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EL LADO OSCURO DEL CORAZON 2

Argentina, 2001


Dirigida por Eliseo Subiela, con Dario Grandinetti, Ariadna Gil, Nacha Guevara, Sandra Ballesteros, Manuel Bandera, Carolina Peleritti.



Hace unos diez años, cuando atravesábamos uno de esos tan mentados "booms" del cine argentino, el todavía prometedor Eliseo Subiela rodó una película inclasificable (esquiva, en cierto sentido, a calificaciones como buena, mala o regular) en la que se recitaban poemas y se ponían de manifiesto todas las flaquezas del machismo vernáculo, provocando una enorme respuesta popular.

A partir de entonces a Subiela le colgaron, entre otras etiquetas, la de "poeta del cine argentino" o "valuarte del amor surrealista". También fue coronado como un cineasta de éxito al que grandes capitales le abrieron sus puertas, lo que terminó redundando en películas insípidas que reiteraban mecánicamente cada una de las personales imágenes que lo habían llevado a la fama. Así fue como Don Eliseo materializó un cine falto de emoción e imaginación, amparado en la tramposa estrategia de rodearse de escenarios y manierismos locales con la intención de lograr una complicidad ilusoria en el espectador, ese que espontáneamente había ido a ver la cama voladora de Oliverio (Dario Grandinetti).

Seguramente reflexionado sobre estos hechos y tratando de revivir aquellos buenos tiempos, el realizador se embarcó en la empresa de realizar una secuela francamente inesperada. Los resultados están a la vista.

Las cosas han cambiado, pero a Subiela parece no importarle: su poeta errante, vago y mal entretenido sigue buscando la mujer ideal que lo haga volar. Cree encontrar cierta magia en una voluptuosa hembra (Carolina Peleritti) capaz de encender una bombilla al contacto de sus dedos mientras hace el amor, pero al poco tiempo se desengaña ante la realidad inevitable de la convivencia.

Lerdo y perezoso, Oliverio parte hacia España (coproducción obliga) para encontrarse con Ana, el amor de su vida, la prostituta montevideana que lo hizo volar... para desencantarse con un pálido reflejo del pasado. Y ahí mismo descansa el problema básico de esta película: la magia original que funcionaba a un nivel primario en un momento determinado de nuestro inconsciente colectivo (comienzo de los noventa, cuando la globalización y la muerte de las ideologías todavía eran tema para debatir en cualquier café porteño) hoy resulta una empresa innecesaria, que no ofrece ninguna sorpresa estimulante.

Acá están presentes todas las peculiaridades del primer film: la cama predadora, Sandra Ballesteros (por si alguien la extrañaba) y las múltiples personalidades de Oliverio. Pero todo es previsible y, encima, inexplicablemente moroso.

Como todas las historias a las que nos tiene acostumbrado este director, esta va detrás de una obsesión. Que en este caso es el capricho de Subiela por querer mostrarlo todo: la Muerte, el Tiempo, el Amor, el Desamor, la Poesía, la Ciudad (sí, todo eso con mayúscula)... aunque no pasa de las obviedades del tipo "¡La puta que vale la pena estar vivo!", reemplazada aquí por un no menos bochornoso: "¡Por la vida, carajo!".

Las cosas evidentemente han cambiado, y Subiela intenta retratarlo tímidamente en una brillante secuencia rodada en Buenos Aires, donde Oliverio pretende limosnear nuevamente con sus poemas en un semáforo porteño y se ve superado por los limpiavidrios, malabaristas y vendedores ambulantes. Claro que inmediatamente después vuelve a sumergirse en aguas desprovistas de buen gusto y verosimilitud.

Para esta oportunidad, el "autor" eligió espacios abiertos, decidió desprenderse de la cursilería vendedora del bolero y procuró adentrarse en el calor sensual del flamenco, consiguiendo plasmar imágenes decididamente banales. No contento con usurparle nuevamente el título a Pink Floyd y apropiarse de los poemas de Girondo y Benedetti, también apostó a trasladar toneladas de poesía contemporánea consagrada al amor parafraseando a una docena de poetas, entre los que ni Dylan Thomas se salva.

Es lamentable presenciar la persistente involución del director que nos regaló Hombre mirando al sudeste, cuya zozobra es tan irreversible que ni la celestial presencia de Ariadna Gil sirvió para sacarlo un poco a flote en esta vuelta.

Gabriel Alvarez     

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