Angeles, fantasmas, mediums, muertos que no acaban de morir. El espiritismo y la New Age
    están de moda. Y lo viene a confirmar esta película, que ya ingresó en el panteón de
    los veinte films más taquilleros de la historia. 
    Sexto sentido nos lleva a
    Filadelfia. Puntiagudos rascacielos pero ambiente pueblerino, o cuanto menos de provincias.
    Todo empieza aquella noche en la que Malcolm Crowe (Bruce Willis, que está muy bien)
    festeja junto a su mujer la obtención de un galardón municipal por sus méritos como
    psicólogo. Malcolm se especializa en chicos. Y uno de sus ex pacientes, ya crecido, se
    introduce en el hogar para interrumpir la fiesta. Está casi desnudo, desesperado, 
    trastornado; los Crowe lo encuentran en el baño y al principio lo toman por un ladrón. Pero no. El muchacho,
    resentido, se queja de que Crowe no lo ayudó. Está más obsesivo y temeroso que nunca,
    dice, y extrae un revólver que dispara sobre el vientre del psicólogo. Luego se suicida. 
    Corte. Elipsis. Cartelón: "Un
    año después...". Puede verse a Crowe, ya recuperado y con un nuevo caso entre
    manos. Se trata del pequeño Cole Sear (Haley Joel Osment, prometedor), un niño de ocho
    años que vive presa del pánico y cree ver personas muertas por todos lados. En el
    colegio lo toman de punto; con su madre (Toni Collette, de lo mejor) mantiene escasa
    comunicación. Malcolm Crowe escucha al niño y toma apuntes. Lee libros y los subraya. Es
    curioso: las palabras y las frases que subraya Crowe son tan obvias y pueriles que resulta
    claro que es el film, antes que el personaje, el que se aboca a subrayar conceptos para
    "facilitar" la digestión del público. Más temprano que tarde, Crowe
    descubrirá que este chico y su anterior paciente tienen muchos rasgos en común, lo que
    incrementa el desafío y sus propios temores. ¿Podrá expiar con éste su culpa 
    por el otro? ¿Soportaría un nuevo y definitivo fracaso
    profesional? 
    Sexto sentido ofrece numerosas vueltas de tuerca,
    pero cada una de ellas viene sobradamente apuntalada por recetas consabidas,
    viejas. La decaída profesional de Crowe es la misma que sufrieron miles de policías que
    sintieron culpa, al comenzar un thriller, por no haber podido evitar la muerte de algún
    camarada. El camino que recorrerán niño y psicólogo es el de tantísimos films: recelos
    mutuos al principio, aproximación después, a pasos cada vez más agigantados. El propio
    Willis ya lo había transitado un año antes, junto a un chico autista, en Alguien
    sabe demasiado (hay link al pie). 
    Y las vueltas de tuerca, 
    qué quieren que les diga... ¡son un bajón! ¿Cómo desandarlas sin revelar datos claves de la trama? Diré que cada una
    coloca a la historia en un nivel creciente de sobrenaturalidad, de la mano de
    unos giros cada vez más místicos y ampulosos. El  golpe de timón más 
    contundente llega sobre el final y obliga a resignificar algunas líneas generales del desarrollo previo. 
    El final es un final-sorpresa, mucho más literario que 
    cinematográfico, que convierte a los espectadores en
    víctimas del monumental e inevitable engaño en que 
    –justamente a esta altura– 
    queda convertida la película. Otra estafa. Otra batalla
    desigual ganada por la astucia con todas las cartas en la mano. 
    Guillermo Ravaschino
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