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LUGARES COMUNES

Argentina, 2002


Dirigida por Adolfo Aristarain, con Federico Luppi, Mercedes Sampietro, Arturo Puig, Carlos Santamaría, Valentina Bassi, María Fiorentino, Osvaldo Santoro, Pepe Soriano.



La filmografía de Adolfo Aristarain presenta dos etapas diferenciadas, estilísticamente opuestas. Si obviamos un par de títulos que el mismo director considera absolutamente menores, hechos por encargo (La playa del amor y La discoteca del amor, ambas de comienzos de los ochenta) y algún otro del que ni siquiera quiere hablar, el resto de su obra puede dividirse en: a) una relectura de los géneros del cine clásico americano, ya fuere del policial negro (La parte del león, Ultimos días de la víctima, Tiempo de revancha), ya del cine de aventuras (La ley de la frontera); y b) una serie de films de carácter intimista, caracterizada por un acercamiento más sensible a los personajes, una marcada supremacía del diálogo por sobre la imagen y una cargada retórica que muchas veces se confunde peligrosamente con la "bajada de línea" más abierta (Un lugar en el mundo, Martín Hache).

Lugares comunes, el regreso de Aristarain a las pantallas, cuatro años después de su anterior estreno, se inserta claramente en esta última tendencia. Retoma y reitera tópicos que ya parecían agotados en los títulos precedentes. La nostalgia por los ideales de la izquierda (o de cierta izquierda), la muerte de las utopías, la necesidad de encontrar un lugar que se pueda reconocer como propio, la huida de la ciudad al campo, la exaltación de la lealtad y la solidaridad: todos estos temas reaparecen en Lugares comunes, pero de una manera absolutamente discursiva y maniquea que hace perder toda fuerza a las reivindicaciones que plantea, llevando a la película más hacia la categoría de manifiesto que hacia la de objeto estético.

Parece que Aristarain ha perdido definitivamente la confianza en la imagen cinematográfica, que con tanta destreza manejara en los inicios de su carrera, para volcarse a una narración sustentada casi exclusivamente en la palabra. Lugares comunes está vertebrada exclusivamente por los diálogos (largos, explicativos, machacones) y por la voz en off de Federico Luppi, que se encarga de llenar los pocos baches que quedan en la banda sonora con un prolijo y pormenorizado inventario de las ideas, estados de ánimo, reflexiones y pareceres de su personaje. No hay en toda la película una sola secuencia que se resuelva mediante un silencio, una mirada, un clima... una imagen. Todo se verbaliza y se explicita, acaso para asegurarse de que las ideas que se intenta transmitir no encuentren el mínimo obstáculo para llegar a la conciencia del espectador.

Lo curioso es que Lugares comunes propone combatir el mecanismo en que se sustenta su propia construcción, entrando en una extraña contradicción interna. Se aprecia claramente en la escena en que Fernando Robles, el profesor de literatura que encarna Luppi, se entera de que va a ser jubilado de prepo y decide utilizar su última clase para dejar una "enseñanza de vida" a sus alumnos. El mensaje que les regala es justamente el opuesto al discurso que propone el film: "Dejen de lado todo tipo de doctrina, prejuicio o ideología". Estaría muy bien si no chocase con un film que hace de lo doctrinario una bandera; y de la ideología, un dogma.

El itinerario del ahora ex profesor Robles continúa en España, adonde vive su hijo, al que visita sin demasiadas ganas y con el que termina peleándose en una noche de copas, llamándolo vendido y renegado, ya que eligió traicionar su vocación de escritor y su pasado argentino por un empleo bien pago en la Madre Patria. Cada vez más amargado, Robles vuelve a la Argentina, vende el departamento que comparte con su esposa y compra una estancia en Córdoba, en la que decide establecerse como productor de perfumes.

Amante de los principios de Libertad, Igualdad, Fraternidad, Robles cuelga en la puerta de su chacra un cartelito con los colores de la bandera gala y el número 1789, a pesar de que un peón –más ingenuo, pero a la vez sagaz– le advierte que en esos pagos las casas no llevan numeración. La pregunta que se impone es: ¿ignoran los autores del film (Aristarain y hermano) que la Revolución Francesa fue una revolución de la burguesía, no del proletariado? ¿No hubiera sido más coherente, en todo caso, que el cartelito fuera rojo y el número 1917? ¿... O es que acaso hubiera significado ir demasiado lejos para la conciencia y el estómago de la clase media y medio-alta, naturales consumidores del film?

Los pocos oasis de alegría cinematográfica que se nos ofrecen son los maravillosos primeros planos de la española Mercedes Sampietro, que compone una actuación exquisita, expresiva y contenida a la vez, siempre en el tono exacto que le demanda su papel de esposa sufrida y compañera. Su presencia, además de ser una demanda de la coproducción, sostiene la película en los momentos más cercanos al derrumbe total.

Una reflexión final: en un momento en que se nos pretende vender un supuesto resurgimiento del cine argentino, ¿no cabe mirar las cosas de frente, con honestidad, y reconocer que tal cosa no existe? Tenemos, por un lado, films como el de Aristarain, que nacen viejos y ya superados; por el otro, una camada de autores jóvenes que produce un cine que se autoproclama (aun por boca de los críticos... a los que no contradicen) nuevo, pero que resulta tan perimido y apolillado, tan poco arriesgado y conformista como el que producen los que pasaron los sesenta (véase, si no, El bonaerense, de inminente estreno). Salvo unos aislados ramalazos de talento, el panorama del cine argentino contemporáneo es más bien desértico. ¿Dónde están, me pregunto, los autores que apuesten a superar las fórmulas, a destruir los tópicos, a incomodar, a transgredir, que nos obliguen a pensar el cine como algo más que un pasatiempo inofensivo para el ocio del fin de semana? En fin, preguntas que se formula uno...

Eso sí, Luppi sigue puteando muy bien.

Ariel Leites      

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