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PI

Estados Unidos, 1998


Dirigida por Darren Aronofsky, con Sean Gullette, Mark Margolis, Ben Shenkman, Pamela Hart, Stephen Pearlman, Samia Shoaib.



Max Cohen es un tipo introvertido, huraño. Genio de las matemáticas, publicó artículos a los 16 años, se doctoró a los 20 y ahora, que orilla los 30, busca en los números la clave del Universo. Max es un tipo atormentado. No disfruta de su talento, lo sufre. Pasa sus horas en un cuartito minúsculo, compulsivamente aferrado al teclado de Euclid, nombre con el que bautizó a la poderosa combinación de hardware y software con la que potencia su asombrosa capacidad mental. Su voz en off, serena y apagada, puntúa muchos tramos del relato citando a Pitágoras, a Da Vinci y a otros que pensaron que cada fenómeno natural puede resumirse en una expresión numérica. Pero Max va más allá. Tardará poco en convencerse de que un patrón de 216 dígitos explica, predice, y hasta gobierna, cada uno de los eventos terrestres. Y se empeñará en encontrarlo. Una corporación financiera desesperada por incrementar sus beneficios y una secta judía –no me pregunten por qué– persiguen el mismo dato. Y por lo tanto, a Max.

La película de Darren Aronofsky no será tan rara como su protagonista, pero resulta tanto o más atormentada. E inquietante. Está filmada en contrastadísimo blanco y negro y con muy poco dinero: dicen que costó 60 mil dólares. Vuelve una y otra vez sobre los pequeños espacios que conforman el revés de las obsesiones de Max: los siete cerrojos paranoicamente instalados sobre la puerta de entrada a su departamentito, las píldoras e inyecciones que, en escalofriantes dosis, se autoprescribe y aplica para conjurar un extraño mal, signado por dolores punzantes y temblores ingobernables. Max está loco, o parece loco, y al mismo tiempo sigue siendo un seductor: más o menos descabelladas, sus teorías nunca abandonan del todo ciertos rigores de la ciencia, ciertas bellezas de la poesía y el coraje de una filosofía que pretende abarcarlo todo.

Pi recorre buena parte de su camino a caballo de esa ambigüedad. Es, por un lado, la historia de la locura de Max. Pero también es esa misma locura. Es decir: la puesta en escena y la defensa de sus hipótesis desaforadas, a cuyo servicio pone una formidable –dark-matemática– música incidental y un auténtico ejército de especulaciones filosóficas. Muchas de las cuales, alguna vez, a todos se nos cruzaron por la cabeza. No todo el tiempo las sostiene. Hay momentos en los cuales el aspecto visual le saca varios cuerpos de ventaja a los conceptos, y otros en los que tales o cuales personajes (los religiosos de marras; otro matemático, llamativamente enfático y sentencioso) aflojan las tensiones y desvían la mirada. Pero Pi es una obra potente. Hay que prestar atención al futuro de Aronofsky.

Guillermo Ravaschino