Ni siquiera en las comedias clásicas se ha valorado del todo las
posibilidades que ofrece el género. Se ha hecho costumbre hacer la vista
gorda ante muchos pecados en la obra de Sturges o Cukor, mientras que se
niega toda posibilidad de brillantez dentro del panorama cómico actual,
empalagosamente hegemonizado por el cine estadounidense. Y cuando del riñón
de la industria del Gran Hemano surge una comedia digna se la despacha sin
remordimientos al saco de la mediocridad, sistemáticamente. Esto comporta
poco riesgo: criticar películas firmadas por directores sin trayectoria en
un género clásico, en el que siempre se pueden encontrar referentes con los
que trazar comparaciones (odiosas). Más triste aun es constatar cómo
comparten una misma bolsa –la de la basura– comedias de situación con
comedias de gestos, muecas, gimnasia facial y groserías llanas.Hay, pese
a todo, una comedia que mira hacia su tradición con la intención de
entretener al espectador en dos niveles: disfrute instantáneo y reflexión
posterior. Es el caso de casi todo el cine de Woody Allen desde hace quince
o veinte años, algunas de las películas dirigidas por Joel Coen o las
escasas comedias francesas que esquivan las tentaciones populistas (es el
caso de El gusto de los otros, candidata al Oscar). No era el caso,
en cambio, de las películas de Neil LaBute, responsable de En compañía de
los hombres y Tus amigos y vecinos, títulos que fueron definidos
como ejemplos del cineasta americano con voluntad de declararse "autor" a la
europea.
La tercera película de LaBute sirve de crítica a la alienación provocada
por la televisión en la sociedad occidental. Hasta aquí, nada nuevo. El
acierto tiene que ver con la confrontación de dos clases de locura: por un
lado está la de la protagonista, una camarera llamada Betty (impresionante
Renée Zellweger) que esconde sus frustraciones en su veneración de una
telenovela, y que tras la traumatizante muerte de su marido parte en busca
de su héroe catódico; por el otro está la locura de su perseguidor, un
veterano liquidador encarnado por Morgan Freeman que, próximo a jubilarse,
se lamenta por los cambios de valores entre su generación y la siguiente, lo
que lo conduce a proyectar todas sus ilusiones en Betty.
Nurse Betty parte de un guión que, por primera vez, no fue escrito
por LaBute. La historia, gracias a ello, tiende a huir de la verosimilitud.
Y el argumento, en cierto punto, se emancipa claramente de aquello que
tenemos por realidad. Pero se trata de una comedia, de una buena
comedia norteamericana que no escatima homenajes a un subgénero banalizado
por las comedias "románticas" contemporáneas: la screwball comedy, la
comedia loca de los años treinta y cuarenta. Esa despreocupación por la
realidad, que tan bien encaja con las intenciones de la trama, la convierte
en heredera de esos maravillosos ejercicios de inverosimilitud premeditada
que fueron las comedias de Cary Grant o Carole Lombard hace tanto tiempo. No
es este el único dato que apunta a épocas pretéritas: la propia Betty, un
ser candoroso, encantador y patético a la vez, retoma a los "bobos
simpáticos" que protagonizaban las películas de Capra o Hawks. Y suma a esta
influencia la de su obsesión por un actor famoso como evidencia de su
incapacidad para discernir realidad y ficción, una constante que encontramos
en títulos recientes como Todo por un sueño (Gus Van Sant, 1995), en
clásicos como El jeque blanco (Federico Fellini, 1952) e incluso más
allá, desde todo punto de vista, en el Quijote.
Para el joven visitante de salas de cine las referencias serán mucho más
recientes pero no por ello menos eficaces, como algunas películas de los hermanos Coen, sobre todo en los (dos) violentos
puntos de giro de la historia.
Mientras corre el peligro de engendrar una visión superficial de su
película (creer que los trillados mecanismos de la comedia se comen las
ideas de LaBute), el director desarrolla las esquizofrenias de sus
personajes principales hasta provocar su encuentro, su enfrentamiento, del
que surge el desenlace. Simultáneamente, en la estancia de al lado, la
película ubica a sus criaturas en una situación netamente cómica que deja
traslucir la verdadera alienación –más allá de la que aqueja a Betty– de la
mayor parte de nuestros conciudadanos. Es la "locura" de Wesley (Chris
Rock), que resulta extensible al resto de su generación y a algunas otras:
la de una sociedad norteamericana que dicta el comportamiento del resto de
los pueblos "desarrollados". Una suerte de negación de lo que es y,
finalmente, sale a luz.
Rubén Corral