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CUANDO LOS SANTOS VIENEN MARCHANDO

Argentina, 2004


Largometraje documental dirigido por Andrés Habegger.



Dentro de Cuando los santos vienen marchando conviven dos elementos que en un primer momento parecen casi antagónicos: cierto tratamiento minimalista del espacio y un registro deudor del cine directo.

El film de Andrés Habegger delimita su territorio de manera frecuente. Villa Lugano es su lugar y la orquesta infantil que allí funciona, como parte del programa ZAP (Zonas de Acción Prioritaria) de la secretaría de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, su objetivo. La película registra la orquesta de Lugano, iniciada en 1998, integrada por 30 chicos de entre 7 y 13 años y sus ensayos de los días sábados, donde aprenden a dominar su instrumento.

Pero sus simplezas y sus limitaciones son el verdadero encanto del film y lo alejan de cierta tendencia documentalista argentina de los últimos años que se empeña en mostrar, con exuberantes dosis de pretensión y demagogia, la radiografía de la crisis argentina. En este caso, el director de Historias cotidianas logra, en los momentos de mayor intimidad, imágenes y reflexiones que no resultan solemnes ni didácticas y que encuentran su anclaje en el humor. Casi como anécdotas entrelazadas al compás de una orquesta que no pone el acento en la finalidad sino en el proceso de enseñanza.

En este sentido (y en palabras de uno de sus responsables) el proyecto tiene mucho que ver con aquella idea bajtiniana del carnaval: un método de disfrute y recreación que iguala y equipara a sus involucrados, borrando todo tipo de distinciones en favor de una empresa común. El aprendizaje funciona también como medio de interacción social y, por qué no, como detonante de vocaciones y futuros desarrollos.

Pero este aura de emprendimiento y optimismo termina jugándole en contra al objetivo de mostrar la vida de los habitantes a los que fue destinado el proyecto, muchos de ellos residentes en zonas de emergencia.

El film queda prendido de las posibilidades y el destino de los chicos y, poco a poco, deja de lado las problemáticas que envuelven su cotidianidad. La falta de una problematización concreta y la tendencia –hay que decirlo– a la instrucción ramplona le restan rigor y le otorgan cierto aire concesivo. Si bien desde un primer momento la cámara nos ubica en una Villa Lugano detenida en el tiempo, olvidada, y los constantes planos de sus edificios funcionan como los muros de una comarca que no será traspasada, la vida y los padecimientos de sus habitantes requieren una lectura más allá de las paredes que los contienen. El espacio elegido por Habegger resume muchos de estos conflictos: la perenne desolación del paisaje, el peregrinaje de inmigrantes en busca de un futuro menos mezquino, una sociedad que se vuelve cada vez más sectaria, la falta de oportunidades que condena de manera prematura; pero todo queda relegado por el hipnotismo que producen los rostros de los chicos, ensimismados en sus instrumentos.

La claridad y el compromiso con el que Habegger se involucra con el proyecto y con sus protagonistas denotan el esfuerzo del realizador por acompañar el propósito y quizá lograr su propagación (de hecho existe otra orquesta de similares características en el barrio de Retiro), pero el punto de vista está mucho más cerca del amor y la empatía que del antiguo legado griersoniano del documental social.

Bruno Gargiulo      

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