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SOBRE LA TIERRA

Argentina, 1997


Dirigida
por Nicolás Sarquís, con Graciela Borges, Germán Palacios, Peter Gavajda, Lito Cruz, Pochi Ducasse.



"No me atraen los conflictos de la actualidad inmediata, ni tampoco la temática urbana. Están suficientemente vistos en el cine y la televisión y no aportan nada original." Las palabras son de Nicolás Sarquís, un cineasta que suele dejarse seducir por tiempos y temáticas que van a contramano del decálogo del cine comercial. Ha filmado cinco largometrajes en 30 años. Maneja tiempos largos (muy largos: Facundo, la sombra del tigre, de 1995, duraba tres horas y fracción). Suele alumbrar obras de digestión compleja. Su nuevo opus, Sobre la tierra, marca el retorno cinematográfico de Graciela Borges como la protagonista de una historia densa, difícil... para bien y para mal. Porque sería obtuso no advertir en la película la presencia de una sensibilidad personal, tan poco frecuente en estos días, que se apoya en una relación directa –la que establece el director con el mundo– más que en transitadas referencias cinematográficas. Al mismo tiempo hay que decir que muchas veces esa sensibilidad no termina de cuajar, se queda apenas en esbozo.

El pasado vuelve a ser el territorio predilecto para las expansivas reflexiones de Sarquís. La trama es poco más que una excusa. El barón Max Von Kleist (Peter Gavajda) y su esposa, la baronesa Vogel (Borges), llegan a la Argentina desde Alemania a mediados de los años 20. Se establecen en Campo Grande, un casco de estancia en medio de la pampa yerma, en la que el tiempo parece suspendido. Unos cuantos baqueanos deambulan como fantasmas (y hablan un idioma ajeno), la pradera linda con una laguna que semeja el mar. La soledad es otro dato del paisaje. Pasa poco: la agonía del barón, las tribulaciones de la baronesa, que ha trocado la civilización por un destino aparentemente nulo, su progresiva atracción por Saldías (Germán Palacios), un gaucho torvo que parece su antítesis y por eso, tal vez, la complementa.

Sobre la tierra es generosa en cámaras en mano (muchas de ellas describen movedizos travellings) y esquiva, toda vez que puede, los preciosismos lumínicos ante los que acostumbra sucumbir el cine de ficción. La textura resultante luce un cierto déja vu, como de cine experimental. Sarquís sacó partido de la profusión de ángulos y vistas hacia y desde el casco de la estancia. Lo mejor de las dos horas largas de Sobre la tierra son ciertos pasajes puramente visuales que consiguen exteriorizar las procesiones interiores de los personajes, casi siempre de la mano de feroces oposiciones conceptuales. El afuera y el adentro, el día y la noche, el hombre y la naturaleza le hacen honor al desamparo circundante con fragmentos de auténtica potencia visual. También los instantes previos a una gran tormenta, coronados por la estampa surrealista de los parroquianos bajo un paraguas, en el medio de la nada.

Cierto es que unos cuantos problemas conspiran contra la emoción de las imágenes. Los pasajes poéticos (todos ellos "no narrativos") operan como separadores de otros, que son mucho más largos y tributan a cierto folklorismo bastante caminado por el cine nacional. Al sonido de los diálogos les falta ambiente (muchos suenan más a estudio que a Pampa abierta) y, en más de una ocasión, naturalidad. Gra cumple con su cometido –sentirse plena, compasiva, desgarrada, en un medio tono cercano al llanto existencial– y Gavajda no desentona. Pero muchos bocadillos de la peonada están forzados y otros, acusan más color porteño que el deseable. A Lito Cruz, que había demostrado su asombrosa ductilidad en Sotto Voce (Mario Levin, 1996), el film lo vuelve a confinar al territorio de unos pocos tics como el criollo Iglesias, regente del boliche pueblerino.

Guillermo Ravaschino