Daniel Burman ha construido, con films como Esperando al mesías,
El abrazo partido y Derecho de familia, toda una filmografía
dedicada a la identidad. Sus personajes, inmersos en ritos y en rutinas,
asisten a momentos, a fragmentos en su existencia que son determinantes para
su futuro. Revisan su pasado, el entorno que los rodea, para poder así
definir quiénes son, cuál es su lugar en el mundo, cómo posicionarse de cara
a lo que viene.
Los films
de Burman parten de una construcción individual y subjetiva, muy
compenetrada con los personajes, y pretenden llegar a un retrato minucioso
de los microcosmos que habitan. Su problema, mayormente, es que acierta más
en la construcción general que en la particular, o en el conjunto más que en
el individuo, a pesar de la profunda identificación entre el director y sus
criaturas. Como si Burman fuera un ser muy capacitado para observar la flora
y fauna que lo rodea, pero no tanto a sí mismo. Eso es bastante normal (a
todos nos pasa), pero se convierte en un grave problema si su cine es una
innegable expresión de su interioridad, de sus dudas, convicciones y
nociones.
Con El
nido vacío sucede algo similar. Si El abrazo partido era la
historia de un joven reencontrándose con su padre y descubriendo lo que era
ser hijo; si Derecho de familia constituía para un hijo la despedida
de la figura paterna que siempre lo había tutelado, para así descubrirse él
mismo como padre, en su nueva película asistimos al relato de un hombre,
Leonardo (Oscar Martínez), dramaturgo él, que, de repente, se queda sin
hijos en su casa –porque todos dejaron el hogar, siguiendo sus propias
metas–, con una esposa (Cecilia Roth) a la que siente que desconoce y la
paulatina certeza de que tiene que volver a mirarse a sí mismo.
Burman
vuelve a caer en los mismos errores, a pesar de que éste podría ser un golpe
de timón en su carrera, ya que se centra en personajes bastante mayores (en
edad) que los de sus anteriores films. Es capaz de trazar con
exactitud los pasillos de una institución como Argentores o de explorar las
dinámicas de las charlas de café entre individuos de la clase media
argentina, pero cuando se trata de sacar a la luz el interior del personaje
de Martínez, trastabilla. Ciertos personajes que circulan alrededor de él,
como la dentista o el interpretado por Arturo Goetz, aparecen desdibujados,
como si no pudieran alcanzar una entidad propia. Lo mismo sucede con la
esposa y la hija (Inés Efrón), perdidas en la mirada lateral de Leonardo.
Asimismo, la noción de fantasía y realidad que pretende indagar y propulsar,
relacionada con la función del escritor, suena a hueco. Burman se extravía
junto con ese Leonardo al que creó, como si le costara salir del cascarón, y
las conclusiones a las que arriba carecen de vuelo.
Es cierto: filma muy bien.
Se adapta con pericia a los espacios, acompaña los tiempos de los
personajes, utiliza con acierto la música y el sonido. Pero bueno, siempre
lo hizo, siempre fue un buen director, flexible con su estilo de acuerdo a
la historia que aspiraba a relatar. Pero falla con los personajes. Vuelca en
ellos todas sus perspectivas, hasta que éstos parecen quedarse sin vida
propia. Estancados. Sin salida.
Rodrigo Seijas
|