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EL HOMBRE DEL BOSQUE
(The Woodsman)

Estados Unidos, 2004



Dirigida por Nicole Kassell, con Kevin Bacon, David Alan Grier, Eve, Kyra Sedgwick, Benjamin Bratt, Carlos León, Michael Shannon.



Confieso: no tenía ganas de ver esta película. Había leído algunas sinopsis y la sola mención de la palabra pedofilia me había provocado aversión y una suerte de temor por mis (prejuiciosas) suposiciones con respecto a lo que podía llegar a encontrar. En verdad, el tema me provocaba demasiado resquemor.

En estos tiempos, en los que la tolerancia y el relativismo permiten que los gustos personales sean aceptados como parte de las diferencias que habilita (o debería habilitar) la libertad reinante, es raro que encontremos una película cuyo tema pueda parecernos, en el más cabal sentido de los términos, provocador y riesgoso. Aunque ya hemos visto films que tocan el tema de la pedofilia de un modo adyancente o directo (incluso algunos en los que también actúa Kevin Bacon como Hijos de la calle o Río místico), es frecuente que el punto de vista se centre en la víctima. Esto no representa ningún desafío ideológico: como espectadores, no tenemos que revisar ninguna de las cosas que ya pensamos y sentimos con respecto a ello; en mayor o menor grado nos apiadaremos de la víctima y odiaremos al criminal.

La audaz apuesta de Nicole Kassell, una joven directora recién egresada de la NYU, pasa por asumir el inusitado punto de vista del pedófilo.

La película arranca con la salida de Walter (Kevin Bacon) de la cárcel y de inmediato nos muestra su "reinserción" en la sociedad: alquila una casa, consigue trabajo, se reencuentra con un pariente con el que conversa o mira televisión, va a terapia, conoce a una chica (Kyra Sedwick; esposa de Bacon en la vida real) con la que empezará una relación; en definitiva, lleva una vida como la de cualquiera de nosotros. ¿Pero podrá sostenerla? La amenaza de reincidir y volver a la cárcel está siempre presente entre miedos y culpas, residuos lógicos de sus crímenes anteriores. Para mostrarnos a este personaje en su intento por reconstruirse en su interior y hacia el exterior en un presente lleno de presiones, la directora expone con maestría la compleja matriz que se esconde en vida cotidiana del protagonista sin excederse con tortuosos planos subjetivos. Hay pocos flashbacks que se ubican a partir del mismo espacio del tiempo cero del relato, recurso más que efectivo para mostrar cómo los hechos ocurridos en el pasado afectan inevitablemente el actuar diario del protagonista.

Una pregunta que se hace el personaje –"¿cuándo voy a ser normal?"– es una clave para entender la increpación que el film hace al espectador. En los '70, cuando Robledo Puch fue apresado, los diarios argentinos de la época se encargaron de etiquetarlo y colocarlo simbólicamente "afuera" del sistema, adjetivando al delincuente con términos como "monstruo", "demonio", etc.; una forma de decir "este individuo es un psicópata, no tiene nada que ver con nosotros, pongámoslo en la cárcel y sigamos con nuestra vida sin preocuparnos". Así, las noticias de la época (amén de abogar por un linchamiento popular, que también lo hacían) anulaban la posibilidad de un entendimiento más complejo de un fenómeno tan cruel. Nadie podía hacerse cargo, entonces, de la cachetada a la sociedad que representaban los asesinatos cometidos por un "chico normal", de buena familia y posición social. Rodolfo Walsh, en cambio, elaboró una crónica basada en los hechos valiéndose de distintos recursos literarios para pintar al psicópata inserto en su contexto, mostrarnos sus atributos humanos, su forma de pensar y su escala de valores (en muchos casos compartidos por toda la sociedad: una frase de Robledo Puch era: "Si no tenés un auto a los 20 años no sos nadie"), y dar cuenta así de que algo de nosotros, como sociedad, estaba encarnado en aquel "monstruo". El relato de Walsh nos estimulaba a la reflexión, a la autocrítica; al cuestionamiento y replanteo de los propios presupuestos cotidianos. De manera similar, con una sensibilidad admirable, El hombre del bosque pone en cuestión al personaje (sin condenarlo, pero tampoco compadeciéndose de él), y lo lleva (y junto con él, al espectador) por distintos caminos en donde descubrimos que en la alteridad es posible resolver o avivar nuestras perversiones más oscuras; en donde nos enfrentamos a nuestra propia capacidad de entender, de perdonar. Así, el "sentido común" está encarnado en la reacción de los compañeros de trabajo de Walter cuando se enteran de lo que ha hecho; la visión inquisitiva y perpleja de quién quiere comprender está puesta en la novia; el dolor y el miedo que conviven con el amor, de parte de su hermana y su cuñado. De esta forma (y también de otras), el espectador se enfrenta a un dilema: el de condenar y aferrarse a lo que ya sabe, o incomodarse con la posibilidad de no encontrar un único juicio.

El guión hubiera dado a la directora varias posibilidades de caer en golpes bajos o sensiblerías, pero la película está lejos de eso gracias a atinadas decisiones: la manera en que ocurren las cosas cuando la chica se entera de la verdad, la conducta del protagonista al observar cierto crimen que puede llegar a cometerse, la relación de pareja en la que nunca vemos al personaje edulcorado con acciones "tiernas" que busquen conmover (ni el protagonista ni el espectador se olvidan nunca de lo atroz que ha hecho). Enfrentarse consigo mismo a partir de los propios fantasmas y del reflejo de los otros representa para Walter un riesgo permanente, llevado al extremo en los casos en que debe manejar la culpa, el deseo y el odio al mirar, por así decirlo, a la víctima a los ojos o ver en el otro al doble con su rostro más terrible.

Si bien la realización tiene muchos puntos fuertes, sobresale la destreza del montaje; ya sea al encadenar de manera precisa una escena con otra, como en el uso de jump cuts para sumar ambigüedad en algunas escenas. En este sentido también es destacable, por el manejo del tiempo en consonancia con el acontecer del personaje, la secuencia en que se suceden imágenes que operan como síntesis de una relación sexual, en un supuesto flashforward que, pronto descubrimos en el plano contiguo, se revela como un flashback de un pasado inmediato. También hay inserts visuales con diálogos en off que corresponden a otras escenas que colaboran con la agilidad del relato.

Un par de de detalles que restan, sin embargo, pueden señalarse de manera puntual. La puesta de cámara es más bien clásica (aunque nunca tosca) y por eso chocan los planos picados que muestran al personaje bajar del colectivo en una perspectiva inusual. Asimismo, la puesta en escena recae, en un momento, en un subrayado innesesario al mostrar, en medio de las calles que recorre la novia de Walter, un enorme cartel con la leyenda "God save children", o al exhibir a una niña vestida de rojo como obvia referencia (ya anunciada por el título del film, y en diálogos anteriores) a Caperucita Roja.

Otro detalle, aunque ya ajeno a la responsabilidad de la directora, es el subtitulado: en ocasiones expresiones mal traducidas oscurecen los matices de los diálogos, como cuando se traduce "fairy tale" como "hadas" a secas (un policía que acosa a Walter le pregunta si cree en ellas, cuando la traducción más acertada sería si cree en los cuentos de hadas, que en el contexto de la escena es una cosa bien distinta).

Las actuaciones son medidas, impecables, en consonancia con el guión, que plantea una compleja evolución del personaje. Y el plano final, para quien quiera verlo, dejará una inquietud perturbadora.

En síntesis: excelente realización; película altamente recomendable, incluso, para las almas más sensibles, y especialmente necesaria para los espíritus más pacatos con los que ninguna parte de nosotros querría identificarse.

Sonia Budassi      


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