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EL PROYECTO BLAIR WITCH
(The Blair Witch Project)

Estados Unidos, 1999


Dirigida por Daniel Myrick y Eduardo Sánchez, con Heather Donahue, Michael Williams, Joshua Leonard.



The Blair Witch Project es muchas cosas a la vez.

En este orden:

Una marca registrada odiosa, apabullante, con miles de sucursales en la red, que antes de permitir la visualización de una mísera foto de la película –u ofrecer una pieza de información relevante– despliegan docenas de ridículas ofertas (no por eso menos entradoras: estuve a punto de adquirir un colgante por U$S 6.99).

Un fenómeno de masas. Objeto de fetichismo, culto y admiración de millones de jóvenes, especialmente norteamericanos.

Un tema de conversación. En la última semana, por lo menos cuatro personas a las que el cine les interesa poco y nada me recordaron a "esos pibes que se llenaron de guita con una película de dos mangos".

Un film ingenioso. Que se inscribe dentro de una tendencia que viene causando furor en el circuito offbeat estadounidense: la de los mockumentaries, o falsos documentales, que aprovechan los borrosos límites entre la realidad y la ficción. Claro que no se trata de una novedad (ya la practicó Orson Welles en el formato radiofónico, cuando montó la farsa de una invasión marciana allá por octubre del '38) ni de una moda estrictamente norteamericana: muchas películas de Abbas Kiarostami, el iraní más consagrado, juegan con esta misma idea, que también está en la base de El espejo, de su discípulo Jafar Panahi. Lo que hicieron Daniel Myrick y Eduardo Sánchez es combinarla con un añejo género que todavía goza de la mejor salud: el terror-suspenso.

La película arranca con una frase pegadora que resume buena parte de su periplo: "En octubre de 1994, tres estudiantes de cine desaparecieron en un bosque de Maryland mientras rodaban un documental. Un año después, se encontró lo que filmaron". Como punto de partida es impecable. Se sugiere que murieron, incluso en circunstancias trágicas, sin necesidad de anticipar ningún dato clave. Se prepara al espectador para la farsa. Es decir, para las imágenes de ese supuesto documental que, en condición de tales, no deberían ser prolijas ni profesionales. Para las imágenes de The Blair Witch Project. Que por un lado honra aquella premisa: lo que se ve, en efecto, podría haber sido filmado por tres y nada más que tres personas (el efecto de realidad es tan impresionante que aunque se sabe que es un film de ficción, se lo ve como un documental). Y por el otro obtiene de ella el pasaporte para su permanente desprolijidad. Una desprolijidad que es absolutamente funcional –mucho más que la de Los idiotas de Von Trier, por caso– ya que converge y se potencia con la trama.

El film dentro del film es uno de esos más o menos típicos intentos por dar cuenta de una leyenda popular. En este caso, la de una bruja que asesinaba niños en el bosque de marras. Tras unos pocos reportajes, el trío se interna en la espesura para tomar imágenes in situ. Por cierto que ya no saldrán de allí. Llevan una cámara de 16 milímetros, con rollo blanco y negro, para la película, y otra de video para los entretelones de la filmación. La combinación de ambas redunda en un collage de tonos y texturas sugestivo e inquietante. Ahora bien: lo que se ve está profusamente editado. ¿Cómo o quién, a falta de ellos tres, administró los cortes y la mezcla de sonido? Esta es una de las preguntas que The Blair Witch Project deja sin respuesta. Pero el interrogante no entorpece el curso de la historia. Surge después.

Troncos esmirriados, pálidos, hojas secas que parecen tapizar el suelo desde el comienzo de los tiempos. Una luz blanquecina y fantasmal filtrándose entre las ramas. El bosque es un personaje decisivo, acaso el principal. La pieza clave de un terror en off –es decir: no explícito– como no se veía desde Stalker, la obra maestra de Andrei Tarkovski a la que The Blair Witch Project le debe mucho más de lo que parece. Un eximio trabajo de sonorización se encarga de doblar al bosque, duplicando las angustias visuales en un abanico de susurros cada vez más lúgubres, que oportunamente se convertirán en gritos. Toda música incidental hubiera estado de más.

La película es bastante monocorde. En parte para bien, ya que los jóvenes pierden el rumbo, empiezan a desesperar y la reiteración –ese círculo asfixiante de ramaje y hojas– es parte esencial de la angustia de los extraviados. Pero a The Blair Witch Project le sobran unos cuantos minutos. Algo parecido ocurre con los aullidos, ya no del bosque sino de los protagonistas, que a veces se pasan de rosca. Con lo que algunos picos de terror corren el serio riesgo de disolverse en risitas involuntarias.

Guillermo Ravaschino     

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