer como um
homem es una película sobre Tonia, pero más que nada es una película que
le pone cuerpo a los romances conflictivos y a las relaciones conflictivas
porque, en realidad, es una película que le pone cuerpo al tiempo y,
entonces, a la vida. Es que acá se trata más que nada sobre cómo el cuerpo
humano se va viniendo abajo y sobre cómo ese mismo cuerpo es (o puede ser)
un límite para quien lo habita.
Tonia es la
conocida protagonista de un espectáculo de travestis en el que solía ser la
estrella. Pero las cosas fueron cambiando y ahora una actriz más joven
amenaza con tomar su lugar. El cuerpo, el rostro, las ganas de Tonia ya no
pueden competir contra lo que reclama el público y ese desplazamiento
repercute en la vida personal de esta mujer que se aferra a Rosario como
a su propia juventud.
Justamente, hay
una escena de Morrer como um homem en donde Tonia y su novio pasean
por el bosque y llegan a la casa de unos travestis. Allí pasan a tomar un té
y charlan hasta terminar participando de una “cacería de duendes” organizada
por la dueña de casa.
Y cuando uno de los invitados se resiste a
participar de esa búsqueda alegando que los duendes son cosa de la infancia,
la anfitriona contesta que hay que buscarlos igual, de alguna manera
hay que
ser
niños de nuevo. Esa cacería, esa búsqueda de duendes, entonces es la
búsqueda de un pasado que se marcha y de un cuerpo que se va tras él (de los
pechos que antes no sangraban, de las piernas que antes no competían). La
cacería de duendes, con esa magnífica escena en el bosque (un tiempo casi
detenido en sepia mientras suena una canción), ese momento surrealista que
remite al inconsciente representa la instancia de contemplación, la
reflexión respecto de todo lo que permanece escondido (lo genital en el
travestismo, el inconsciente en la mente, la infancia en el cuerpo, el pasado
en el presente) pero nos constituye y entonces sobrevive en algún rincón de
nosotros.
Por eso al final
la protagonista elige morir como hombre, porque la muerte es un momento que
descubre todos nuestros secretos. La muerte nos vuelve transparentes, nos
hace traslúcidos. Con ella pueden irse algunos secretos, pero no todos. Los
secretos corporales nunca mueren de inmediato, ésos dejan la carne marcada
hasta la descomposición. Y como la muerte es una (im)posibilidad del cuerpo,
justamente la muerte revela la mayor imposibilidad que esta película aborda
en relación a Tonia: el cambio de sexo (ella nunca se anima a hacerse esa
operación). El morir como un hombre es algo que Tonia decide al enfermar,
casi como cediendo ante lo irrevocable de su imposibilidad corporal (¿la del
cambio de sexo?, ¿la de la muerte?), que no es otra cosa que ese “destino”
del que Rodrigues
habló luego de la proyección de
su
película. Allí el director dijo que
este relato era como una tragedia clásica que involucraba personajes que no
podían escapar de su destino.
Ese destino acá puede ser el género, pero más claramente es la muerte (ese
destino, esa (im)posibilidad de todos). Ese destino en general, y en
especial para Tonia, está marcado corporal y genitalmente y es nuestro único
destino inevitable. Lo demás, todo lo demás –las relaciones, los hijos, las
amistades, los trabajos, las adicciones, el dinero, las pérdidas–, como bien
muestra esta película, es bastante manejable.
Josefina García Pullés
Zona Sur
(Bolivia, 2009. Dirigida por Juan Carlos Valdivia).
Juan Carlos Valdivia es el
nombre del director de esta película, pero también el de su personaje
central. No porque Juan Carlos Valdivia aparezca delante de cámaras, ni
tampoco porque haya un personaje que lleve su nombre sino porque, a
contrapelo de ese santo y seña del cine clásico, acá siempre se nota la
presencia del director. La razón de ello se debe al continuo movimiento
(semi)circular de la cámara, que no cesa de dar vueltas durante las casi dos
horas de proyeccíón. Todo aquello de lo que la película quiere ocuparse –la
relación entre la burguesía y el campesinado, la liberación sexual, el
mestizaje, el matriarcado–
acaba supeditándose a ese alarde técnico redundante y vacío, a ese onanismo
estilístico exhibicionista. Porque nada hay más importante que eso en la
película, porque es imposible olvidarse siquiera por un segundo de que el
director está allí, queriendo decirnos algo a través de esa puesta en escena
invariable, o simplemente haciéndose notar. Por otra parte, la supuesta
mirada crítica sobre la moral burguesa se diluye en lirismos aéreos, nenes
con alas, reconciliaciones y/o resignaciones, haciéndonos extrañar el
revulsivo cine de Pasolini y de Bellocchio, o aun el de Visconti, quienes se
ocuparon de estos mismos asuntos con más nervio y menos narcisismo hace ya
casi medio siglo.
Marcos Vieytes
The Anchorage
(Estados
Unidos-Suecia, 2009. Dirigida por C.W. Winter y Anders Edström).
Los
directores siguen la vida de Ulla, una mujer sola viviendo en un inhóspito
lugar enclavado en el Báltico. A la manera de Alonso en La libertad,
pero con protagónico femenino, nos asomamos a la construcción, frente a
nuestros ojos, de una vida. ¿En que se va el tiempo de vivir?, podríamos
preguntarnos. En vivir, seguramente, mientras una cámara registra nuestra
actividad cotidiana desde un chapuzón brevísimo, desnuda, en las aguas
heladas de un lago hasta el cocinar o el realizar las compras en el pueblo
cercano o la recolección de leña para el invierno. Todo filmado en planos
largos con cámara fija y con un estilo seco y lacónico y una fotografía
muchas veces oscura (sólo apoyada en la luz natural del ambiente), sucia,
con una imagen borrosa. La poca información brindada habla de una pareja más
joven que pasó unos días en la cabaña, de un nuevo cazador desconocido en
las inmediaciones, de cuánto se extraña a alguien, todo relatado por la voz en off de
la protagonista como si leyera el diario de su propia vida.
Javier Luzi
Sweetgrass
(Estados Unidos-Francia-Inglaterra, 2009. Dirigida por Ilisa Barbash y
Lucien Castaing-Taylor).
Pocos géneros trabajan y
construyen tanto su narración a partir del paisaje, de su contemplación, del
quehacer cotidiano por parte de los habitantes del mismo, como lo hace el
western. Lo prueba este documental, que a partir de la observación de un
grupo de vaqueros en Montana que llevan a pastar a las ovejas, encuentra
medio de sopetón un relato. Este tiene una pareja protagónica (uno viejo y
de pocas palabras, el otro más charlatán y que se expresa básicamente
mediante insultos); conflictos (las tercas ovejas que van para donde
quieren); antagonistas (los osos dispuestos a comerse a las pobres
ovejitas); un espacio (la pradera); un tiempo específico y otro de carácter
histórico y socio-cultural (este último en vías de extinción).
Suerte de western crepuscular naturalista, Sweetgrass es un
documental que exhuda narratividad, asomándose con total desparpajo y sin
prejuicios a un mundo de hombres. Rodrigo Seijas
SECCION
NOCHES ESPECIALES
Rompecabezas
(Argentina-Francia, 2010. Dirigida por Natalia
Smirnoff).
Presentada en el
Festival de Berlín, Rompecabezas es el primer largometraje de Natalia
Smirnoff, egresada de la FUC y, durante años, asistente de Lucrecia Martel,
Alejandro Agresti y Ariel Rotter.
Aquí Smirnoff
nos presenta a María del Carmen, un ama de casa
–dedicada a su marido y a
sus hijos– que un buen día descubre algo
que le
alegra la vida: armar rompecabezas. Tanto le gusta hacerlo, y tan bien le
sale, que incluso encuentra un compañero con quien participar en la
competencia nacional de armado de rompecabezas, antesala clasificatoria para
un Mundial con sede en Alemania.
Entre práctica y
práctica, los rompecabezas pasan a ser todo en la vida de María del Carmen,
quien, una vez que descubre ese universo y se adueña de él, redescubre su
vida y se adueña de ella. Es que la pasión que esta mujer siente hacia esa
actividad va dando sentido a sus días, a sus idas al supermercado, a sus
horas de cocina, a sus charlas familiares. Esta es la historia, entonces, de
cómo una pasión puede hacer andar una vida.
Pero lo más
sorprendente de Rompecabezas no es su trama sino la forma en que
están delineados los personajes, genialmente definidos en cada rincón de la
película. Un marido incomprensivo, hijos que crecen, amistades viejas,
amistades nuevas y una mujer, una mujer que es el centro de todo (de la vida
familiar, de la vida en pareja, de la casa, en fin, de la película) y de
nada (en su propio cumpleaños ella misma se lleva la torta a la mesa), una
mujer que sostiene a los demás pero se olvida de sostenerse a sí misma. La
cámara de Smirnoff capta todo eso y lo captura, sobre todo en el rostro, el
cuerpo, la voz, la mirada y cada una de los movimientos de esa gigantesca
actriz que es María Onetto. Muy pocas actrices nacionales logran estremecer
la pantalla grande como ella lo hace.
Y entre todo eso
está la múscia de Alejandro Franov, que no pasa desapercibida. Con ella, Smirnoff genera una suerte de “suspenso” que rompe un
poco con la narración tradicional, disociando de alguna manera lo que vemos
de lo que oímos y vulnerando el posible anclaje de esta película en el
costumbrismo. Es que en Rompecabezas la puesta en escena no está
focalizada en los usos y costumbres de la clase media argentina sino que
está completamente al servicio de los diversos climas que la directora
quiere ir generando y que, a la vez, engendra esta historia por sí sola. La
intimidad, la gracia, el ridículo, la vergüenza, la emoción… todo se maneja
con una sutileza y una soltura dignas de admiración. Josefina García
Pullés
Los santos
sucios
(Argentina, 2009. Dirigida por Luis Ortega).
La
plasticidad del cine de Ortega es innegable, cada vez más volcado al diseño
y recorrido de espacios artificiosos, y menos preocupado por la narración
convencional, aunque la metáfora del viaje estructura la película. Un grupo
de hombres que viven entre las ruinas de fábricas abandonadas, en una Buenos
Aires ferruginosa y post apocalíptica, parten en busca de un río caudaloso y
mítico. Del otro lado, se dice, hay vida y esperanza. En el camino van
sumándose viajeros, mientras otros abandonan la empresa, y las vicisitudes
amorosas de la pareja protagónica (encarnada por Alejandro Urdapilleta y el
propio director) puntúan el recorrido por escenarios que recuerdan a los del
cine de Favio. De este último persiste la simpatía por los perdedores y los
descastados, así como algunos planos que se distinguen de otros por estar
compuestos en función de la anomalía física de alguno de los personajes,
extrañando la mirada del espectador. Más cerca de Soñar, soñar que de
Nazareno Cruz y el lobo o de Juan Moreira, nada ha quedado de
la crueldad amorosa de aquellas, de su humor, su aliento épico, su
exhuberancia lírica, su sensualidad. Marcos Vieytes
SECCION FUNCION APERTURA
Secuestro y muerte
(Argentina, 2010. Dirigida por Rafael Filippelli).
Filippelli vuelve a la carga
y el Bafici que lo adora le ofrece espacio. Basado en un relato-ensayo de su
esposa Beatriz Sarlo
–intelectual de "La Nación", pensadora cultural de un
posmodernismo plural y vacuo–, Secuestro y muerte cuenta las últimas
horas de un general atrapado por un grupo revolucionario que pretende hacer
justicia sobre hechos del pasado (el fusilamiento de unos alzados ante un
gobierno de facto y la desaparición del cuerpo de una mujer). No es casual
que al narrar de qué va el film yo lo haya hecho de esta forma; es apenas un
remedo de la que eligieron los guionistas. Al general no se lo llama
Aramburu; los jóvenes rebeldes ni se nombran individualmente (Firmenich,
Abal Medina, Ramus, Arrostito) ni como grupo (Montoneros), y menos se
nominan compañeros; Perón es el Jefe y Evita es esa mujer. Pero se dice
Rosas, y Mitre y Che Guevara, y uno no entiende bien por qué si nos
encerramos en una casa en el campo alejada de la urbe, lejos de la Historia,
a veces nos llamamos a silencio y a veces enunciamos explícitamente. Y
tampoco se entiende el uso de la voz narradora anticipando en palabras lo
que se ve luego en acción.
Película
de tesis, más teatro filmado que imagen en movimiento, se torna evidente la
limpieza aséptica de su concepción. Despolitización, ahistorización son los
parámetros que se ponen en juego. Un medio tono en el registro (dicción,
actuación) se impone por encima de los sucesos que se cuentan, como si la
pasión hubiera cedido su lugar a la excepción. Y así se crean escenas que
rozan la ridiculez o desprecian el verosímil más elemental (¿cómo es posible
que no sepan los secuestradores qué es lo que tiene el secuestrado entre sus
ropas? ¿Si ha llevado una lapicera o no? ¿Qué tipo de organización armada
conforman que sin registrarlo lo ponen en el auto entre ellos arriesgándose,
por ejemplo, a que saque un arma y dispare?).
A veces
parece como si los jóvenes snobs de Todos mienten, en lugar de jugar a
arrojarse literatura nacional, aburridos de su nadería decidieran arrojarse
con la Historia y “dale que matamos a un milico”. Aunque no puedan con su
genio y reciten versos y jueguen a adivinar personajes. No se habla de
política en acción, de esa que se enuncia a la par que se ejerce (sobre todo
en esos tiempos que se evocan) sino más bien de teoría política (y estoy
siendo generoso en la descripción), o de filosofía política (y sigo siendo
generoso), de abstracciones conceptuales (porque la calle y el barro de la
Historia ensucian a ciertos pensadores) que además pronuncia con seguridad y
mayor (auto)convencimiento el general que los captores, lo que provoca cierta
suspicacia y evidencia la adopción de un ítem central del posmodernismo: la
engañosa democratización de las voces. Todos pueden hablar y decir su
verdad. Como si las verdades fueran únicamente múltiples y esencialmente
relativas.
Uno
sospecha que detrás de ciertos mea culpa existen los lavados de manos
y las justificaciones de conciencia. Pero eso también es política.
Javier Luzi
SECCION FUNCION CLAUSURA
Los condenados (Argentina-España, 2009. Dirigida por Isaki Lacuesta).
Un grupo de estudiantes, al mando
de un profesor ex militante de un grupo armado en los 70, se encuentran en
medio de una selva realizando excavaciones ilegales para dar con el paradero
de los restos de un desaparecido. Al grupo lo conforman además la esposa y
la madre del buscado, otra militante
–madre de uno de los jóvenes– y un
recién llegado de España, compañero de armas, exiliado y ahora reconocido
adalid de los derechos humanos. Con semejante conjunción de personajes es
evidente que el eje del film se centra en las discusiones que dentro de la
misma izquierda se han dado tiempo ha. Los que se fueron, los que se
quedaron, los que entregaron, los que sobrevivieron.
Ante tanta
pasión que aún despierta este tema (y está bien que siga estando presente)
siempre es bienvenida una mirada extranjera que puede sentirse menos atada, más imparcial en el planteo de las dudas, los desaciertos, las
contradicciones. Y eso hace Lacuesta en Los condenados (el mismo
reparto de actores “comprometidos” así lo demuestra), aunque atrasa en sus
planteos y ofrece propuestas cuanto menos polémicas:
la figura de la madre está construida sobre la vejez y el excesivo cuidado
(rayano en la incapacidad y la ignorancia) de esa mujer que reza y prende
velas, con la mirada perdida y la inacción permanente (lejos, muy lejos de la
imagen que las Madres y Abuelas saben transmitir aún hoy día); las
muertes en los grupos armados de la guerrilla por casos de traición eran
informadas y dadas a publicidad como elemento disuasorio, pedagógico y
ejemplificante, mientras que aquí parecen venir a cubrir una necesidad dramática
demasiado calculada. Por lo demás, lo que muchos buscamos
todavía hoy es la develación de la verdad, y la justicia a partir de ella. Y
el film, con su final, parecería querer decirnos que lo que se va a
construir vuelve a levantarse sobre una mentira. Hacer foco en la izquierda
no debería llevar a olvidar pronunciarse sobre la fuerza que
ejercía el aparato represor, descontextualizando en consecuencia
–acaso
inintencionada, pero imperdonablemente–
la
situación.
A favor hay
que reconocer la fluidez de la narración, la puesta en escena clásica, el
trabajo con los cuerpos siempre expuestos en su desnudez, sus marcas, sus
llagas, y el registro actoral que hace creíble lo que se cuenta. Pero
Los condenados no puede salir de su propia trampa, de lo que le hace
decir a un personaje sobre la propia lucha armada: algo así como que
con buenas intenciones también se han hecho muchas cagadas, y que con semejantes
buenos tipos ni se necesitan enemigos. Suena lindo pero no deja de ser
una falacia. Nosotros no construimos enemigos. Están ahí, a la vuelta de la
esquina, acechando. Javier Luzi
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