Por alguna razón, el viejo Eric Rohmer no filmó su "tetralogía de las
estaciones" de modo cronológico. La inició con Cuento de primavera en el
'90, la siguió con los de invierno y verano y la cerró con el de otoño, en el '98. Tal
vez por eso se le traspapelaron los climas y el film que nos ocupa, ambientado en
el balneario de Dinard (suerte de cruza entre Mar del Plata y Miramar), arranca algo
fresquito para chomba. Hasta allí llegó Gaspard (Melvil Poupaud), un adolescente que
despunta el vicio de componer y ejecutar canciones en la guitarra mientras espera a su
novia (o amigovia, eso no está del todo claro tampoco para él). Pero Lena no
llega y Gaspard traba amistad con Margot (Amanda Langlet), que se financia las vacaciones
trabajando de mesera en la localidad.Toda la
artillería del famoso estilo Rohmer se pone en juego en la primera parte del
relato. Con su acostumbrada sutileza, el veterano empieza por abrir una "ventana al
mundo" que no podría ser más literal: elige los encuadres, claro, pero se cuida de hacer
olas durante largos minutos. La historia arranca un 17 de julio (oportunos cartelones
dan cuenta de la evolución del tiempo) y hasta el 19 no veremos otra cosa que a Gaspard
caminando por la playa, tomando un baño o un café, rasgueando melodías y a
esa apasible, acaso universal, "rutina de balneario" que lo circunda. No está
mal ya que el conflicto, que se insinúa al tercer día, florecerá más natural, y hasta
elegantemente, a partir de esta variante de las calmas chichas que este director
francés domina como ningún otro. Y que son el motor de poderosas identificaciones. Los
primeros y triviales escarceos entre Gaspard y Margot, por caso, harán que más de uno,
en la platea, recuerde tal o cual anécdota de juventud. Diré más: la naturalidad del
primer tramo es tal que la brisa de Dinard me hizo estornudar. No culparé a Rohmer, no
obstante, de la galopante gripe que me aqueja por estos días.
La afición musical de Gaspard es una excelente
excusa para varios fragmentos acunados por las composiciones que le inspira el mar. Una de
ellas, muy hermosa, narra las desventuras de una joven filibustera, y es entonada por el
susodicho y otras gentes durante un paseo en velero que nutre al momento más emotivo de
la película. No hay muchos otros, ni Rohmer parece buscarlos. Antes bien, lo suyo son
esos chispazos de vida que la cámara se empeña en apresar, comentándolos al
mínimo. En este sentido cabe destacar la inmensa variedad de imágenes que, muy
sutilmente, constituyen el trasfondo de los primeros planos. Copiosamente dialogado (otro
sello de Rohmer), buena parte de este cuento canaliza esa maravillosa frase con la que
Flaubert describe el crecimiento de la relación de Madame Bovary con uno de sus
festejantes: "las frases pronunciadas al azar conducían siempre al punto fijo de una
simpatía compartida". Pero Rohmer no es Flaubert (nadie en sus cabales se lo
reclamaría) y esta es una comedia levemente romántica. Se complicará pero "hasta
ahí", la sangre no llegará al río (o si se quiere, al mar) y todos podrán volver
a sus casas con las mentes despejadas y el corazón tranquilo.
Pero el drama está, y tiene que ver con las
indefiniciones que acechan desde siempre a las relaciones amorosas. La demora de Lena da
tiempo para una segunda amiga, aun más llamativa (no diré atractiva, aunque esa parece
ser la idea) y besucona que Margot. Las tres muchachas vehiculizarán los conflictos del
cada vez más atribulado protagonista, que duda entre una y otra a la hora de elegir con
quién seguirá viaje hasta Ouessant, otro balneario, aparentemente muy codiciado, de las
inmediaciones. Estas dudas son motivo de unos cuantos gags muy singulares
esto es, verbales a los que Rohmer también nos tiene acostumbrados: no
convocan risas, aunque sí sonrisas.
Cerca del final, aunque no tanto, Cuento de
verano se aproxima a una comedia de enredos convencional. Lo que se conjuga con otra
cualidad frecuente del cine de Rohmer: su estilización, un tanto fría, de las relaciones
entre las personas. En otras palabras: es como si la sexualidad hubiese sido desterrada de
los cuerpos de estos jóvenes. Cabe preguntarse si esto, amén de complementar todos los
otros rasgos de la exquisita caligrafía del realizador francés, no le resta algo de
carnadura humana.
Guillermo Ravaschino
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