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FLORES DE FUEGO
(Hana Bi)

Japón, 1997



Dirigida y protagonizada por Takeshi Kitano, con Kayoko Kishimoto, Ren Osugi, Susumu Terajima, Taro Istumi, Tetsu Watanabe.



El séptimo largometraje de Takeshi Kitano –toda una estrella en la televisión japonesa e ilustre desconocido en la Argentina, que no se ha dignado a estrenar ninguno de sus otros films– es una obra de extraño vigor. Flores de fuego es en parte un thriller, aunque las referencias a los esquemas clásicos del policial apenas pueden rastrearse al comienzo del relato, para disolverse luego en una trama cada vez más introspectiva. Nishi (el propio Kitano) es un policía eficaz, perspicaz, que está atravesando el peor momento de su vida. No hace mucho una enfermedad segó la vida de su hija, y los pronósticos médicos auguran que la leucemia, en cuestión de semanas, hará lo propio con su mujer. Su antiguo escudero, Horibe, quedó paralítico en una balacera, mientras que otro de sus compañeros se desangró sin prisa ni pausa ante sus ojos impotentes. En la presencia de Nishi, en su pesar, confluyen dos poderosas –y sólo aparentemente contradictorias– tradiciones cinematográficas: la de los policías duros e impasibles (muy cercana a unos cuantos personajes de Clint Eastwood) y la de cierto cine oriental poblado por criaturas más o menos portentosas (ya fueren simples ciudadanos o estoicos samurais) que se mecen como hojas a merced de vientos trágicos, inapelables.

La llamativa potencia física de Nishi, que es capaz de dormir a los rufianes de un certero golpe de puño (o de perforar sus ojos como al descuido, sin despegar su mirada de una taza de café), no debe llamar a engaño. A diferencia de la invulnerabilidad de los paladines hollywoodenses, ésta no tiene por fin habilitar el lado violento del show. Esto ya se nota en la singular manera con que Kitano expone la rudeza de su personaje. Los impactos y los cortes están dados casi siempre en off (es decir, fuera del cuadro): si Nishi no mira a sus rivales, ¿por qué habría de hacerlo el público? Lo que puede verse, en cambio, es la austera expresión de Nishi, que es la misma antes y después de dar cuenta de sus enemigos. Extremadamente parca, parcialmente escondida tras los anteojos negros, apenas un rictus –tensa la comisura derecha de sus labios– deja ver en ella las procesiones que lo aquejan. El dolor de Nishi tiene poco que ver con la Yacuza (temida mafia nipona) y con los avatares policíacos, y mucho con la angustia existencial. ¿De qué le sirven los puños y la puntería a la hora de salvar a sus seres queridos? Su potencia física, antes bien, destaca por contraste la inconmensurable impotencia de su espíritu. Nishi podría haber sido un escritor, un campesino, un empleado de correos. El mérito de Kitano es haberlo hecho entrar en un policía –en un policial– sin que el relato, en tanto tragedia humana, perdiera un ápice de su espesor. La perspectiva de Nishi –una soledad desnuda y absoluta– lo tentará a abandonar la fuerza policíaca, e incluso la legalidad, para honrar los últimos minutos de su esposa (¿los suyos propios?) como corresponde. Con muy rara sutileza los recorre el film: podrá sentirse, al cabo, que lo de Nishi no es, y nunca fue, resignación, sino adaptación –valiente, extrema– a circunstancias desesperantes.

El encadenamiento de las secuencias de Flores de fuego responde a una ecuación que invierte la lógica del policial convencional. Allí la "poesía", generalmente en forma de postal urbana, opera como excusa para propiciar persecuciones, tiros y explosiones. Aquí, en cambio, la rudeza de las calles conduce una y otra vez a pasajes que invitan al espectador a una contemplación plácida y oscura. El mar, el cielo –en sempiterno y trágico vaivén– serán perfectas, recurrentes elecciones para volver a colocar al público en la encrucijada del protagonista. La asociación libre (o medianamente libre, como la que disparan los dibujos del detective tullido: siniestras cruzas de lo humano con lo vegetal) pocas veces ha fluido como en este film. Es que Kitano cultiva una virtud que no abunda entre los cineastas contemporáneos: confía en las imágenes. Y se deja llevar. El resultado es casi siempre un viaje apasionante.

Guillermo Ravaschino     

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