En el verano de 2001, la Secretaría de Cultura de la Nación organizó el
ciclo de recitales "Argentina en vivo". Los artistas contratados
tocaron en diversos lugares del país en los que nunca habían estado. El
fenómeno cultural que se produjo condujo a pensar en la realización de
una película que, de alguna manera, lo reflejara.
La propuesta de convocar a trece directores en lugar de a uno solo no
fue de la Secretaría, sino de uno de los realizadores involucrados,
Flavio Nardini. Y a priori, la idea de que cada uno realizara un
cortometraje con los músicos y en la provincia asignada, sonaba
atractiva. En primer lugar, porque se evitaba el mero registro documental
de los recitales, algo que poca gente iría a ver al cine. En segundo
lugar, porque los "cortos" suelen ser una herramienta de
aprendizaje para los cineastas novatos. En general, son sólo un paso (o
varios) previo al ansiado largometraje. Aquí, la diferencia reside en que
la mayoría de los directores de estas historias ya tenían al menos una
película estrenada. Algunos pertenecen a lo que se llamó, en los
últimos tiempos, la nueva generación del cine argentino
(Stagnaro, Postiglione, Carri). Otros son ya ¿consagrados? (Piñeyro,
Polaco). Por eso, en definitiva, lo interesante era verlos incursionando
en esta variante de construir un pequeño relato, capturar un momento,
ponerle su firma a unos pocos minutos. Historias de Argentina en vivo
es la película que los une y su mayor originalidad reside en ello.
Las pautas estaban claras para los realizadores, sólo tenían dos
condiciones: la del tiempo (de 5 a 7 minutos) y el soporte (video digital
para luego ampliar a 35 mm.). El contenido y el género quedaban librados
a su creatividad.
De aquella buena idea y esta heterogeneidad en las elecciones
temáticas y estéticas ha resultado una película dispar. A pesar de
disfrutables momentos de humor y música, planteos originales en unos,
cierto suspenso bien logrado en otros, un par de emotivas postales
del "país que no miramos" y corrección técnica, era
inevitable que de los trece, no todos resultasen interesantes.
Uno de los factores en común de los episodios es la idolatría de los
directores hacia los músicos. Si bien la mayoría narra historias de
ficción en las que las "estrellas de rock" no son las
protagonistas, siempre funcionan como un fuera de campo que
promueve, colabora o respalda el resto de las acciones. Muchos toman como
punto de partida la devoción por ellos y las diversas consecuencias que
este sentimiento desencadena (amor, odio, deseo de conocerlos, homenajes).
Pero –hay que advertirlo para fans acérrimos– se trata sólo
de una excusa: son pocos los momentos en que vemos las caras de los ídolos
y su música se regala sólo de a pedacitos o como parte de la banda
sonora del cortometraje en cuestión.
Los relatos de ficción con un esquema de narración clásica son los
que resultan más consistentes. Bruno Stagnaro (Pizza, birra, faso)
presenta a una chica deseosa de llegar a San Juan para conquistar y
acostarse con El Bahiano de Los Pericos... o matarlo si no lo consigue.
Flavio Nardini y Cristian Bernard (76 89 03) logran retratar, a
través del humor de un fan cordobés y de una situación fantástica, el
espíritu solidario y algo milagroso de la Mona Jiménez. En la propuesta
de Gustavo Postiglione (El asadito), Fito Páez y unas fotos polaroids
funcionan como nexo entre dos personajes paralelos que alguna vez
estuvieron enamorados y ahora están a punto de volver a encontrarse.
Por su parte, Marcelo Piñeyro (Plata quemada) describe –con
buen pulso y emoción– la relación entre dos hermanos. Los chicos viven
en distintos lugares del mundo y se mandan cassettes grabados para
comunicarse. Allí, el de Misiones le cuenta al de Berlín sus aventuras y
desventuras de pueblo y reflexiona sobre su partida. Como regalo de
cumpleaños le envía una canción de su ídolo, León Gieco, dedicada
durante su concierto en El Dorado. "La cultura es la sonrisa" es
el tema musical que, suponemos no casualmente, cierra el largometraje.
Los cortos de registro netamente documental, como el de Divididos en
Ushuaia y el de Mercedes Sosa en Santa Catalina, Jujuy (los lugares más
al sur y más al norte de la Argentina, respectivamente), aportan una
dosis de emoción que a otras de las historias les falta. Alejados del
tono humorístico, dramático o de suspenso de las ficciones, logran –con
la potencia de las imágenes, la música y unas pocas palabras– un
fresco íntimo de esa gente muchas veces olvidada.
Mención aparte merece el trabajo de Fernando Spiner (La sonámbula)
y sus personajes de juguete. Su episodio resalta por el humor satírico
que despliega. Su trama se centra en una vaquita de madera exiliada en
París que gana un viaje a Río Gallegos para ver a Los Ratones
Paranoicos. Promovida por un programa de televisión que cumple sueños y
es conducido por una muñeca Barbie, la vaca regresa a su lugar de origen
(La Patagonia donde nacieron sus padres). Allí visita a su tío (un
hacendado de carne y hueso), conoce a un indio muy politizado (una
artesanía de barro), hace "pogo" en el recital y hasta charla
con Juanse.
Jorge Polaco (Diapasón) filmó un sueño en blanco y negro de
Julio Bocca y una mendiga vestida de novia. Albertina Carri (No quiero
volver a casa) creó un mundo de extraterrestres (representados por
los cantantes del Festival Alternativo) que congelaron a los humanos y
buscan la pócima para salvarlos. Vicentico, la voz de Los Fabulosos
Cadillacs en su flojo debut como director, convirtió a sus compañeros en
hormigas que lo maltratan. Gregorio Cramer (Invierno mala vida)
utilizó al cantante de Memphis como relator de un crimen no resuelto en
Santa Fe. Adrián Caetano (Bolivia) intentó un homenaje futurista
a Los Caballeros de la Quema. Y Eduardo Capilla (Más bien) una
reflexión temporal protagonizada por Gustavo Cerati y Damián de Santo.
Pero a la luz de los anteriores, éstos no logran la contundencia deseada
y sus propuestas se diluyen.
Historias de Argentina en vivo intenta captar la atención de
adolescentes que puedan sentirse reflejados en el espíritu del film. Y
uno de los recursos que utiliza son los separadores que conectan los trece
cortometrajes. Los mismos reflejan escenas de la vida cotidiana,
declaraciones y sueños de su generación. Pero, a pesar de los desniveles
descriptos, la experiencia de ver esta película es más recomendable para
quienes estén interesados en el cine en general, en la mirada de estos
nuevos realizadores en particular y, por qué no, en este formato
desconocido para muchos en la pantalla grande.