Estamos frente a una de las películas
más temerarias en la corta historia del cine iraní. Nadie se había
atrevido como Jafar Panahi en El círculo a incursionar
políticamente, ni de manera tan profunda, en un tema arduo y conflictivo
como es la condición de la mujer en su país.
El director de El globo blanco y El espejo demuestra que
la sensibilidad de su mirada no se limita a la suerte de las niñas: ahora
registra el drama que les toca vivir como adultas, en una sociedad que
sólo aprecia su condición de reproductoras. Para mayor contundencia,
Panahi ha elegido contar varias historias en una urdimbre firme y
rigurosa. Una red que constituye un panorama dolorosamente variado, con un
significado común: las limitaciones que sufre una mujer sola en Irán.
El prólogo es la clave del film: ha nacido un bebé, y a pesar de que
la ecografía anunciaba un varón, la recién nacida es niña. La
incredulidad da paso rápidamente a la desesperación: la abuela sabe que
su yerno pedirá el divorcio. Una mujer es indeseable, y para demostrarlo
está el resto de las historias.
La cámara acompaña la salida consternada de las mujeres de la
familia, y se desliza hacia tres muchachas que dejaron la cárcel. Una de
ellas, la más joven e inocente Nargess (significa Flor en farsi, el
idioma de Irán), intenta dejar la ciudad y volver a su pueblo, paraíso
perdido e idealizado después de la temporada en prisión. Arezu
(Esperanza) empleará recursos desesperados e inconfesables para conseguir
el dinero para el pasaje de su amiga. Aunque imaginamos que en el área
rural el drama femenino no es menor. Una cuarta ex convicta, después de
ser repudiada por sus iracundos hermanos, deambula entre sus amigas para
hacerse un aborto, operación imposible sin el consentimiento del padre...
que ha sido ejecutado. La embarazada es a su vez testigo del abandono que
una madre hace de su hija en plena calle, convencida de que una familia, o
el Estado, podrán darle una vida mejor que junto a una madre sin marido.
Por fin, la sabia mirada de una prostituta, testigo de la injusticia y la
hipocresía, reunirá a todas las víctimas de esa sociedad en la que una
mujer sola no tiene un lugar.
La estructura es rigurosa: la cámara nos lleva de una mujer a otra, de
una historia a la siguiente, a una tragedia que en poco se diferencia de
la anterior, construyendo variaciones sobre el mismo tema. Una vez que ha
presentado un caso, obviamente sin resolución, introduce un nuevo
personaje y lo sigue, dejándonos con la intriga sobre la historia
anterior. Finalmente, todas confluirán en un final común, bien
contundente. La imagen inicial del film había sido una ventanita abierta
en una puerta; de este lado, una mujer preguntaba por otra. Todo termina
con una ventana similar; del otro lado, un hombre pregunta por la misma
mujer del principio, hacia un espacio que atrapa a todas las
protagonistas. El epílogo cierra el círculo.
Esta película no da explicaciones, carece de retórica. Nunca sabremos
las culpas que las llevaron a prisión, tampoco cuál es la causa de las
heridas que muestran. Quizá, tan sólo ser mujer.
El lenguaje casi documental de Panahi ya nos es conocido, sobre todo
por su ejemplar El espejo; su cámara, respetuosa de los tiempos,
se coloca frente a una de las muchachas mientras espera a su compañera en
la calle y hace lo que cualquiera cuando espera: mira los transeúntes, se
impacienta por el regreso de su amiga, se preocupa por la presencia de los
policías, todo en largos –muy largos– planos que se ocupan
sólo de ella y sus percepciones. La imagen reproduce el tiempo de la
espera. El hombre, peligro acechante, permanece fuera de campo.
Como complemento de las historias, que trascurren en unas pocas horas
por las calles de Teherán, sobresalen los detalles de la vida cotidiana:
la obligatoriedad del uso del chador por encima del pañuelo y del
abrigo que las cubre hasta los tobillos, la libertad del hombre para tomar
varias esposas, el temor de la mujer al repudio del marido si éste
descubre su pasado vergonzante. Pero hay además tres motivos recurrentes
en todos los episodios: el más agobiante, la presencia constante de los
policías, cada vez que las mujeres llegan a un momento de decisión;
ellos son la amenaza de una represión que fatalmente caerá sobre ellas,
por no tener documentos, por no tener casa y, lo que es peor, por no tener
hombre. Por otro lado, casi al margen, en distintos momentos del día
vemos los indicios de una ceremonia de casamiento: los preparativos del
coche, los novios en el vehículo, y por fin entrando a la fiesta: esa es
la posibilidad de realización femenina, acentuado contrapunto de las
tribulaciones de esas mujeres solas. Por último, varias protagonistas
expresan su frustración por no poder fumar en público. Por eso al final,
cuando la prostituta sabe que no tiene nada que perder, fuma abiertamente,
en una toma que evoca los mejores momentos de Bette Davis, esa otra
desafiante fumadora empedernida.
Como en sus películas anteriores, Panahi demuestra su condición de
cineasta urbano, su interés por el movimiento agitado de las calles de
Teherán. En la primera mitad, la acción sigue un ritmo rápido, ansioso,
el de las jóvenes que corren por su libertad. Por espacios públicos, por
las calles, escondidas detrás de los coches, huyen de la vigilancia
constante, de la dominación masculina, de prohibiciones milenarias. En la
segunda mitad, la acción parece ralentarse, aceptando la inexorabilidad
del destino de estas heroínas anónimas. En ellas se actualiza la lucha
entre ser objeto de las represiones, y el anhelo de individualidad. Varias actrices –algunas profesionales y otras que no lo son– han
conservado sus nombres verdaderos en la película, lo que puede leerse
como un mayor compromiso identificatorio.
Se le podría objetar a Panahi haberse dejado ganar por la necesidad
del mensaje, por la ideología a gritos. Falla y virtud al mismo
tiempo. Obviamente, la película está prohibida en Irán. Pero no
necesitamos trasladarnos tan lejos: el film, que no hace concesiones, se
inserta en nuestra realidad y produce en nosotros resonancias muy duras,
que provocan la reacción en el espectador. Podemos reconocer la
vigilancia policial, y las limitaciones que aquí vivimos las mujeres.
Examinemos si no nuestros propios tabúes sobre el aborto, el abandono
materno, las convictas, la libertad femenina, la prostitución. Pero el
círculo mayor se cerró sobre el propio Panahi, cuando, pasajero en
tránsito por los Estados Unidos rumbo a la Argentina, fue detenido y
encadenado por su sola condición de iraní, y devuelto a su país.