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CUENTO DE VERANO
(Conte D'Eté)

Francia, 1996


Dirigida por Eric Rohmer, con Melvil Poupaud, Amanda Langlet, Gwenaëlle Simon, Aurelia Nolin, Aime Lefevre, Alain Guellaff.



Por alguna razón, el viejo Eric Rohmer no filmó su "tetralogía de las estaciones" de modo cronológico. La inició con Cuento de primavera en el '90, la siguió con los de invierno y verano y la cerró con el de otoño, en el '98. Tal vez por eso se le traspapelaron los climas y el film que nos ocupa, ambientado en el balneario de Dinard (suerte de cruza entre Mar del Plata y Miramar), arranca algo fresquito para chomba. Hasta allí llegó Gaspard (Melvil Poupaud), un adolescente que despunta el vicio de componer y ejecutar canciones en la guitarra mientras espera a su novia (o amigovia, eso no está del todo claro tampoco para él). Pero Lena no llega y Gaspard traba amistad con Margot (Amanda Langlet), que se financia las vacaciones trabajando de mesera en la localidad.

Toda la artillería del famoso estilo Rohmer se pone en juego en la primera parte del relato. Con su acostumbrada sutileza, el veterano empieza por abrir una "ventana al mundo" que no podría ser más literal: elige los encuadres, claro, pero se cuida de hacer olas durante largos minutos. La historia arranca un 17 de julio (oportunos cartelones dan cuenta de la evolución del tiempo) y hasta el 19 no veremos otra cosa que a Gaspard –caminando por la playa, tomando un baño o un café, rasgueando melodías– y a esa apasible, acaso universal, "rutina de balneario" que lo circunda. No está mal ya que el conflicto, que se insinúa al tercer día, florecerá más natural, y hasta elegantemente, a partir de esta variante de las calmas chichas que este director francés domina como ningún otro. Y que son el motor de poderosas identificaciones. Los primeros y triviales escarceos entre Gaspard y Margot, por caso, harán que más de uno, en la platea, recuerde tal o cual anécdota de juventud. Diré más: la naturalidad del primer tramo es tal que la brisa de Dinard me hizo estornudar. No culparé a Rohmer, no obstante, de la galopante gripe que me aqueja por estos días.

La afición musical de Gaspard es una excelente excusa para varios fragmentos acunados por las composiciones que le inspira el mar. Una de ellas, muy hermosa, narra las desventuras de una joven filibustera, y es entonada por el susodicho y otras gentes durante un paseo en velero que nutre al momento más emotivo de la película. No hay muchos otros, ni Rohmer parece buscarlos. Antes bien, lo suyo son esos chispazos de vida que la cámara se empeña en apresar, comentándolos al mínimo. En este sentido cabe destacar la inmensa variedad de imágenes que, muy sutilmente, constituyen el trasfondo de los primeros planos. Copiosamente dialogado (otro sello de Rohmer), buena parte de este cuento canaliza esa maravillosa frase con la que Flaubert describe el crecimiento de la relación de Madame Bovary con uno de sus festejantes: "las frases pronunciadas al azar conducían siempre al punto fijo de una simpatía compartida". Pero Rohmer no es Flaubert (nadie en sus cabales se lo reclamaría) y esta es una comedia levemente romántica. Se complicará pero "hasta ahí", la sangre no llegará al río (o si se quiere, al mar) y todos podrán volver a sus casas con las mentes despejadas y el corazón tranquilo.

Pero el drama está, y tiene que ver con las indefiniciones que acechan desde siempre a las relaciones amorosas. La demora de Lena da tiempo para una segunda amiga, aun más llamativa (no diré atractiva, aunque esa parece ser la idea) y besucona que Margot. Las tres muchachas vehiculizarán los conflictos del cada vez más atribulado protagonista, que duda entre una y otra a la hora de elegir con quién seguirá viaje hasta Ouessant, otro balneario, aparentemente muy codiciado, de las inmediaciones. Estas dudas son motivo de unos cuantos gags muy singulares –esto es, verbales– a los que Rohmer también nos tiene acostumbrados: no convocan risas, aunque sí sonrisas.

Cerca del final, aunque no tanto, Cuento de verano se aproxima a una comedia de enredos convencional. Lo que se conjuga con otra cualidad frecuente del cine de Rohmer: su estilización, un tanto fría, de las relaciones entre las personas. En otras palabras: es como si la sexualidad hubiese sido desterrada de los cuerpos de estos jóvenes. Cabe preguntarse si esto, amén de complementar todos los otros rasgos de la exquisita caligrafía del realizador francés, no le resta algo de carnadura humana.

Guillermo Ravaschino     

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