Vampiros tiene la grandeza de esas obras que
    se ciñen ajustadamente al corazón de un género y, al mismo tiempo, despliegan un
    arsenal de ideas fílmicas novedosas. Carga con todo el bagaje necesario para calificar
    como genuina representante de los "films de vampiros", pero no se queda allí.
    Una película de género puede no ser buena la mayor parte no lo es y un buen film de género
    puede no ser un gran film. Vampiros es ambas cosas. Se merece un lugarcito, sino
    un lugar, al lado de títulos como Los imperdonables y El padrino. 
    Jack Crow es un destructor de
    vampiros. Y Vadek es el primer vampiro registrado por las crónicas eclesiales la Iglesia es
    quien tiene la posta aquí y vaga por el mundo desde el siglo XIV. Pero esto no se sabe
    desde el vamos. Una de las vigas maestras de Vampiros es un extraordinario manejo
    de los tiempos. La calidad de la información es alta: casi todos los datos acerca de la
    naturaleza de los vampiros, de los destructores y de la situación hacen a un
    todo coherente. Su cantidad responde a la más sabia dosificación. No es el primer film
    armado como un rompecabezas, pero es uno de los pocos en los que cada una de las piezas
    encastra con las otras sin dejar resquicios. 
    Carpenter se apropió de ciertas leyes
    proverbiales del mito ("los vampiros sólo mueren cuando se les perfora el corazón
    con una estaca de madera", "los vampiros se tuestan bajo el sol"... ) y
    descartó otras ("los vampiros huyen de las cruces y los ajos", por ejemplo).
    Hay un cardenal que atesora y amarroca, ¿cuándo no? ciertos datos esenciales
    acerca de los vampiros. Pero no actúa solo, y aquí Carpenter es rigurosamente realista: es un hombre del
    Vaticano. El Vaticano, precisamente (y con exquisita sutileza, no esperen planos generales
    de su famosa piazza), aparece como el financista de la cruzada contra los muertos
    vivos. Y al mismo tiempo... como el culpable de la llegada al mundo de los freaks.
    Hay una reelaboración de otro mito, el del exorcismo, que sirve para explicitar
    el asunto. No demasiado que no estamos hablando de una ciencia exacta, ¡voto a Max
    Schreck! ni de un solo saque. Sí con dirección. Todo tiende a hacer foco
    sobre un par de obsesiones que, como los vampiros, vinieron un día para quedarse: el
    pánico frente a la muerte y la arcaica no por eso menos vigente idea de la carne
    escindida del alma (o del espíritu, o de la mente). 
    Jack es el brazo armado. Claro que
    también piensa, y se toma la cruzada como un reto personal, pero eso se sabrá después
    (en parte durante los pocos tramos rutinarios que ofrece el relato). Lo primero que se
    sabe, lo primero que se ve, es cómo se las rebusca su abigarrada legión de cowboys
    para exterminar la plaga. Una carnicería muy bien filmada, cuya fría crudeza ya empieza
    a despegar a Vampiros del montón. La mayor crudeza, empero, no la aporta la
    violencia sino el espeluznante estado de transición que se cierne sobre algunos
    de los personajes. Una ramera, Katrina, será mordida en la yugular. Las pocas horas de mortal
    que le quedan por delante la convertirán en el terreno de una batalla desgarradora.
    Combatirá como humana a los vampiros (entregando información que sólo puede conocerse
    en su singular estado) y, al mismo tiempo, se irá aproximando irreversiblemente, muy a su
    pesar, a la condición de Nosferatu. Katrina está en poder de los destructores, y aunque
    no lo sabe, estos ya tienen decidido eliminarla cuando deje de serles útil. Carpenter
    dirige al público como muy pocos directores de terror: lo atormenta con el
    sufrimiento de Katrina, pero lo sacude aun más con esa certeza oscura, inapelable, que
    ella no alcanza a imaginar. Habrá otros humanos en tránsito. Uno de ellos,
    decidido a morir como vampiro una vez consumada la transformación, pide una tregua hasta
    la noche. Dualidad sublime, trágica, sellada por una dignidad terminal
    francamente perturbadora. 
    El presente de Vampiros es tan
    candente que uno deja de intentar adivinar "qué es lo qué vendrá" mucho antes
    de que se enciendan las luces. Su puesta actoral es asombrosa. No se diría que ofrece
    grandes interpretaciones, pero sí memorables máscaras. Todas comparten un cielo plagado
    de nubes ominosas, entre las que se filtran los salvadores léase: mortíferos rayos del
    sol. Y una soberbia fotografía en alto contraste se ocupa de que en los días nunca dejen
    de acechar las sombras siniestras de las noches. 
    Guillermo Ravaschino
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