Hasta hace un tiempo dividía a las
películas de Jim Jarmusch entre las Grandes Obras (como Bajo el peso de la ley), las
gemas menores (como Mistery Train) y los fiascos totales (como
Noche en la Tierra o El camino del samurai). Ya no. Ahora siento
que este tipo, como pocos, practica una muy eficaz economía de recursos. Y
que, con mayor o menor fortuna, la practica en todos sus films. En Flores
rotas le funciona muy bien.
Fíjense en Bill Murray, por ejemplo: un
actor soberbio, singular, pero que viene con el caballo cansado. Vaya uno a saber qué
y por qué le sucedió, pero está
claro que no es el de Hechizo del tiempo, y que algo más que el paso
del tiempo (y que su paso por films-caballos-cansados como Perdidos en
Tokio) lo afectó. En Flores rotas también luce exhausto, y parco de expresión. Pero
acá
no es para menos: Don Johnston no tiene esposa, ni aparentemente hijos (verán
más abajo...), y la última de sus amantes lo acaba de abandonar. Lo
que sí tiene es ternura, porque la economía de Jarmusch proveyó las
acciones, relaciones y situaciones que permiten a este personaje (y a
nuestro atribulado Murray) expresar
ternura... sin dejar de lucir exhausto y parco de expresión.
Entre las relaciones, ese vecino
negro con el que sostiene una amistad de rasgos infantiles, y que lo impulsa
al viaje que convertirá a Flores rotas en otra respetable road-movie
estadounidense. Es que Don recibió una carta sin firma, en papel rosa, en la que una mujer,
con tinta roja, se presenta como ex pareja suya y le hace
saber que existe un hijo de ambos, que tiene 19 años, y que partió al
encuentro de su progenitor. El negro convence a Don para que visite al
puñado de veteranas entre las que, según las fechas, tiene que estar la
madre de ese chico. Es una empresa tan absurda como la consigna con la que
emprende el viaje Don
(buscar una máquina de escribir con tinta roja, o papel rosa, o flores
rosas), pero la vida de este hombre, comercialmente provechosa y
afectivamente raquítica, es tanto o más absurda, así que... ¡por qué no! Además, nunca está dicho ni mucho menos subrayado, pero qué duda cabe: es
el afecto, es la ternura lo que empuja a Don. Y lo empuja contra su propia
naturaleza, contra su propio carácter, que se opone tanto –justamente– a que
la ternura encuentre su cauce.
Lo que sigue son unas viñetas chiquititas,
bien actuadas (Sharon Stone, Jessica Lange y Tilda Swinton ofrecen grandes
breves composiciones), ágiles, muy a tono con otra tendencia proverbial en
Jarmusch: construir largometrajes en base a fragmentos relativamente
autónomos, que hasta cierto punto operan como cortometrajes encadenados.
El
final es impactante, sugestivo, pero mucho menos abierto de lo que
parece: si lo miran bien verán que Don ha encontrado algo que va mucho más
allá (porque está bastante más acá; dentro suyo) de si tiene o no tiene un
hijo con alguien.
Guillermo Ravaschino
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