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SLAM

Estados Unidos, 1998


Dirigida por Marc Levin, con Saul Williams, Sonja Sohn, Bonz Malone, Beau Sia, Andre Taylor, Lawrence Wilson.



La vida te da sorpresas y el cine de negros, también. Al mismo tiempo que Spike Lee, padre y tutor del rubro, tocaba fondo con Verano infernal, Marc Levin, un director absolutamente desconocido por estas pampas, desembarcaba en Buenos Aires con un film movilizador. Slam ofrece dos vetas temáticas poderosas para quien quiera y sepa desarrollarlas. La del ambiente carcelario de la capital estadounidense (Washington está poblada por un 70 % de negros, porcentaje que crece dramáticamente dentro de las prisiones), y la del slam, o slamming, que podría traducirse como recitado en vivo, aunque es mucho más. Se trata de una saludable moda norteamericana encarnada por jóvenes que salen a vocear sus poemas en unos tugurios que tienen algo de las extintas tertulias porteñas. En las que un auditorio fervoroso asiste ruidosa, y a la vez respetuosamente, a la lectura o improvisación de los versos por cuenta de sus autores. Que si son negros, los condimentan con tonos de prédica (en el estilo de un Martin Luther King) y de catarsis febril, expansiva, liberadora como la que persigue la mayor parte de la música rap.

Slam hace foco en Ray Joshua (Saul Williams, un verdadero slammer), poeta suburbano que se gana la vida vendiendo marihuana en las esquinas. Una noche tiene la desgracia de estar al lado de otro negro en el preciso momento en que un balazo le perfora la sien. Y va preso. Acá está la mejor parte de la historia, cuyo coproductor y guionista, Richard Stratton, pasó varios años en una cárcel federal. El retrato de la vida tras las rejas convierte a Slam en uno de los pocos films (junto a Un hombre inocente, de Peter Yates) que pintan a las cárceles como lo que son: el ámbito ideal para que las prácticas del delito se reciclen; la garantía de que el que entró, aunque salga, tarde o temprano volverá para quedarse. Slam sugiere que la tragedia de tantos negros –asimilables a los cabecitas negras, y no tan negras, de estas latitudes– está sellada de antemano. Que el Estado los requiere allí, entre rejas.

Otra cosa es el hecho de que Ray zafe de las amenazas de uno de los peligrosos clanes de la prisión gracias a sus talentos poéticos. Más allá de su energía e inspiración, cuesta creer que unos cuantos versos improvisados –rapeados– disuadan a tan temibles sujetos en el preciso momento en que se disponen a liquidarlo. Pero en fin: el asunto es que Ray también deslumbra a Lauren (Sonja Sohn), una trabajadora social que se empeña en educar, o reeducar, a los internos. Las clases de Lauren son interesantes. Con optimismo pueril, ella les sugiere que abandonen el círculo vicioso del delito. Casi todos iletrados, los presos le responden con verdades tan simples como trágicas. ¿Qué otra cosa pueden hacer? ¿A qué otra actividad pueden consagrarse para obtener "valores" del sistema?

Una vez afuera en libertad condicional, Ray visita a Lauren. Empiezan a noviar. Ella lo introduce en las trasnoches de slam. Lauren también arrastra un pasado de drogadependencia lastimosa, supuestamente superado, que le refriega a Ray de un modo que recuerda a los evangelizadores televisivos. En este punto Slam parece querer asociarse con la chica (¿a qué, si no, esa larguísima discusión en la que repite una y otra vez los mismos argumentos?). Pero el vigor de la tragedia carcelaria, la calidez del protagonista y la sobriedad del rap –en letra y música– son más fuertes. Y se imponen a la postre.

Guillermo Ravaschino