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LA COPA
(Phörpa)

Bután-Australia, 1999


Dirigida por Khyentse Norbu, con Orgyen Tobgyal, Neten Chokling, Jamyang Lodro.



La Copa es una película inserta en mares de exotismo. No sólo por esos paisajes paradisíacos de la India donde se encuentra el templo tibetano exiliado que es casi el único escenario del film. Más bien, las razones que la asocian con lo lejano, raro y místico están relacionadas con quienes forman parte de la realización. El director, Khyentse Norbu, es un monje y lama budista que fue oficialmente reconocido como la reencarnación de un santo tibetano del siglo XIX; los protagonistas son monjes verdaderos, tan reales como la historia en la que se basa la película.

A partir de estas curiosidades, que nos enfrentan al dilema de cómo criticar un producto encarado por personas ajenas a la realización cinematográfica, cabría preguntarse qué fue lo que impulsó al sacerdote Norbu a engendrar La copa. Qué necesidades tenía cuando decidió escribir y filmar un episodio simple de la vida en el templo. Por qué aceptó ciertos condicionamientos (como él mismo reconoció, sin ofrecer detalles) con el fin de que la película tuviera distribución internacional. Está claro que la historia que se cuenta es una excusa. Un punto de partida para hacer referencia a cuestiones esencialmente políticas y sociales. Y es probablemente por eso que La copa es una historia dispersa y, al mismo tiempo, muy obvia. Tanto que, a pesar de que dura 93 minutos, cuando termina uno siente que pasó la mitad del día compartiendo las actividades de esos sacerdotes budistas.

La copa no es una comedia. Sí, más bien, una película bastante aburrida. Hay imágenes que no aportan información a la historia y, lo que resulta aun más penoso, las líneas de diálogo reiteran lo que esas mismas imágenes muestran. La historia en la superficie es la de un niño monje solitario, fanático del fútbol, y despojado de cualquier otro afecto, pasión o posesión. Su amor por ese deporte es tan desmesurado que para conseguir ver la final de la Copa del Mundo ‘98 mostrará su falta de escrúpulos. Aunque claro, el esquema funciona a la manera hollywoodense: el niño que ama el fútbol porque no tiene otra cosa a último momento cambiará tan profundamente de actitud que el espectador no podrá menos que preguntarse en qué momento comenzó su evolución, cuando se involucró afectivamente con su entorno o sus compañeros como para dar ese (paradójicamente, tan previsible) vuelco.

Pero la misma dispersión de la película nos mantiene bien lejos del proceso interno del protagonista. Es que el director prefiere detenerse en personajes pintorescos y revelar otras cuestiones tanto de la realidad tibetana (la persecución y la opresión) como de la hindú (la pobreza y la limpieza). La descripción de la vida cotidiana en el templo es sencilla, carente de solemnidades y, por consiguiente, sincera. En esto se adivina otra de las intenciones de Norbu: desmitificar la forma en que el cine describió históricamente la cultura de los adeptos de Buda (Siete años en el Tíbet, El pequeño Buda, Kundum).

Una última observación. Tíbet está oprimido por China, potencia a la que el cine yanqui endosó buena parte del terror que antes asociaba con la Unión Soviética. La mayoría de las películas exportables sobre el budismo llevan esta especie de razón de Estado hollywoodiana marcada en el orillo. La copa no. Sólo parece un desesperado pedido de liberación, sin segundas intenciones.

Eugenia Guevara      

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