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PEQUEÑAS HERIDAS
(Petites Coupures)

Francia, 2003


Dirigida por Pascal Bonitzer, con Daniel Auteuil, Kristin Scott Thomas, Pascale Bussières, Ludivine Sagnier, Jean Yanne.



En la zoología fantástica del mundo del cine, Pascal Bonitzer viene saltando de una jaula a otra. Colaboró estrechamente como guionista con realizadores de la talla de André Téchiné, Jacques Rivette y Raúl Ruiz, entre otros; ejerció lúcidamente la crítica durante veinte años en la célebre “Cahiers du Cinéma”; publicó ensayos de una agudeza poco común; dirigió el departamento de guiones de la prestigiosa Femis escuela de cine parisina; intervino discretamente en el campo de la actuación (hace no mucho lo hemos visto oficiar de millonario en Betty Fisher) y, como si esto fuera poco, hoy también se dedica a dirigir cine.

Pequeñas heridas, presentado en la última edición del Festival de Berlín, es el tercero de sus largometrajes y el primero en estrenarse comercialmente en Argentina. Como en el caso de los dos anteriores –Encore y Nada sobre Roberto–, no sería errado decir que se trata, una vez más, de una comedia cuyo protagonista es un pseudo intelectual un tanto infantil “acosado” por mujeres de carácter que lo incitan a la infidelidad sin mayores esfuerzos. También cabe afirmar que los diálogos son de una calidad impecable y los actores principales, de primera línea: el polifacético Daniel Auteuil en el rol de Bruno y la bella y gélida Kristin Scott Thomas en el de Béatrice.

Pequeñas heridas abre magistralmente con la escena del intercambio callejero de un lápiz labial entre dos mujeres que, además de empastarse la boca con el mismo tono de rosa, son y lo saben las respectivas novia y amante del protagonista. Pero el paisaje parisino es rápidamente trocado por uno de montaña ya que a Bruno, periodista comunista de la vieja guardia, lo solicita el alcalde de una pequeña ciudad de la región de Grenoble para que lo ayude a preparar su reelección. Una vez llegado a destino, Bruno no tarda en comprender que el alcalde, que también resulta ser su tío, lo había llamado por una cuestión personal. Forzado a cumplir una singular encomienda, el protagonista se pierde en la oscuridad de un bosque, o “una selva oscura”, tal como canta el verso dantesco, para encontrarse él también con su Béatrice, “una mezcla de distancia y de extrañeza, de clase y de sutil locura” según la ajustada descripción del mismo Bonitzer.

El tono onírico magníficamente plasmado en la fotografía de William Lubtchansky es una de las grandes diferencias respecto de las anteriores películas de Bonitzer, y una de las razones por las cuales podemos considerar a ésta una “comedia de autor”. Bruno, sin embargo, en un intento de conmover a su resbalosa y “divina” conquistada emplea la palabra “drama” y un tono severo para referirse a la relación que los une, pero ésta, en una muestra de flemática lucidez y por qué no: un guiño al espectador, responde que aquello no es más que un vaudeville.

El ir y venir precipitado de las escenas, los constantes y rohmerianos quidproquos, la imprudencia veleidosa de las cuatro amantes al ir probándose todas el mismo anillo, el suspenso sistemáticamente dinamitado en pos del anticlímax y la clínica ferocidad de ciertos diálogos dejan, sin embargo, un sabor un tanto amargo al terminar el film. Después de todo, como bien dice la más joven de sus queridas, Bruno no es más que un “pobre tipo”, consciente, para peor, de serlo. Tampoco el reencuentro en el cementerio de éste con Béatrice brinda ningún tipo de sosiego. Ella prefiere pintarse maquinalmente la boca dentro de un pequeño espejo y él ya no tendrá una segunda oportunidad.

Débora Vázquez      


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