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CICATRICES

Argentina, 2000


Dirigida por Patricio Coll, con María Leal, Vando Villamil, Omar Fantini, Mónica Galán, Marcelo Trepat, Raúl Kreig.



El transitado tema de la relación entre la literatura y el cine, la adaptación cinematográfica de obras famosas de la narrativa o del teatro, lleva gastados hectolitros de tinta, horas de debates en congresos y coloquios, discusiones de café, etc. En nuestro país, la literatura ha sido generosa y fructífera, y los cineastas parecen estar siempre a la caza de una novela de autor consagrado para transportarla a la pantalla. Es interesante observar que casi nunca las películas han estado a la altura de sus originales y, como contraparte, ninguna de las grandes realizaciones argentinas deriva de una obra literaria consagrada.

Resulta por cierto una tarea difícil, dura y casi siempre insensata, trasladar literalmente una obra de una expresión artística a otra, que maneja otro lenguaje, formato y soporte. Esta es la intención de Cicatrices, opera prima de Patricio Coll, adaptación de la novela que Juan José Saer publicara en 1964.

Es la primera de las películas que veremos durante el 2001 realizadas fuera del circuito de Buenos Aires. En este caso, tanto Coll como su equipo de técnicos y actores son casi todos residentes u originarios de Santa Fe, y en esa provincia, tierra de Saer, por otra parte, donde transcurre la novela, se ha rodado la película.

La obra original presenta un íntimo fresco de época en una ciudad del interior, en el que las vidas de varios personajes se relacionan en una trama cuyas conexiones, en el film, no resultan relevantes. La tragedia familiar entre un sindicalista (VandoVillamil) y el conflictivo vínculo con su mujer es el núcleo que articula las otras historias. En uno de los hilos de la trama, un abogado nihilista (Omar Fantini) ha dejado todo: profesión, vida social y familiar, para dedicarse fanáticamente al juego, y mantiene una única relación con su joven mucama, a quien educa a su manera. En otro, están involucrados un juez homosexual y un joven periodista, que lleva una difícil convivencia con su madre (Mónica Galán), alcohólica y tal vez ninfómana.

Mientras se desarrolla la historia, ambientada en los años sesenta, llueve permanentemente en esa ciudad junto al río. El agua parece ir socavando los dramas, los edificios, los vínculos, los ánimos de los personajes. Todas las clases sociales están representadas, y en ninguna parece haber una salida, una dirección ni una esperanza. En todas hay cinismo, desamor e incomprensión, y este estado de vida hace crisis en la clase obrera. Parábola política de la realidad signada por un escepticismo que hoy mantiene su vigencia.

A las historias que Saer presenta separadas, sucesivamente y de manera entrecruzada, Coll elige contarlas en un orden lineal y cronológico, con la excepción del hecho policial. Las discusiones entre el sindicalista y su mujer (María Leal) están presentadas en una dimensión temporal propia, mal resuelta cinematográficamente, que confunde el aparente devenir lineal. Por lo demás, Coll se ha ajustado rigurosamente al libro, como si no hubiera podido despegarse del original, aplicando un tratamiento absolutamente teatral, con frialdad y excesivo distanciamiento. Los actores se paran ante las cámaras para recitar solemnemente, sin emoción, sin vida, las frases más retóricas de la novela, convirtiendo a la película en un fósil. Sólo María Leal parece transmitir vitalidad a su personaje, y no creo que esa única excepción responda a la marca del director, sino al esfuerzo de la actriz.

La realización es cuidadosa, prolija, hay una minuciosa recreación de época, correcta fotografía y ninguna música. Pero tanto la cámara como la dinámica teatral y la marcación de actores dan por resultado un producto sin imaginación ni vida propia. En un momento del film, un personaje se pregunta qué es el alma. Justamente, es lo que falta en la película.

Josefina Sartora     


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