La opera prima del australiano
Michael Rymer se llevó casi todos los premios del Instituto de Cine
Australiano (algo así como la Academia del Commonwealth). Está centrada
en Kate (Jacqueline McKenzie) y Harry (estupenda composición del
irlandés John Lynch), jóvenes que van por la vida con un pie a cada lado
de la psicosis.
Se conocen a poco de
empezar, en un grupo terapéutico. El se enamora primero, y una frenética
persecución por las calles de Melbourne le sirve para conquistar a esa
que se ha convertido en la chica de sus sueños. Poco después ya están
viviendo juntos, lo que desencadena una serie de conflictos. ¿Cómo va a
mantenerse Harry, que abandonó la comodidad del departamento de su
hermano y a esa familia sana en cuyo seno, casi por inercia, su
patología parecía desvanecerse? Los desafíos de Harry no terminan ahí.
El será el hombre de la casa, con todo lo que ello implica para una casa
como esta: deberá cargar con su propia locura y con la de su mujer, esa
carita de ángel desfigurada por angustiantes rictus cada vez que los brotes
la dominan.
Sin dejar de ser una
película sobre locos (o más exactamente, borders), Un ángel a
quien amar es una historia de amor con la que cualquiera podría
identificarse. De allí proviene su inquietante, por momentos incómoda
ambigüedad.
La pareja no sólo se
consuma a expensas de los mentados beneficios económicos, sino de un
tratamiento terapéutico que parecía muy bien encaminado para los dos. El
pronto embarazo de Kate, con el que deciden seguir adelante contra la
opinión de los médicos, los obliga a suspender la ingesta de
psicofármacos "en bien del niño", cosa que los aproxima a un
abismo insondable. El romance contra viento y marea, la indiferencia
frente a los costos que debe pagar la pasión, el amour fou, en
suma, hace las veces de un firme puente hacia
la sensibilidad del espectador común (para el caso: no psicótico). Como
si el film postulase que la llama que envuelve a Harry y Kate es la misma
que crepita atrás de cualquier par de amantes "convencionales".
Otro puente es el
extraño optimismo que rescata a nuestros enemorados (que no están
estereotipados: se atormentan y sufren como cualquier loco que se precie)
en los momentos de mayor ansiedad. Algo así como un brote de sanidad
que los hace agitar los brazos como alas frente a otro abismo, el del West
Gate Bridge, uno de los imponentes parajes de Melbourne, que siempre
aparece como una ciudad ajena, como un marco desolador que aísla a la
parejita. También hay una muerte gratuita, poco antes del final, que no
llega a empañar a una película franca, directa, que se anima a esquivar
el esquema de los locos-cuerdos y los cuerdos-locos que las producciones
norteamericanas no han dejado de fatigar desde Atrapado sin salida,
un film de 1975.
Guillermo
Ravaschino
|