Al principio es un paraje agreste, con árboles escuálidos cubiertos por la nieve. El
    frío, casi, se puede respirar. Y Stéphane (Romain Duris) está parado en medio de una de
    esas rutas que no parecen conducir a parte alguna. Poco se sabrá de él: que es francés,
    que su padre murió en Siria, acunado por los sones de Nora Luca, una cantante gitana que
    lo tenía enamorado. Stéphane heredó ese amor. Y surcó tras él Europa hasta llegar
    allí, al medio de la nada. Está de a pie en Rumania. Lleva lo puesto y unos cuantos
    dólares. El escenario reproduce su procesión interior: Stéphane es libre porque no
    tiene compromisos como no sea hallar a Nora, pero también es libre porque no
    tiene nada. De manera extraña, por momentos magistral, El extranjero loco hará
    surgir un drama intenso y cálido de las entrañas de la nada. Demostrará que un
    compromiso libremente asumido puede derivar en otros, sin que esto implique
    contradicción. Con algún traspié, pero sin falsos guiños ni alegorías inyectadas, no
    le cantará a la rosa. Como pedía Rimbaud, la hará florecer en el poema. 
    En un gitano viejo, gritón y
    borrachín Stéphane encuentra a su primer interlocutor. Claro que no conoce una palabra
    del rumano, ni el anciano del francés, pero aun así cada uno hablará su idioma, como si
    pudieran entenderse por encima, y aun en contra, de las palabras. Es curioso, movilizador:
    al principio la situación suena extraña, hasta ridícula, pero con el correr de
    los minutos se impone con naturalidad. Es que El extranjero loco, como el cine,
    apuesta por un lenguaje que trasciende lo textual. Y lo hace con una espontaneidad
    asombrosa, lo que constituye uno de sus mayores méritos. Stéphane también es
    espontáneo. Generoso, sin planes en la mente, como un chico, y esta otra cualidad se
    tiende como un puente hacia esos gitanos impulsivos, malhablados, endiabladamente festivos
    (no hay tragedia que no sea buena excusa para que todos se pongan a bailar), entre los que
    se quedará a vivir. 
    La textura del film de Tony Gatlif
    (último de una trilogía dedicada a los gitanos) es la de un documental. Más allá del
    francés y una de las gitanas, no hay actores en el elenco. Por eso la alegría empecinada
    y loca de esas gentes fluye. Y los rituales más inopinados para la cultura occidental
    discurren graciosa, sugestivamente. Verlos enterrar a sus muertos (derramando vodka y
    bailoteando sobre la tumba), danzar (esas mujeres que parecen odaliscas naturales,
    mágicas) o simplemente maldecir al viento, lo que incluye todo el abanico de expresiones
    "irreproducibles", es mucho más que una excursión didáctica. Implica
    contagiarse. El espectador, de hecho, es invitado a un viaje similar al de Stéphane. Hay momentos
    fuertes, emotivos de modo más o menos convencional, como los embates amorosos que
    unirán al galo con una de sus anfitrionas, o la explosión violenta, algo forzada, hacia
    el final. Pero hay otros que le deben todo a una emoción más rara: se dejan ver
    en un sentido hondo. Y no se desea que suceda tal o cual cosa sino que esas personas, sus
    costumbres y sus cosas simplemente se limiten a estar ahí, a ser así, a seguir vibrando
    sobre la pantalla. 
    Guillermo Ravaschino
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