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SAN SEBASTIAN,
1º de octubre de 2000.– El
Festival de San Sebastián concluyó con una sola sorpresa del jurado. No
fue el caso, por cierto, de La perdición de los hombres, que
recibió el premio mayor (Concha de Oro) sin haber sido la mejor en
concurso, aunque no fue protestada porque lleva la firma de un señor de
apellido Ripstein. Esta resignación empalma con la mediocridad que, en
líneas generales, ha caracterizado a las películas seleccionadas por un
festival que despide, después de trece años, a su presidente, el
carismático Diego Galán. La batuta queda ahora en manos de Mikel
Olaciregui, cuyo objetivo debería ser elevar el nivel de una sección
oficial que este año presentó un panorama mayormente aciago.
Ripstein venció con una película que es más de su guionista y
compañera Paz Alicia Garciadiego que de nadie. La perdición de los
hombres parte de un mediometraje urdido por la guionista que, merced a
la buena predisposición del cineasta mexicano a adoptar la nueva
religión del video digital, fue ligeramente ampliado hasta alcanzar la
talla de largometraje. La historia que cuenta posee indudables méritos,
gracia y hasta ciertas dosis de crítica social, pero su puesta en escena
decepciona a los que nos creíamos seguidores de Ripstein.
El director había sostenido que, con las posibilidades estilísticas que
ofrece el video digital, lograría cumplir su anhelo de conseguir una
suerte de "cámara alada, una cámara que volara al lado de los
personajes, una cámara que formara parte del entorno del cine como
elemento fundante pero que tuviera prácticamente una vida versátil y
propia". No es difícil percibir ciertas constantes estilísticas de
Ripstein en estas declaraciones: la debilidad por el plano-secuencia y esa
especie de repudio al corte dentro de cada escena.
Tanto en Así es la vida (presentada en Cannes este mismo año y
vista de nuevo en la sección paralela de San Sebastián) como en La
perdición de los hombres, Ripstein queda en evidencia. Como si
el video digital no se hubiese traducido en la versatilidad y otras
bondades proclamadas, sino en una pérdida de valores estéticos, que es
la de tantas películas presentadas en este festival. Más allá del
premeditado desorden narrativo, en La perdición de los hombres
nada queda de ese cineasta ágil y elegante que vimos en Profundo
carmesí o El coronel no tiene quien le escriba.
La mencionada única sorpresa del palmarés oficial fue la francesa Paria
(Premio Especial del Jurado). Según muchos, una muestra de cine amateur
impropia de un festival como el de San Sebastián; para otros, una
película en video digital sin iluminación en la que –literalmente–
"no se ve un pimiento". Mantengo una teoría sobre esa
película: su doble pecado fue haber sido víctima de un kinescopado
criminal por parte del laboratorio, y haber sido proyectada para la prensa
en el intempestivo horario de las dos de la tarde, momento consagrado al
almuerzo. Porque en San Sebastián, ciudad casi utópica para el
visitante, se come muy bien: hasta perderse el aperitivo molesta.
Los valores sociales que la auparon a hacerse con un galardón
"a la solidaridad" hacen de Paria una atrayente mezcla de
documental y ficción, en la que un joven de clase baja es atrapado por
error en un autobús de asistencia social en la noche parisina del 31 de
diciembre de 1999. Las vicisitudes que se articulan hacia adelante y
atrás en el tiempo desde este punto de inflexión narrativo proponen una
mirada crítica hacia la labor social de los gobiernos occidentales. Una
auténtica carga de profundidad contra el conformismo y la hipocresía
reinantes en lo que a políticas sociales se refiere. Quizás eso
haya provocado más escozores que el horario de proyección.
Los demás premios fueron aceptados con una mezcla de entusiasmo y
resignación. A las consabidas fanfarrias patrias en defensa de las
películas españolas se las acalló con el previsible premio a la mejor
actriz para Carmen Maura por La comunidad, una nueva entrega del
cine de Alex de la Iglesia. Se ha cometido una injusticia con Charlotte
Rampling, pues su protagónico en Sous Le Sable (François Ozon) se
lo merecía más, pero en algún lado del palmarés había que meter a
España.
El productor de La comunidad, el mercantilista Andrés
Vicente Gómez, auguró un gran éxito de taquilla en España: se atrevió
a lanzar la cifra de mil millones de pesetas (unos 5.200.000 dólares)
como mínimo. Algunos no nos desvelamos por el batacazo, ya que la
película no merece tanto, y porque tenemos en nuestra lista negra a
Andrés Vicente Gómez desde que paralizara el proyecto de la que podría
haber sido la cuarta película de Víctor Erice. Por lo demás, y aunque
las últimas películas de Alex de la Iglesia hayan resultado frustrantes
e intrascendentes, ansiamos el suceso del director bilbaíno, porque es
buena gente.
Como mejor actor fue consagrado Gianfranco Brero por su papel de
periodista veterano de la sección de policial de un periódico
sensacionalista en Tinta roja, de Francisco Lombardi. Desde luego,
él fue de lo mejor que se vio por aquí. Ojalá que tras sus sesiones
múltiples, el director peruano, que no ha salido prácticamente de las
salas a lo largo del Festival, se replantee sus métodos de puesta en
escena para lanzarse hacia algo un poquitín más temerario.
Hasta el día previo al anuncio de los premios, la favorita de todos –también
la mía en el corazón, aunque no en la cabeza– era Las flores de
Harrison (Harrison’s Flowers, de Elie Chouraqui), una
coproducción franco-estadounidense con Andie McDowell, Elias Koteas y
Adrien Brody en el reparto, que finalmente se llevó una mención del
jurado por su fotografía. El fondo de guerra (el arranque del conflicto
bélico yugoslavo) en que Chouraqui enmarca su trama entorpece, a mi
entender, la parte más relevante: el empecinamiento de una mujer que no
cree que su marido haya muerto si no ve antes su cadáver. A partir de una
de las opresoras consignas de la sociedad de fin de siglo, Chouraqui
hilvana una historia casi religiosa sobre la necesidad de creer en algo,
sobre el poder absoluto de la imagen en nuestro mundo. Además, hay
fotógrafos en guerra, una iluminación espléndida y demasiados combates
en el sitio de Vukovar.
La Concha de Plata al mejor director fue para el persa afincado en Suecia
Reza Parsa por su película Antes de la tormenta (Före Stormen).
Se trata de otra muestra de dignidad, de saber hacer, de capacidad, pero
no de una gran película. Su narración entrecruza las vidas de un
muchacho que dispara al gamberro de su escuela y un taxista con pasado
guerrillero en un país islámico que es chantajeado para que cometa un
asesinato. A diferencia de El peso del agua (The Weight Of Water,
de Kathryn Bigelow), también en concurso, logra establecer nexos de
unión entre las dos historias que presenta y, de a ratos (las imágenes
entre los títulos de crédito), consigue alguna brillantez.
Fuera del palmarés quedó una sola buena película, Sous Le Sable,
atractiva producción francesa que juega casi siempre con lucidez con
mimbres ya conocidos como los de La aventura (Antonioni) o Blue
(Kieslowski) para atraerse una peculiar historia de locura y fantasmas que
a ratos recuerda la de la protagonista de Las flores de Harrison.
En el apartado de películas olvidables: Les Rivières Pourpres, de
Mathieu Kassovitz, o cómo plagiar a Seven sin remordimientos; Face,
de Junji Sakamoto, o cómo aburrir con una historia-longaniza que podía
acabarse con igual facilidad a los veinte minutos que a las siete horas; Barking
Dogs Never Bite, de Bong Joon-Ho, o cómo comprobar que la
cinematografía coreana todavía "está por verse"; Sin dejar
huella, de María Novaro, o cómo montarse sobre Thelma y Louise
sin lograr hacer una película pasable; Alaska.de, de Esther
Gronenborn, o cómo contar una historia tópica desde una estética
"tópicamente" moderna, y Country, o qué bonito es
Irlanda cuando copiamos al Terrence Malick de Días del cielo.
El premio otorgado por el jurado de nuevos directores resultó
controvertido. Sangue vivo, de Edoardo Winspeare, que también se
proyectó en mala hora para la prensa (esta vez, la de la cena), es una
curiosa película que mezcla las músicas de la zona con historias de
mafias muy autóctonas y un conflicto fraternal. Anunciada en el
press-book como una película casi documental, encendió los ánimos de
muchos y desactivó por igual los de otros. Para los que saben algo del
oscuro Sur de Italia es un film muy estimable.
Hubo dos menciones especiales a sendas películas españolas. Por un lado,
a El otro barrio, de Salvador García Ruiz, sin duda la que
merecía el premio gordo por su sinceridad, por su amabilidad y por
denunciar las sanciones sociales, mucho más terribles a veces que las de
un juez. Por el otro, El factor Pilgrim, una película-milagro,
hecha de sumar dos ideas para cortometraje, por un grupo multirracial en
Londres. El presupuesto inicial era de tres millones de pesetas (unos
quince mil dólares) y gracias a algunas ayudas, se logró ampliar. Aun
con todo, es una película avergonzante, fea, sin gracia y cuyo desenlace
"policial" sigue siendo un enigma para los que asistimos a su
proyección.
Lo mejor de San Sebastián pasó por la sección paralela: Infiel (Trolösa),
de Liv Ullmann sobre un guión autobiográfico de Ingmar Bergman, In
The Mood For Love, de Wong Kar-Wai, Pleno verano (A La
Verticale De L’Eté), de Tran Anh Hung. Hasta Camino a casa,
de Zhang Yimou, acaparó la atención. La belleza del cine que llega de
Oriente se mostró en promedio muy por encima de los cánones europeos; su
habilidad narrativa y su poderosa estética dejaron en mantillas a
bienintencionadas películas europeas como la ganadora del premio del
público, Nationale 7, que venía de conquistar idéntico premio en
Berlín, o la divertida Para todos los gustos (Le Goût Des
Autres, Agnès Jaoui). En Zabaltegi (tal el nombre de la sección
paralela) hubo espacio incluso para la "venganza" ante el
triunfo de Ripstein en la sección oficial. Amores perros, de
Alejandro González Iñárritu, película en las antípodas del cine del
veterano director azteca, supone la presentación ante la sociedad
española de un nuevo cine mexicano que Europa está ansiosa por conocer.
El último obstáculo son, como siempre (vale la paradoja), los
distribuidores.
Rubén
Corral |
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