En lo que va del año,
el cine argentino ha destapado varios temas sexuales otrora tabú, o que por
lo menos habían permanecido casi confinados en el ámbito de lo privado, y
sólo en los últimos años pasaron a formar parte del espectáculo, con
resultados dispares. La homosexualidad masculina, el sida y el
sadomasoquismo en Un año sin amor, de Anahí Berneri, el incesto en
Géminis, la película de Albertina Carri de próximo estreno, y ahora la
prostitución masculina en Ronda nocturna de Edgardo Cozarinsky son
temas que ya no sorprenden a nadie. En todas estas películas prima el
tratamiento de la diversidad sexual con una mirada de absoluto respeto, y
sus personajes están tratados como individuos con problemáticas propias, sin
caer en los estereotipos ni en las caricaturas con que la televisión suele
encarar estos temas.
Suerte
de road movie urbana, la Ronda noctura es el viaje de Víctor
(bienvenido Gonzalo Heredia a la pantalla), un taxi boy de la zona porteña
de Santa Fe y Pueyrredón, que se inicia en las primeras horas de la noche y
se prolonga hasta el amanecer. Durante esa noche se producen los diversos
encuentros del muchacho –quien además trafica droga– en su desplazamiento
por las calles de los distintos barrios de Buenos Aires. Las referencias a
Rembrandt no se limitan al título. El film explora los claroscuros de la
noche de Víctor: ahí vemos su éxito profesional –el chico es atractivo,
accede a ambientes exclusivos donde consigue clientes rápidamente, tiene
"protección policial", amigos, compradores para su mercancía (insólita
aparición del crítico Diego Trerotola)–; pero Víctor se mueve en el marco de
una Buenos Aires degradada, empobrecida, invadida por cartoneros, que lucen
como personajes siniestros, amorfos, en un nomadismo urbano paralelo al del
protagonista. Tal vez este aspecto haya resultado pintoresco al director,
quien regresa de una larga residencia en París, o lo sea para un público
extranjero, aspecto tan localista como los tangos de Carlos Franzetti.
Cozarinsky es un hombre polifacético: novelista, guionista, director de cine
y teatro y, sobre todo, eximio documentalista, y se asoma a la ciudad con
una mirada sensible casi documental para filmar la errancia de esos jóvenes
a la caza de clientes, las travestis, los cartoneros. Pero la zona más
oscura del film es aquella de los fantasmas que rodean al protagonista,
quien se siente acechado por peligros inexplicables: borrosas persecuciones,
alguien que trata de matarlo, y sus muertos queridos que vuelven de la tumba
(Rafael Ferro, Moro Anghileri). Estos fantasmas, sin embargo, parecen ser
los del propio Cozarinsky, quien sin duda se mira en el espejo de su
protagonista (en una reunión de clientes top, el director tiene una
aparición fugaz, e intercambia una mirada elocuente con el joven). Es aquí
donde la película –que en su primera parte tenía sus logros– no funciona:
ciertos problemas de edición, algunos saltos en la acción, actuaciones algo
desajustadas con diálogos erráticos y sobre todo el carácter muy diferente
entre el joven y sus fantasías tornan a éstas poco verosímiles. Tanto como
su incorporación al grupo de cartoneros.
A
diferencia de su referente pictórico, esta ronda tiene poco de heroico: pese
a que esa noche constituye una suerte de descenso a los infiernos, al final
del camino la luz del día cae sobre un Víctor que no parece haber aprendido
algo, sino que sigue mostrando el mismo aspecto de joven inmaduro e
inconsciente.
Josefina Sartora
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