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PEQUEÑOS MILAGROS

Argentina, 1997


Dirigida por Eliseo Subiela, con Julieta Ortega, Héctor Alterio, Antonio Birabent, Paco Rabal, Ana María Picchio
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"No le cantéis a la rosa, hacedla florecer en el poema." Eso sugería Arthur Rimbaud. Lenta, y todo indica que irreversiblemente, Eliseo Subiela ha ido dando vuelta el aserto del escritor francés. El título que nos convoca amaga con retomar el hilo de Hombre mirando al sudeste, pero se encuentra a años luz de aquél y –excepción hecha de Despabílate amor, en la que Subiela sucumbió felizmente a ciertas ligerezas del entertainment– marca el punto culminante de unos experimentos signados por la idea de que alcanza con recitar un poema, declamar un sentimiento o subrayar una metáfora para impregnar a la pantalla grande con las emociones de la letra escrita.

El personaje central de Pequeños milagros es una chica que trabaja en un supermercado y está convencida de ser un hada, y recayó en Julieta Ortega. Rosalía tiene 27 años, es virgen e incansable bebedora de jugo de naranja. Sus poderes exceden a los de Rantés (Hombre mirando...), ya que al don de la telekinesis suma la capacidad de corporizar objetos a su antojo, y a esto siempre lo canaliza en modestos obsequios para los desamparados. Pero Rosalía no puede utilizar esos poderes en su provecho (¿dejaría entonces el supermercado?) y, aunque jamás siente atracción genuina por un hombre, la obsesión de la maternidad va ganándola progresivamente. La única metáfora no literaria que se permite el film muestra a Rosalía observando embelesadamente... un huevo.

De una punta a otra Pequeños milagros busca torpe y denodadamente las credenciales de parábola de la comunión universal, del desprendimiento. Esta empresa encuentra en el lugar común a la primera de sus malas artes. Casi todos los personajes se la pasan elevando la vista al cielo para agradecer, con tan cansina genuflexión que semejan un absurdo ejército de deudores pusilánimes. Rosalía le agradece a Dios por haberla hecho hada, don Francisco (Paco Rabal) y Susana (Mónica Galán), dos ciegos a los que la protagonista les lee libros en sus ratos libres, agradecen la no videncia como un don supremo, que les permite "ver adentro". Esta suerte de franciscanismo recalcitrante hace techo en la protagonista, que celebra cada tragedia de este mundo porque da ocasión para ejercer el bien. Los regodeos miserabilistas parecen responder al curioso objetivo sentimental del film: contagiar esa felicidad ridícula fundada en la tristeza del estado de las cosas.

Subiela empezó con los homenajes explícitos a la poesía inmediatamente después de su película más poética: Hombre mirando al Sudeste (1986). Un montón de personajes cacareando sones de Oliverio, Benedetti o Gelman capitaneó, a partir de entonces, una degradación poética de su cine que avanzó pareja con los ímpetus homenajeantes. Pequeños milagros se suma a esta tendencia desde su pasmosa literalidad, que no está tanto en las alas de Rosalía –que las tiene, y enormes– como en la declamación lisa y llana de cada uno de los temas de la película. Una tarea de la que Subiela ha relevado a las imágenes para encomendársela a las palabras: unos recitan poemas en voz alta, otros discurren acerca de la soledad terráquea en el Universo (Santiago, el joven que anima Antonio Birabent, a falta de interlocutor humano lo hace frente a un perro Bassett). Otros, en fin, aseguran que la gente es buena pero que no encuentra la forma de demostrarlo.

Guillermo Ravaschino