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Estados Unidos, 2001


Dirigida por Todd Solondz, con Selma Blair, Leo Fitzpatrick, Robert Wisdom, María Thayer, Angela Goethals, Devorah Rose.



Para algunos críticos a veces es tentador reducir la obra de ciertos autores a una línea. A favor o en contra, se intenta condensar todo en una frase. En el caso de Steven Spielberg: "Un cine que parte de la niñez", o en el de Rohmer: "Excepcional madurez para tratar las relaciones humanas". Conocemos estos comentarios simplones, de afiche, pero lo que quería destacar son los estadios de la vida que, se supone, son más artísticos: la niñez y la madurez, entendiendo ésta como la plenitud intelectual de alguien que presumiblemente ya es viejo. Digamos que son etapas de la vida que no parecen agotar su poesía, o al menos resultan insondables en su misterio.

Ahora, nadie –ni en una línea– elogia una obra como adolescente. Será que la adolescencia es una edad dolorosa, indefinida y obvia, por lo que es imposible que no se convierta en un término peyorativo. Algo adolescente es algo a medias, sin verdadera personalidad, a pesar de las depresiones, pataleos y angustias que sufren esos pobres tarambanas que todos fuimos alguna vez.

En mi opinión, emulando a los críticos de una línea, eso es el cine de Todd Solondz: adolescente. Una visión exacerbada del patetismo norteamericano de clase media o media alta, que él detesta, pero que no puede superar ni analizar. Solondz no es cínico, busca específicamente serlo. Desea lo peor para sus personajes y fuerza la trama hasta conseguirlo. Es un mal cine de guión, ya que el armado de las escenas y los diálogos expresan de una manera muy directa lo que el director quiere decir; su universo nunca se plasma del todo en el celuloide, lo adivinamos ya escrito, demasiado intencional.

De todas formas, Solondz es un realizador muy actual. El cinismo como estética está de moda, es aplaudido como algo serio, quizás porque continúa siendo una prolongación del mismo sistema que estos "ácidos creadores" intentan criticar. No molestan en la medida de que no ofrezcan otras lecturas, que es lo que –digamoslo aunque suene pomposo– el sistema más teme. Solondz, lo ratifica con Storytelling, detesta de manera intelectual los formalismos sociales norteamericanos y hace de eso su sello, pero creo que la crítica mordaz que no ofrece un ataque ideológico termina siendo sólo un acto de ingenio o de exhibicionismo. Los ingleses lo saben mejor que nadie, y por eso inventaron esas comedias supuestamente irónicas respecto a su sociedad, así uno se ríe de lo que es sin dejar de serlo. No digo que el arte cambie al mundo, eso es otra visión infantil y anticuada, pero sí que haga pensar y replantearse cosas si es que esa es la intención explícita del director. En un mundo desideologizado y genocida pretender ser un subversivo por el mero hecho de ser violento es una chiquilinada, precisamente porque esa es la violencia que se nos ordena asumir como valor, la violencia al voleo, porque sí, de origen propagandístico más que filosófico.

El cine mundial refleja un poco de esta lastimosa falta de agallas creativa. Pudimos ver en el Festival del año pasado films como La Isla, del coreano Kim Ki duk, que intentó hacernos creer que detrás de esa violencia gratuita y pretenciosa había un "audaz juego de seducción", o tuvimos a Haneke, un tipo empeñado en sacudir al espectador con un sadismo antiséptico y pacato que, lejos de convertirlo en Buñuel, lo convierte en un realizador de films superficiales y efectistas. No por nada Haneke viene de la televisión, esa moral prepotente y puritana tiene que ver más con la tele que con el cine.

Ejemplos de este vanguardismo de juguete hay miles, incluso hoy nos "shockean" con películas con escenas de sexo explícito. ¿Para qué? Falta de ideas, será, porque la intención de ser más verídicos o más crudos únicamente por poner sexo es una estupidez, si es que no es simplemente una estrategia marketinera. Cito a Romance, o Baise Moi (proyectada en el Festival 2001). Hace años que se inventó el sexo explícito y se puede alquilar candorosamente en cualquier videoclub, sin tantas pretensiones.

En fin, todo esto es un tema sociológico y no cinematográfico. En mi opinión ese es uno de los grandes problemas del cine actual, al hablar de cine uno termina hablando de cualquier cosa menos de cine. Parecería que se reflejara el mundo a través de la televisión, falsa representadora de la realidad, y no a través de la estética y de la moral que surge de un arte como el cine. Igual en los últimos años tuvimos algunos ejemplos de ese cine en serio: Garage Olimpo (gran film que continúa pasando inadvertido), Recursos Humanos, Criaturas Celestiales... pero son excepciones y no han dejado mucha huella, aunque toquen temas como la locura, el genocidio, el desempleo y la tiranía empresarial.

Tolondz, fiel a la moda, no plasma ironía en sus personajes sino que los manipula para que sean irónicos. Siempre lo hace de una manera acartonada, ingenua. En su film anterior, Felicidad, buscaba más escandalizar al norteamericano medio que retratar sus miserias. Fue una devolución de basura tragada, no una lectura implacable. En Storytelling vuelve a lo mismo. Entendemos que Solondz rechaza esa forma de vida pero también que no puede procesarla ni criticarla de verdad. No se separa de ella, la exacerba por medio del asco. Con esto me refiero a lo anterior, al cinismo fashion. Está bien visto siempre y cuando no se vuelva subversivo y nombre a ese poder que en teoría ataca.

Films como El Club de la Pelea siguen esta línea, donde el protagonista puede fajarse con todos y volar edificios siempre y cuando no sea un terrorista lúcido y contestatario sino un esquizofrénico que no sabe lo que hace; en Belleza Americana Kevin Spacey puede dejar de trabajar, no darle bola a su mujer y desear a la amiga de su hija siempre y cuando sea asesinado al final; es decir, podemos armar mil quilombos pero sin decir abiertamente que tanta mierda puede ser destruida por medio de la rebelión y del goce. Eso no está permitido, ni siquiera se enuncia.

Así, Solondz en Storytelling otra vez hace sufrir a sus personajes hasta causar risa o desprecio sin darles un vuelco trágico, lo que, en definitiva, puede ser uno de los motivos del arte. ¿Acaso no hizo eso Buñuel en Los Olvidados? Mostró la miseria y la pobreza desde un marco poético y desesperado pero también ideológico, donde su visión pesimista sobre esos chicos condenados se volvió una acusación. En la citada Garage Olimpo, el director, Marco Bechis, se sumergió en el horror absoluto –un centro de detención de la última dictadura militar argentina–, y sin embargo consiguió escenas de terrible contundencia estética, llegando a la tragedia desde la misma puesta en escena. Esta unión de estética y muerte como tema central es quizás hasta profana, pero absolutamente honesta al cumplir su cometido de arte y denuncia de una manera tan directa y –recordando el final de Garage Olimpo– sublime.

La convención hoy es burlarse y denigrar a los personajes y a sus historias. Esta falta de convicción en lo que se dice es el gran vicio de la frigidez posmoderna. Los hermanos Coen llevan ventaja en esto, se saben incapaces de mostrar más de lo que ya se vio, por lo que retuercen y opacan a sus personajes con disparates argumentales y burlas infantiles tratando de hacerlos interesantes. El cine dio muchísimos directores violentos, existenciales que no pueden evitar los extremos (Herzog, Scorsese, Buñuel, Favio, Eustache, etc.) y uno les cree; la fuerza de sus imágenes nunca sugiere parodia o burla en sí mismas, brotan de la misma historia, que igual puede ser paródica o irónica. Solondz apela de manera sistemática al shock. No cree en sus personajes sino en el resultado de sus personajes. La necesidad de ser sarcástico, viejo anhelo de los creativos, parece ser que otorga una especie de prestigio o al menos legitima la canchereada frente al mundo. Felicidad fue eso, pero en Storytelling Solondz por momentos se olvida de su fórmula y casi se deja llevar por caminos más interesantes. El asunto es que tampoco cobran vida esos personajes ni sus historias. Todos caricaturescos, exagerados, demasiado feos, terminan parodiando la parodia que son en realidad, y no pueden sacar toda esa angustia que late por momentos en el film. El narcisismo del director los aplasta con maliciosas jugarretas de guión y, sin llegar a la mera crítica, se queda en la burla.

Julián Monterroso     

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