La vida te da sorpresas y el cine de negros, también. Al mismo tiempo que Spike Lee,
padre y tutor del rubro, tocaba fondo con Verano infernal, Marc Levin, un
director absolutamente desconocido por estas pampas, desembarcaba en Buenos Aires con un
film movilizador. Slam ofrece dos vetas temáticas poderosas para quien quiera y
sepa desarrollarlas. La del ambiente carcelario de la capital estadounidense (Washington
está poblada por un 70 % de negros, porcentaje que crece dramáticamente dentro de las
prisiones), y la del slam, o slamming, que podría traducirse como recitado en vivo,
aunque es mucho más. Se trata de una saludable moda norteamericana encarnada por jóvenes
que salen a vocear sus poemas en unos tugurios que tienen algo de las extintas tertulias
porteñas. En las que un auditorio fervoroso asiste ruidosa, y a la vez respetuosamente, a
la lectura o improvisación de los versos por cuenta de sus autores. Que si son negros,
los condimentan con tonos de prédica (en el estilo de un Martin Luther King) y de
catarsis febril, expansiva, liberadora como la que persigue la mayor parte de la música
rap.
Slam hace foco en Ray Joshua
(Saul Williams, un verdadero slammer), poeta suburbano que se gana la vida vendiendo
marihuana en las esquinas. Una noche tiene la desgracia de estar al lado de otro negro en
el preciso momento en que un balazo le perfora la sien. Y va preso. Acá está la mejor
parte de la historia, cuyo coproductor y guionista, Richard Stratton, pasó varios años
en una cárcel federal. El retrato de la vida tras las rejas convierte a Slam en
uno de los pocos films (junto a Un hombre inocente, de Peter Yates) que pintan a
las cárceles como lo que son: el ámbito ideal para que las prácticas del delito se
reciclen; la garantía de que el que entró, aunque salga, tarde o temprano volverá para
quedarse. Slam sugiere que la tragedia de tantos negros asimilables a los cabecitas
negras, y no tan negras, de estas latitudes está sellada de antemano. Que el
Estado los requiere allí, entre rejas.
Otra cosa es el hecho de que Ray zafe
de las amenazas de uno de los peligrosos clanes de la prisión gracias a sus talentos
poéticos. Más allá de su energía e inspiración, cuesta creer que unos cuantos versos
improvisados rapeados disuadan a tan temibles sujetos en el preciso momento en
que se disponen a liquidarlo. Pero en fin: el asunto es que Ray también deslumbra a
Lauren (Sonja Sohn), una trabajadora social que se empeña en educar, o reeducar, a los
internos. Las clases de Lauren son interesantes. Con optimismo pueril, ella les sugiere
que abandonen el círculo vicioso del delito. Casi todos iletrados, los presos le
responden con verdades tan simples como trágicas. ¿Qué otra cosa pueden hacer? ¿A qué
otra actividad pueden consagrarse para obtener "valores" del sistema?
Una vez afuera en libertad condicional,
Ray visita a Lauren. Empiezan a noviar. Ella lo introduce en las trasnoches de
slam. Lauren también arrastra un pasado de drogadependencia lastimosa, supuestamente
superado, que le refriega a Ray de un modo que recuerda a los evangelizadores televisivos.
En este punto Slam parece querer asociarse con la chica (¿a qué, si no, esa
larguísima discusión en la que repite una y otra vez los mismos argumentos?). Pero el
vigor de la tragedia carcelaria, la calidez del protagonista y la sobriedad del rap
en letra y música son más fuertes. Y se imponen a la postre.
Guillermo Ravaschino
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