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RERUM NOVARUM

Argentina, 2001


Documental dirigido por Nicolás Batlle, Fernando Molnar, Sebastián Schindel.



Nicolás Batlle, Fernando Molnar y Sebastián Schindel son egresados del ENERC y este, su primer largometraje, un documental que se concentra en la banda Rerum Novarum. Un conjunto musical mayormente integrado por gerontes, algunos de ellos octogenarios, y que a la fecha del rodaje se aprestaba a celebrar sus 63 años de existencia. Pero Rerum Novarum, no la banda sino la película, también narra la historia de la Flandria, importantísima empresa textil de la zona que promovió, apadrinó y financió a esta banda durante seis décadas, hasta que cerró sus puertas en 1996. La fábrica, que no la banda; esta siguió y sigue tocando por amor al arte, aunque esto es algo que sólo se sabrá con el correr del metraje.

Rerum Novarum debe ser la película menos ambiciosa del mundo. No procura disimular, por ejemplo, muchos rasgos de su factura –varios de ellos estructurales– que remiten al "formato socialero", ese de los videos de casamientos y fiestas de 15. Al mismo tiempo, es una película rica, compleja, variada como pocas.

Es que, en efecto, Rerum Novarum parece haber sido financiada por la banda, y esto es muy propio del formato socialero: los sujetos de una filmación produciendo una película que hace lo posible por dejarlos bien parados. A mí no me importa quién pagó. Sí otras diferencias, que en este punto son dos: la banda en cuestión es mucho más interesante que cualquier pareja que se case o niña que cumpla 15; y en tanto que producto socialero, Rerum Novarum debería ser considerado el mejor de todos. Con esto digo que selecciona, condensa, agrupa y ordena de maravillas su material. También tiene un ritmo sostenido.

Lo primero que hace es asomarnos a la Flandria. Así la conocían todos, y la amaban todos, en ese pueblito cercano a Luján que terminó llamándose Villa Flandria porque esa planta con dos mil, y hasta tres mil empleados llegó a convertirse en una especie de símbolo del respeto y el buen trato para con los trabajadores, del impulso al desarrollo regional, de –y no exagero– la solidaridad humana. Un símbolo con los pies sobre la tierra, eso sí, ya que aquí nos cuentan que los obreros de la Flandria ganaban el doble que los otros, y que uno calificado sacaba casi tanto como un gerente de banco. Pero un símbolo en definitiva, como ese patrón al que aún hoy todos mentan como "don Julio" (por el belga Julio Steverlink, uno de los fundadores de la compañía) mientras recuerdan que nadie se atrevía a entrar a misa si antes no pasaba él. Un símbolo tan poderoso que más de un ex obrero de la planta asegura que esta empresa había diluido la razón de ser de los sindicatos y representaba "la armonía entre el capital y el trabajo". Van más allá, y los sigo un poco porque vale la pena: uno de los viejitos, ex obrero y miembro de la banda, cuenta que por aquellos años le dijo a su esposa que no le quedaba mucho para darle, ya que una mitad de su corazón pertenecía a la empresa y la otra, a la banda. Ahora bien: tamaña identificación de los trabajadores con el capital que los explota suele recibir el nombre de fascismo. Estos trabajadores, además, se dicen católicos apostólicos romanos y los trajes que utilizan para actuar como músicos son propios de militares, o de bandas militares, como así la mayor parte de su repertorio (aunque no todo), poblado de toda clase de marchitas chingui chingui. La cuestión es que todos estos ancianos, al mismo tiempo, parecen cualquier cosa menos fascistas. En otras palabras, resultan unos viejitos macanudos, queribles, llenos de vida y portadores de las mejores intenciones. A nivel muy personal, y aunque no me lo pregunten, les cuento que estoy convencido de que ellos poseyeron y poseen todas esas virtudes que le adjudican a la empresa. En cualquier caso, es mérito de la película dejar picando esta incisiva, contradictoria combinación. Y la Flandria fue, cerró, murió, mientras que estos no sólo siguen vivos, sino más vivos que nunca, en la medida en que se financian solos –pero no sacan ganancias– y que, ahora sí, no caben dudas de que lo suyo es amor al arte, a los amigos, amor en fin y al fin. Esta tensión, este movimiento también está allí.

No quiero contarles mucho más, sí dos cosas tangenciales. Muchos de mis colegas identificaron a Rerum Novarum con el film inglés Tocando al viento, pero lo cierto es que más allá de las coincidencias argumentales son antitéticos: este es doblemente real (por documental, por honesto); el de Mark Herman es doblemente artificial (por ficticio y falso). La otra cosa es que pude confirmar una impresión que me había dejado Buena Vista Social Club: juntarse a tocar es algo que prolonga misteriosa, milagrosamente la juventud.

Guillermo Ravaschino     


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