El transitado tema de la relación
entre la literatura y el cine, la adaptación cinematográfica de obras
famosas de la narrativa o del teatro, lleva gastados hectolitros de tinta,
horas de debates en congresos y coloquios, discusiones de café, etc. En
nuestro país, la literatura ha sido generosa y fructífera, y los
cineastas parecen estar siempre a la caza de una novela de autor
consagrado para transportarla a la pantalla. Es interesante observar que
casi nunca las películas han estado a la altura de sus originales y, como
contraparte, ninguna de las grandes realizaciones argentinas deriva de una
obra literaria consagrada.
Resulta por cierto una tarea difícil, dura y casi siempre insensata,
trasladar literalmente una obra de una expresión artística a otra, que
maneja otro lenguaje, formato y soporte. Esta es la intención de Cicatrices,
opera prima de Patricio Coll, adaptación de la novela que Juan José Saer
publicara en 1964.
Es la primera de las películas que veremos durante el 2001 realizadas
fuera del circuito de Buenos Aires. En este caso, tanto Coll como su
equipo de técnicos y actores son casi todos residentes u originarios de
Santa Fe, y en esa provincia, tierra de Saer, por otra parte, donde
transcurre la novela, se ha rodado la película.
La obra original presenta un íntimo fresco de época en una ciudad del
interior, en el que las vidas de varios personajes se relacionan en una
trama cuyas conexiones, en el film, no resultan relevantes. La tragedia
familiar entre un sindicalista (VandoVillamil) y el conflictivo vínculo
con su mujer es el núcleo que articula las otras historias. En uno de los
hilos de la trama, un abogado nihilista (Omar Fantini) ha dejado todo:
profesión, vida social y familiar, para dedicarse fanáticamente al
juego, y mantiene una única relación con su joven mucama, a quien educa
a su manera. En otro, están involucrados un juez homosexual y un joven
periodista, que lleva una difícil convivencia con su madre (Mónica
Galán), alcohólica y tal vez ninfómana.
Mientras se desarrolla la historia, ambientada en los años sesenta,
llueve permanentemente en esa ciudad junto al río. El agua parece ir
socavando los dramas, los edificios, los vínculos, los ánimos de los
personajes. Todas las clases sociales están representadas, y en ninguna
parece haber una salida, una dirección ni una esperanza. En todas hay
cinismo, desamor e incomprensión, y este estado de vida hace crisis en la
clase obrera. Parábola política de la realidad signada por un
escepticismo que hoy mantiene su vigencia.
A las historias que Saer presenta separadas, sucesivamente y de manera
entrecruzada, Coll elige contarlas en un orden lineal y cronológico, con
la excepción del hecho policial. Las discusiones entre el sindicalista y
su mujer (María Leal) están presentadas en una dimensión temporal
propia, mal resuelta cinematográficamente, que confunde el aparente
devenir lineal. Por lo demás, Coll se ha ajustado rigurosamente al libro,
como si no hubiera podido despegarse del original, aplicando un
tratamiento absolutamente teatral, con frialdad y excesivo
distanciamiento. Los actores se paran ante las cámaras para recitar
solemnemente, sin emoción, sin vida, las frases más retóricas de la
novela, convirtiendo a la película en un fósil. Sólo María Leal parece
transmitir vitalidad a su personaje, y no creo que esa única excepción
responda a la marca del director, sino al esfuerzo de la actriz.
La realización es cuidadosa, prolija, hay una minuciosa recreación de
época, correcta fotografía y ninguna música. Pero tanto la cámara como
la dinámica teatral y la marcación de actores dan por resultado un
producto sin imaginación ni vida propia. En un momento del film, un
personaje se pregunta qué es el alma. Justamente, es lo que falta en la
película.