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IRREVERSIBLE
(Irréversible)

Francia, 2002



Dirigida por Gaspar Noé, con Mónica Bellucci, Vincent Cassel, Albert Dupontel, Philippe Nahon, Stéphane Drouot, Mourad Khima.



Hace algunos meses apareció un film que empezaba en el presente y, en lugar de avanzar, retrocedía en el tiempo: Memento, de Christopher Nolan. Mucho antes, en 1948, Alfred Hitchcock se dio el lujo de rodar Festín diabólico en sólo seis tomas, “cosiéndolas” de tal modo que el efecto era el de un plano único y magistral cuya duración –72 minutos– coincidía con la de la película. El argentino radicado en Francia Gaspar Noé reedita ambas proezas y, además, hace algo que ningún otro director había conseguido (y casi ninguno, seguramente, deseado): exhibir secuencias de una violencia tan atroz, directa y creíble que corre el riesgo de empujar a buena parte de la platea fuera de la sala antes que termine la función.

De hecho, eso es lo que viene sucediendo con Irreversible en los cuatro costados del globo, incluyendo proyecciones de prensa y festivales a los que fue invitada. Yo me quedé hasta el final. En parte, porque suponía que el hombre que había plasmado (virtualmente en soledad) un largometraje formidable como Solo contra todos guardaba en su manga algo más que la provocación por la provocación misma. En parte porque, por detrás o por debajo de la sangre y la humillación que inundan la pantalla, eso es lo que el propio relato sugiere desde mucho antes de promediar.

El principio de la película, que es el final de la historia, está ambientado en “Rectum”, un boliche sado-maso-gay de los más sórdidos que puedan imaginarse. Tanto más sordido cuanto que la cámara nunca deja de filmar (concretamente, hay una sola toma para cada bloque narrativo, algo muy parecido a lo que acontecía en la excelente Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch). Y está todo muy oscuro, por lo que las imágenes resultan confusas, difíciles de discernir y, vamos, bastante difíciles de mirar. Pero acá ya hay una justificación global, o –si me permiten la expresión– un acople entre los contenidos y las formas: estos boliches son así, se ven así, especialmente si quien los visita está sumido en trance por haber consumido alguna droga.

O por una turbación extrema, como la que domina a Marcus (Vincent Cassel), cuya novia acaba de ser salvajemente violada y golpeada. Acudió allí con su amigo Pierre (Albert Dupontel) en busca de venganza, porque alguien le ha dicho que “La Tenia” –ese es el apodo del violador– es habitué de “Rectum”. Y después de un rato lo encuentran, o creen encontrarlo, en el segundo piso del local. La secuencia culmina con el asesinato de un hombre a quien le destrozan el cráneo (una y otra vez) con un matafuegos. El sonido que se escucha al fondo es una suerte de ominoso ronroneo industrial, minuciosamente elaborado, que hace de contrapunto perfecto para los desbocados –subjetivos, desde ya– movimientos de la cámara.

Lo que sigue es la reconstrucción retrospectiva, paso a paso, situación por situación, de los hechos que condujeron a ese desenlace. No los voy a referir a todos, ni develaré el principio de la historia… ¡que en este caso equivale al consabido pecado de anticipar el final! Lo esencial, en cualquier caso, es que las situaciones elegidas, junto a la estructura temporal, hacen que el concepto de suspenso, y obviamente su experimentación, sea algo muy concreto y a la vez extraño en este film: uno ansía conocer el pasado con el mismo afán con que, en casi todas las demás películas, suele interrogarse por el futuro. Por este lado, Irreversible funciona mil veces mejor que Memento.

Un par de secuencias más adelante accedemos a la violación, con su fatídico preámbulo: una fiesta privada a la que Marcus concurre con su novia Alex (la bellísima star italiana Monica Bellucci) y su amigo Pierre. El plano secuencia (que así se da en llamar técnicamente a estas tomas tan largas) de la fiesta está estupendamente logrado: Noé vuelve a captar y a transmitir la esencia de una situación. La cámara sigue estando en mano pero, acorde con el nuevo ambiente, es mucho menos movediza que en el tramo inaugural. Cierta pelea, Alex que decide volverse sola, la calle, un túnel peatonal bajo nivel en el que se topa casualmente, fatalmente con “La Tenia”. Ahí están los ocho minutos de la violación en tiempo real que se hizo injustamente más famosa que la película.

¿Hacía falta mostrar ese acto repugnante desde ahí nomás, en un plano tan cercano y detallado que parece condenar al espectador a una impotencia doblemente exasperante? La pregunta contiene la respuesta: justamente esa proximidad, y la impotencia exasperante, es lo que alinea a la platea con el punto de vista de Marcus. En otras palabras: es la elección formal que más acerca al espectador a lo que suele sentir (y eventualmente imaginar) el novio, o el amigo o familiar, de una mujer violada. Una elección extrema, por supuesto, pero consecuente hasta los tuétanos. Y digo más: en esta mostración brutal se puede entrever una tesis, una posición, sobre la “traducción” cinematográfica. Porque a la violencia se la puede sugerir o exhibir, y estos ocho minutos postulan que si se la exhibe hay que exhibirla así, sin medias tintas. Toda una crítica, y de suyo una condena, a la tibieza encubierta del “realismo” hollywoodense. Miren: se puede entender y respetar a los espectadores asqueados que abandonan la sala. Lo que no se puede consentir es la indignación hipócrita, desenfocada, de los críticos profesionales que confundieron la violación ficticia con una violación real, y equipararon, o poco menos, al cineasta con el violador. En los tramos atroces y en los otros Irreversible ofrece una mirada –precisamente una mirada crítica– y eso es lo que todos esos críticos, paradójicamente, pasaron por alto.

La violación es un soberbio punto de inflexión narrativa. Contrariando una vez más las leyes generales, lo que queda por delante no es el típico crescendo hacia el punto en el que estallan las tensiones sino la aproximación, la reconstrucción, de la calma previa a la tormenta. Esto depara una jugosa conversación entre los protagonistas en la que se ponen sobre el tapete unos cuantos temas psicólogico-sexuales. Pero también, ya en el comienzo mismo de la historia, que es el final de la película, sienta las bases de la tesis que explicita el cartelón final: “El tiempo lo destruye todo”. Una idea oscura, discutible, pero que cobra inusitada fuerza, resignificando toda la violencia que se presenció.

Un film personal, original, interesante, difícilmente olvidable. Y en el mejor de los casos (que fue el mío, y lo agradezco), sumamente emocionante.

Guillermo Ravaschino      

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