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EL SASTRE DE PANAMA
(The Tailor Of Panama)

Estados Unidos, 2001


Dirigida por John Boorman, con Pierce Brosnan, Geoffrey Rush, Jamie Lee Curtis, Leonor Varela, Brendan Gleeson, Harold Pinter.



De lo que puede ofrecer hoy en día el cine comercial estadounidense El sastre de Panamá es, probablemente, lo máximo a que puede aspirar. Una industria controlada por treintañeros cuyo bagaje cultural permanece incógnito, pues no se mezcla con su profesión; una industria que se reconoce incapaz de sacar rendimiento comercial a sus escasos autores (Coen, Allen, Tarantino, Scorsese o Soderbergh no igualarán jamás la taquilla de las películas con Jim Carrey o Tom Hanks), y que no parece mostrar demasiado interés por enfundar en ideas sus productos, sólo puede recurrir para hacer buenas películas a ejercicios de profesionalidad que rayen, desde la ausencia reconocida de talento, la perfección.

John Boorman es uno de esos directores que se han labrado prestigio con grandes películas como Point Blank o con títulos que permanecen en la memoria colectiva como Excalibur o Deliverance. Se ubica en ese incómodo y atemporal grupo de cineastas de una generación indefinida, que se han tenido que adaptar, con el paso del tiempo, del auge de la política de autor a la generalización y declive de la misma para, a a la postre, poder intercalar proyectos más o menos personales (The General, 1997) entre encargos como Más allá de Rangún... o la película que nos ocupa. A su piel de camaleón –otros lo verán como falta de escrúpulos– hay que agradecer que para El sastre de Panamá haya coincidido con un trío de actores en gracia (Geoffrey Rush, Pierce Brosnan aprovechando su pasado jamesbondiano y Brendan Gleeson) y con la participación en el proyecto nada disimulada del novelista John Le Carré.

Como en la muy citada película de Michael Curtiz, Casablanca, una serie de casualidades dio como resultado una demostración de cómo el cine estadounidense sigue siendo rehén de la inspiración individual y colectiva de un puñadito de profesionales. El sastre de Panamá recupera algo de la tradición del cine clásico rebañado con el toque contrabandístico que aportaban realizadores con mayores aspiraciones en su época. A Boorman, director y productor, también le mueven algo esas inquietudes, y por eso su profesionalidad –como la de Lumet, Frankenheimer o Frears– es algo más digna de admiración.

El divertido mensaje de esta película inclasificable, que narra las vicisitudes de un espía malo con ganas de retirarse por la vía rápida, que equidista del thriller y la comedia para convertirse en una sátira política, pasa indudablemente por la materialización de un principio de transcendencia imprescindible en la ficción y que es la piedra angular de la trama: que la vida imite al arte. Con ello no sólo reconoce desde el principio su carácter de ficción en el sentido de un desprecio por la "imitación de la vida" (con lo que inviste de un alto grado de libertad a toda la narración), sino que refuerza el carácter unidimensional de algunos de sus personajes: el perverso Osnard (Brosnan), el despiadado cronista social (Martín Ferrero) y toda la oligarquía económica y política de una Panamá con aspiraciones de inverosimilitud. Todos estos factores convergen en una palabra clave: parodia.

Para hacer avanzar su historia, Le Carré y Boorman adoptan la fórmula de hacer derivar de diversas ficciones, cada cual más notoriamente falsa (con respecto a la realidad de la parodia, de locos), pero con tono de verismo, una narración que queda extrañada por el efecto que provocan en ella los cuentos (o las mentiras, si se prefiere) de uno de los protagonistas. De allí que no sea descabellada la apuesta por pasar del thriller más serio a la parodia política o la comedia: cada historia tiene consecuencias graves, pero también divertidas. Y cuando los cuentos se van de las manos de los cuentistas, la película no descarrila. Boorman logra mantener la atención en todo momento con esa profesionalidad que buscaba la Columbia cada vez que lo contrataba antaño, y cuela de contrabando un hermoso ensayo sobre el poder de sugestión de las historias, sobre las narraciones a fin de cuentas, que interesará a unos y que no aparecerá en las lecturas de otros –perfectamente comprensibles y válidas– que pasarán un buen rato con una entretenida película. Y al final, el autor alquilado por la industria agarrará su sueldo y se irá con una sonrisa en los labios, con la satisfacción de que esto (mal que le pese por otro lado) sigue siendo un negocio.

Rubén Corral     


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