Altísimos
rascacielos, infinidad de ventanas espejadas, vidrios que lo reflejan todo
pero a través de los que no se ve nada: es la ciudad de Nueva York. Sobre
estas imágenes se imprimen los títulos iniciales de Herencia de familia
y varias secuencias de fotos de la familia protagónica. Sus integrantes,
como el lugar donde habitan, tienen mucho que esconder y aparentar. Pero en
las primeras escenas se nos presentan por separado y aún sabemos poco de
ellos. Ni siquiera conocemos sus nombres, todos se apellidan Gromberg.
Los Gromberg no
son una familia cualquiera… los Gromberg son los Douglas. Mitchell y Evelyn
Gromberg, su hijo Alex y su nieto Asher son, fuera de la ficción, nada menos
que Kirk Douglas y su ex mujer Diana, Michael Douglas y su verdadero hijo,
Cameron Douglas. El grupo se completa con el pequeño Eli (Rory Culkin) y
Rebecca (Bernardette Peters), la esposa de Alex.
Desde hacía
tiempo, Michael Douglas estaba buscando una película en la que actuar junto
a su padre por primera vez. Cuando apareció el guión de esta película se
decidió a producirla, y luego fue proponiendo al resto de sus allegados para
completar los roles centrales. Por eso, no es sólo un dato anecdótico que
toda su troupe forme parte del proyecto. Herencia de familia
está pensada para ellos: para reflejarlos, para homenajearlos en cierta
forma, para inmortalizarlos (aunque no se trate de su verdadera historia).
El director Fred
Schepisi construyó un drama sobre una familia con problemas de comunicación,
pero la narración flaquea en varios puntos y la reunión de tres generaciones
de Douglas termina siendo uno de los pocos atractivos. Las escenas que
comparten Kirk y Michael son las más emotivas y seguramente se parecen mucho
a las de la vida real: padre e hijo peleándose, haciéndose reproches,
bromas, queriéndose. Sin embargo, el más joven del trío –Cameron, de 25
años– es quien se roba el film con su carisma y simpatía.
Volviendo a la
ficción, los Gromberg son una acomodada familia judía, en la que cada cual
hace su vida. Los conflictos pasan por los problemas que afrontan
cotidianamente y por la manera en que se relacionan entre sí. Todos bajo la
mirada atenta y cuestionadora del patriarca, Mitchell. Alex es un atareado
abogado en la firma creada por su padre y es tentado por una compañera para
cometer una infidelidad. Su esposa Rebecca es psicóloga y, entre paciente y
paciente, siente que su marido no le presta atención. El mayor de los hijos,
Asher, es disc jockey, vende marihuana y está por reprobar el colegio
mientras se dedica a conquistar a la chica que le gusta. El menor, Eli, casi
no habla con nadie; su problema es que está en plena adolescencia.
Una
pérdida importante –que prefiero no develar– funciona como punto de
inflexión en la trama y encuentra a los Gromberg juntos, tratando de
sobrevivir. A la vez, este hecho trágico centra el relato en la relación
padre/hijo (Kirk y Michael Douglas) y retrasa el desarrollo dramático del
resto de los conflictos. Cuando Rebecca descubre a Alex y explota su enojo;
cuando Alex se rebela contra la compañía y contra su padre e intentan
reconciliar sus diferencias; cuando Asher es descubierto y pierde a la
chica, ya es demasiado tarde para el espectador. Se avecina el final de
Herencia de familia y no hay resoluciones propiamente dichas; sólo
palabras. La moraleja es algo así como “la vida continúa y los Gromberg
seguimos adelante pase lo que pase, ya veremos cómo”. Nos quedamos con
alguna sonrisa, ciertas imágenes... pero también con ganas de que el film
hubiese sido mejor.
Yvonne Yolis
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