Hay dos características que hacen de la obra
magna de Luis Buñuel una película insoslayable para el espectador actual, a
cuatro décadas de su estreno. La beneficencia institucionalizada, que es su materia prima
temática, no sólo continúa vigente sino hiperdesarrollada. Y el arte sublime que puso
en juego para retratarla no ha sido superado por ningún otro título hasta el día de
hoy.
Todo comienza cuando la novicia
Viridiana (Silvia Pinal, inmaculadamente monumental) deja atrás el convento. Su
intención es "hacer el bien sin mirar a quién", pero su primera escala es la
casa de un tío obseso, ya muy mayor (¿quién mejor que Fernando Rey?), con inclinaciones
muy poco sanctas. Allí la espera, además del viejo, un aluvión de
zaparrastrosos ávidos por satisfacer toda clase de necesidades. Claro que las ofertas de
la monja no están precisamente llamadas a cubrir sus demandas.
Viridiana es un magnífico
muestrario de las combinaciones que el gran Buñuel plasmó como ningún otro: cruda,
sutil, patética, tragicómica (por momentos todas esas cosas a la vez). Y si ya no desata
polémicas como las que acompañaron su estreno (por la simple razón de que nadie discute
su grandeza), hoy brilla más que nunca en el Olimpo de los grandes clásicos. Dichosos
los que pueden verla por primera vez. |