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VELVET GOLDMINE

Gran Bretaña-Estados Unidos, 1998


Dirigida por Todd Haynes, con Ewan McGregor, Jonathan Rhys-Meyers, Toni Collette, Christian Bale, Eddie Izzard, Michael Feast, Emily Woof.



Escrita y dirigida por Todd Haynes, Velvet Goldmine se perfila como un ambicioso retrato de dos horas de duración. Entre sus objetos están el glam, aquella tendencia del rock'n'pop que tuvo sus quince minutos de fama –y algunos más– a comienzos de los '70, y uno de sus más estelares exponentes: el cantante Brian Slade (Jonathan Rhys-Meyers), un personaje de ficción que evoca libremente al británico David Bowie. Ya no en el centro, aunque muy cerca, otro cantante, Curt Wild (Ewan McGregor) parece querer encarnar a Iggy Pop, esa suerte de primo-hermano estadounidense de Bowie, fuente de mutua inspiración.

Desde el preámbulo, que nos instala fugazmente en Dublin durante 1854, año del nacimiento de Oscar Wilde, para postular que el célebre escritor gay había venido al mundo con la intención de "convertirse en un ídolo pop", Velvet Goldmine se planta como lo que es: un rompecabezas gigantesco, conformado por miles de piezas llamadas a recuperar una imagen. O dos imágenes que hacen una: la del glam (su apogeo, su caída) y la de Brian Slade. Ciento veinte minutos después se impone la sensación de que la mayor parte de esas piezas fueron pocas y estuvieron repetidas, mientras que otras piezas –nada menos que las esenciales– no acudieron a la cita.

Haynes toma prestado el modelo narrativo de un film habitualmente considerado, y con toda justicia, el más importante de la historia: El ciudadano. Como en él, un periodista emprende un viaje al pasado en busca de una verdad. Acá se trata de Arthur Stuart (Christian Bale), quien debe averiguar, por cuenta y cargo del diario Herald, qué ha sido de la vida de Brian Slade. El motivo es tan periodístico como el que disparaba el periplo en el film de Welles: corre 1984 y están por cumplirse diez años del episodio más resonante en la carrera de Slade, que una noche del '74 montó la farsa de su propia muerte sobre un escenario. Se había hecho disparar balas de salva, y el engaño fue descubierto 24 horas después. Pero a partir de entonces Slade empezó a morir otra muerte, tanto más lenta cuanto real: su fama empezó a caer, sus fans mermaron, la cocaína llegó a su vida para quedarse. Después no se supo más. La alternancia entre el pasado y el presente es la misma que la de El ciudadano. Está forjada por un puñado de entrevistas que operan a modo de bisagras. A saber: el primer manager de Slade, su esposa yanqui (la muy de moda Toni Collette) y el mencionado Curt Wild ejercitan su memoria ante el periodista para sumergirnos en largos tramos ambientados en los '70.

Permítaseme proseguir con el paralelo. En el film de Welles el objeto de la búsqueda es absolutamente puntual: el significado de la palabra "Rosebud". El viaje, empero, nos asoma a un universo riquísimo y complejo, dominado –no así acotado, desde ya– por el abismo entre las aparentes ambiciones de un hombre, plenamente realizadas, y ciertas necesidades profundas, insatisfechas, que lo sumen en la angustia y la desolación. Velvet Goldmine invierte redondamente los términos. Junto al periodista (que funciona como alter ego del realizador), el film todo se propone ni más ni menos que desentrañar las claves de una época. Pero en lugar de recorrer el camino que va de las apariencias a la esencia, o de elaborar una mirada, se limita a exponer machaconamente la versión oficial del glam: declaraciones ligeras y rimbombantes en defensa de la bisexualidad, cuerpos bañados en brillantina, frases de remera fabricadas para la prensa, plumas y ropa loca por aquí, poses y más poses por allá. Así era el glam, se me dirá. Respondo: así es esta película, que encierra al glam en ese laberinto pretensioso, estilizado, amanerado. Que no remite tanto a los '70 como a la cultura de las supermodels, ese signo finisecular. A ese glam, tan degradado, Velvet Goldmine lo pinta como un fenómeno grandioso. A partir de los que lo recuerdan ante el periodista (que, dicho sea de paso, es un ex fan de Slade bastante desapasionado y chato) pero también –y especialmente– a partir de la aplastante reiteración de esos pocos y chillones rasgos de una punta a otra del relato. Estoy hablando de las dos horas y fracción más aburridas de 1999.

Pero el glam era mucho más que eso. David Bowie, por caso, no sólo ha sido un cultor de las extravagancias, un profeta de la "imagen" o un pionero de los recitales-performances, sino un tipo con talento... cosa que le falta llamativamente a Slade. O que, en el mejor de los casos, le viene completamente de arriba. Es que una ajustada banda de sonido a cargo de Placebo, Pulp, miembros de Radiohead y Sonic Youth –entre otros– le provee un puñado de covers y canciones bien a tono con la época.

Hay que comprar el CD.

Guillermo Ravaschino     


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