HOMEPAGE
ESTRENOS
VIDEOS
ARCHIVO
MOVIOLA
FORO
CARTELERA
PRENSA
ACERCA...
LINKS















THE TRUMAN SHOW

Estados Unidos, 1998


Dirigida por Peter Weir, con Jim Carrey,
Ed Harris, Laura Linney, Noah Emmerich, Natascha McElhone.



The Truman Show parte de una premisa que podría haber sido la base de un respetable mediometraje de ciencia ficción: ¿qué pasaría si a un individuo le producen un mundo aparte, ficticio, en el que todas las personas –excepto él, que no estaría al tanto– actúan sus respectivos papeles? La película de Peter Weir (Testigo en peligro, La sociedad de los poetas muertos) ensaya una de las respuestas posibles. Pero a poco de andar el director
–el film se aparta de esta cuestión en favor de otras, mayormente de índole moral, poco o nada relacionadas con la ciencia ficción y sus vigas maestras.

Jim Carrey encarna a Truman Burbank (el nombre de pila opera como un juego de palabras en inglés: True Man="hombre verdadero"), involuntario animador de un programa de televisión que comenzó con su nacimiento y debería terminar el día de su muerte. El Truman Show es eso, la historia íntegra, en tiempo real, de su vida. También es la más faraónica producción jamás emprendida por un medio audiovisual: miles de cámaras, un gigantesco set de filmación –eso es Seahaven, la isla en la que vive Truman– con actores principales, secundarios e innumerables extras. La corporación que promueve el show (y a la que Truman pertenece en términos legales) es un monopolio incuestionado, omnipotente, al que preside un capo mediático llamado Christof. Esmirriado, parco, gélido, de mirada penetrante, mezcla de empresario con gurú, siempre vestido de negro (¡y encima pelado!), así es el personaje que compone Ed Harris...

La vertiente moral de la cinta también podría tomar forma de interrogación: ¿hasta dónde tiene derecho la industria del espectáculo a manipular la vida de una persona para convertirla en un show? Y eventualmente: ¿hasta dónde son cómplices los espectadores? La progresión del film, signada por la inocencia, toma de conciencia, asfixia y rebelión de Truman, transparenta la "postura" del director: Peter Weir debe sentirse por lo menos indignado ante semejante estado de las cosas. El problema es el color de aquella indignación, sus matices. Y sus destinatarios.

En el futuro que imagina Weir (indeterminado aunque los automóviles y la tecnología lo sugieren muy próximo), el Truman Show tiene tal repercusión que los fanáticos de Los expedientes X, en fervor y cantidad, quedarían reducidos a porotos. Ahora bien: tal impacto encierra una contradicción de proporciones. El furor es desatado por la veracidad de Truman, que opera por identificación. Cada cual se mira en Truman, o cree verse. Los espectadores palpitan las vicisitudes de Burbank como si fueran propias. Viven más en él. Pero lo cierto es que en el Truman Show, lo único real es Truman. Y lo real, en Truman, es que vive inmerso desde hace 30 años en la mais grande construcción argumental. Sus circunstancias reproducen cualquier cosa menos la experiencia cotidiana de la "gente común", esto es, del público. Semejante impostura ni siquiera podría justificarse en nombre del morbo de la teleplatea, que es lo que eleva los ratings de los todavía vigentes reality shows. Estos se alimentan de lo anormal (brutal, conflictuado, extremo) de las almas reales que exponen, mientras que la esencia del show de Truman pasa por la normalidad caricaturesca, pero normalidad al fin que le fabrican al protagonista. ¿Serán los espectadores del futuro, prolongación de los de hoy, lisos y llanos imbéciles? El personaje de Natascha McElhone (la única que se escandaliza) no altera este panorama. Antes bien, es la heroína individual, esclarecida, que certifica la estolidez de todos los restantes.

En lugar de combatir al stablishment, The Truman Show se apropia de su excusa más añeja, esa que reza que "al público hay que darle lo que quiere ver". No por nada el film de Weir ocupa cerca de dos horas dándole a su público un show que virtualmente coincide con el de Christof. Y vuelven las preguntas: ¿es eso lo que quiere ver el público de Weir? Es de creer que, cuanto menos, el público no quiere ver tanto de eso. No lo necesita, ni siquiera para seguir el hilo argumental. Para Weir, en el fondo, su público no difiere del de Christof. El show de Truman, pues, es lo que Peter Weir quiere que sus espectadores vean. El hecho de que su impresionante despliegue de producción sea el mismo que el de la película constituye el primer indicio de que The Truman Show lleva el germen de los males que denuncia. No es para nada aventurado ver en Christof a un alter ego de Weir.

Y en este punto hay que preguntarse cuál es el lugar del espectador real. ¿Se supone que The Truman Show sólo debería ser vista por esa masa de idiotas cómplices, a la que agrede subliminalmente? Si así fuera, deberían haberlo anunciado en los afiches. En cualquier caso, y si es verdad que todo film nos mira (yo creo que lo es), The Truman Show nos mira como imbéciles.

Más allá de su extensión, la primera etapa del film alcanza singulares climas: mucho antes de conocer las claves de lo que acontece, el espectador es invitado a contemplar a Burbank como si se tratase de un ciudadano corriente. Simultáneamente aflora una inquietante sensación de irrealidad, casi de magia. En parte gracias a los encuadres (muchos de los cuales, se sabrá después, corresponden a las cámaras de TV), en parte por los chivos publicitarios que se cuelan en el show, en parte por la escenografía excesivamente impecable, que es la de la falsificación.

La posibilidad de que una persona sea jurídicamente poseída por una corporación implica que las clases dominantes lograron desarrollar al máximo sus ya abultados recursos para engatuzar a la ciudadanía. Esto no comulga con la enfática perfidia que Christof esgrime en cada una de sus apariciones públicas. Es un dato comprobado –aunque este tipo de superproducciones se empeña en escamotearlo– que a medida que adquieren experiencia, los sistemas refinan sus métodos. Llegado el caso, una empresa de imagen como la que está detrás del Truman Show jamás tendría por vocero a un sujeto repugnante como el que actúa Ed Harris, por más que fuera el director del show. En una perspectiva más acotada –es decir como crítica de la televisión– The Truman Show fracasa por caricaturesca. Vicio persistente, si los hay, entre los cultivados por la pantalla chica.

No es dable develar la suerte que le espera a Truman Burbank, pero casi nadie sale airoso de The Truman Show. Si los que miran a Truman conforman una amarga galería de cómplices (el muestrario es consabido y bruto: el viejo que mira TV en la bañadera "representa" a todos los viejos, las camareras del bar a las chicas que trabajan, el par de ancianas a las solteronas, etc.), quienes trabajan en el show encarnan a una nutrida fuerza laboral... compactamente doblegada por la farsa.¿Será a causa del dinero que les pagan? ¿Será porque se tragaron el sapo de la obediencia debida? ¿Será por la reforma laboral... ? La película no se toma el trabajo de responderlo.

Se ha dicho que Carrey se consagró actoralmente con este papel. La verdad es que Jim hace lo estrictamente necesario –que no es mucho atento a la naturaleza del personaje– con la triste yapa de unas cuantas monigotadas incluidas para revivir circunstancialmente al personaje de La máscara. El gran actor que es Harris, en cambio, se vio obligado a edificar su rol con retazos de villano que no podrían ser más gruesos. En un punto, los espectadores de The Truman Show, la película, se asemejan a los del show dentro del show: son las víctimas de un complejo operativo destinado a manipularlos. Claro que los métodos de Peter Weir son infinitamente más refinados que los del maléfico Christof.

Guillermo Ravaschino    

ARTICULOS RELACIONADOS:
   >Crítica de Ed TV
   >Crítica de El mundo de Andy
   >El desprecio (polémica)