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DETRAS DE LOS OLIVOS
(Zire Darakhatan Zeyton)

Irán, 1994


Dirigida por Abbas Kiarostami, con Mohamad Ali Keshavarz, Farhad Kheradmand, Zarifeh Shiva, Hossein rezai, Tahereh Ladanian.



No soy demasiado amigo de las re-visiones reivindicadas por tantos críticos. No es que desprecie las segundas, y hasta vigésimas visiones, que pueden resultar esenciales para el estudio de tal o cual vertiente, más o menos técnica, del oficio de hacer cine. El de criticarlo es otro oficio –el de verlo no lo es– y las segundas visiones suelen prohijar lamentables confusiones en los críticos, e inevitables desencantos en los espectadores. Si la fuerza de la vida resplandece en el cine, es precisa, aunque no solamente, porque este ha sido hecho para vivirse por primera vez. Abbas Kiarostami se perfila como un realizador irresistible en las segundas visiones (que pueden ser mentales, no necesariamente expresas) y no tanto en las primeras. Es dueño de un raro talento. Sin necesidad de narrar en los términos convencionales –un recuento de peripecias más o menos conflictivas moviéndose en progresión– consigue muchas veces el mismo efecto: interesar al público, sostenerlo en flotación. Esta destreza debe ser el punto fijo, el vértice, de la división de aguas que Kiarostami, como pocos, suscita en la platea. Son tantos quienes lo celebran como un director sublime como quienes lo descartan, sin más ni más, por insoportablemente aburrido.

La cuestión de las visiones lleva a otra, la de las miradas. Detrás de los olivos es una ventana a la campiña iraní, en la que un director de cine iraní (Mohamad Ali Keshavarz) filma estampas de la vida cotidiana de los campesinos. Es la culminación de una trilogía ambientada en la región de Koker, cuyas otras dos entregas (¿Dónde está la casa de mi amigo? y La vida continúa) aún no fueron estrenadas en Buenos Aires. El propio Keshavarz, sobre el comienzo, se presenta como alter ego de Kiarostami. Los "actores" de uno y otro son los mismos –aunque no son actores sino campesinos– y más o menos semejantes los problemas que surgen a la hora de la filmación. En la "segunda visión", precisamente, esta mirada tiende a imponer una estructura especular sumamente compleja, refinada. La ineptitud interpretativa de los campesinos (que en todos los demás menesteres ostentan una rara delicadeza) pone a prueba la paciencia del otro yo de Kiarostami, obligándolo a repetir una y mil veces la misma toma. Pero no se trata de impericia actoral (uno de ellos llegará a redondear una composición formidable) como de factores culturales y sociales que se entrometen en el rodaje. El pueblo es chico y a la bella Tahereh, por caso, le cuesta hacer de esposa de Hossein, el adolescente al que viene rechazando en la vida real durante los últimos meses. Y así como la vida se cuela en el rodaje, el rodaje sale en busca de la vida para ofrecérsela al espectador. Cada dos por tres hay imprevistos, y el director y su asistente se ven obligados a salir a reclutar intérpretes por las cercanías. Van en sendas camionetas. Detrás de los olivos y El sabor de la cereza deben ser las películas que invirtieron más metraje para colocar al espectador encima de un rodado, codo a codo con el conductor. Más allá de las ruedas, la obsesión de Kiarostami siempre pasa por encontrar una precisa ubicación de cámara –la que sirva mejor para instalar al público frente a la intimidad de los personajes– y el exacto punto de corte que, a su turno, la reemplace por un nuevo ángulo para seguir estando ahí, bien cerca. También hay que decir que, en cuanto actores de Kiarostami, estos no podrían haber funcionado mejor. Los campesinos hacen de ellos, parecen ellos... y son ellos. Ahí está la flotación. Kiarostami es como que te mete ahí, le oí decir a alguien. Y es cierto.

También es cierto que hay derecho a discutirlo allí, en su mayor virtud. Que exhibe,  como contraparte, un deliberado afán por mantenerse al margen del objeto de su estudio. No sólo, aunque especialmente, en ese plano de diez minutos que no por nada es el más comentado de la película: ella avanza por el prado hasta perderse, tiernamente acosada por él, que la persigue con una interminablemente dulce proposición matrimonial. ¿Habrá aceptado ella? La respuesta de Kiarostami no es "no lo sé" sino "no puedo –ni debo– saberlo". Pero la cuestión de la mirada, como la del punto de vista, es doble. Implica un "desde dónde" físico pero también una elaboración, un interés. Kiarostami opina y elabora (¡todos lo hacen, aunque más no sea al decidir un encuadre!) pero no parece querer asumirlo. Esto deriva, por un lado, en magníficos registros antropológicos: pueden contemplarse desde el superpullman las intimidades de esas almas tan distantes, y distintas, importadas por la proverbial destreza de Abbas. Pero Abbas es quien más estuvo ahí, y se expone a que alguien, sin pecar de tonto o insensible, se pregunte qué es lo que lo llevó hasta esas remotas pampas. ¿Las sutilezas estructurales, la compleja construcción intelectual, las interrogaciones subyacentes acerca de la naturaleza del cine? Seguramente, pero la respuesta no se impone en vivo y en directo. Es decir, durante la primera visión.

Guillermo Ravaschino     

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