Vincent La Marca (Robert De Niro) es un oficial de policía que no
descuella demasiado, pero como detective de homicidios trabaja bien.
Divorciado hace largo rato, mantiene un affaire estable –sin
mayores compromisos, ni pasiones– con su vecina del piso de abajo
(Frances McDormand). Esta normalidad se quiebra cuando el principal
sospechoso de un crimen que investiga resulta ser la persona menos
esperada: Joey, su propio hijo adolescente. Hete
que Joey es un drogradicto bastante severo, condición que se relaciona
–puede saberse rápidamente– con el hecho de que su padre, poco
después del divorcio, lo abandonó.
Estas son las premisas y, como
tales, dejan abiertas varias puertas. Por un lado el múltiple desafío de
Vincent, que deberá ubicar a Joey (quien permanece prófugo) y resolver
el caso haciendo honor al decálogo del buen policía... pero
garantizando la vida del chico, cosa difícil habida cuenta que, poco
después del primero, un segundo homicidio, que cobra la vida de un
uniformado, también lo tiene como sospechoso principal. Por otro lado, el
desafío de ambos: recuperar esa relación padre-hijo que ya parecía
perdida para siempre. Lo que tenemos, pues, es un drama afectivo combinado
con un policial. O si prefieren, un thriller dramático.
Lo interesante tiene que ver con la
temática (estas vertientes de la problemática padre-hijo son poco menos
que universales) y con la experiencia de contemplar cómo avanza en paralelo
ese
par de vidas en conflicto, que no establecen contacto físico por largos
minutos pero están unidas por las circunstancias, por el montaje
(alterno) y por el lazo familiar. Esta suerte de vínculo virtual
entre Vincent y Joey es lo mejor de Herencia de sangre. Su gran problema es que abre demasiadas
puertas. En este sentido, cabe
apuntar que el padre del propio Vincent fue ejecutado en la década del
'50 por haber secuestrado a un niño. Lo que implica que el policía carga
con otras cruces: la idea obsesiva de integrar una "familia de
asesinos" y la asignatura pendiente con su progenitor, que a su modo
–ejecución mediante– también lo abandonó. Cualquiera puede
comprender que cerrar todas estas cicatrices lleva años, muchos años...
y al director Michael Caton-Jones y sus dos guionistas los ciento ocho
minutos que dura el film les quedaron cortos. Todo entró, pero entró
apretujado. Quiero decir que echaron mano de
simplificaciones, golpes bajos y mecanismos inverosímiles.
El primer "click" de
Vincent, por ejemplo, ocurre poco después que Gina –novia de su hijo–
le hace una visita inesperada, que concluye con la exhortación lacónica:
Be his dad (sé su padre). ¡Esta Gina está más plantada
que las pruebas truchas de la maldita policía! Otro ejemplo: para Joey,
la localidad de Key West es una especie de panacea mística: como si
llegar allí, o escapar allí, equivaliese a su salvación. Esto no
significa que el guión deba hacerle sostener, muy ridículamente por
momentos, un mapita en el que dicha localidad –planos detalle de por
medio– aparece resaltada (y cuando todo parezca pudrirse, Joey
derramará granitos de arena sobre el mapa hasta tapar por completo la
palabra "Key West"). Entre los excesos citaré dos: el obeso George
Dzundza (compañero de patrulla del protagonista), que de tan
"buenazo" parece que hubiera engordado otros diez kilos, y el
estereotipado William Forsythe, uno de esos malos de una sola pieza,
no muy bien torneada desde ya.
Joey Franco, en cambio, logra una
interpretación muy potente como Joey, más allá de que el libreto lo
haya conducido a unos cuantos bretes casi imposibles de superar (ese I
Love You del final...). ¿Y De Niro? Siempre se lo disfruta, pero
acá no ofrece absolutamente nada nuevo, nada particular. De su
"química" con McDormand mejor no hablar, ya que es
prácticamente inexistente: ella sólo está allí para nutrir un enésimo
filón dramático por el lado de La Marca: su también postergado compromiso
sentimental. A propósito: ¿les conté que además de padre
abandónico supo ser marido pegador? Pero qué va: lo que no curan
años de psicoanálisis lo cura Hollywood con uno de esos diálogos
padre-hijo de tres minutos, plenos de dramatismo, mientras las balas
zumban en derredor. Clímax que le dicen.
Guillermo Ravaschino
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