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26º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Panorama


Arirang (Corea del Sur, 2011. Dirigida por Kim Ki-duk). Niño mimado de los festivales internacionales, director oficialmente consagrado –de resultas– en su Corea natal, con 50 años vividos y 15 largometrajes a cuestas, Kim Ki-duk se interna en una cabaña perdida en la montaña para derramar su angustia en un film que es en parte documental, en parte drama, y que lo tiene por factor absoluto: director, único protagonista delante y detrás de cámara.

La angustia que Kim comunica tiene que ver con su crisis, acaso parálisis, creativa. Una y otra se entrecruzan con su soledad. Kim se siente solo, entre otras cosas, porque desde 2008 (tres años atrás) no se junta con otras personas para hacer una película. Respecto del "origen" de todo esto el film hará algo saludable: entreabrir ventanas hacia posibles causas, sin cerrar del todo, en adelante, ninguna de ellas. Así desfilan la sensación de culpa por cierto accidente acontecido durante la factura de su largometraje anterior, el distanciamiento de sus colegas, la "traición" de algunos amigos que, según él, lo abandonaron cuando más los necesitaba.

La cuestión es que la soledad impulsa a un director consagrado a emprender, en solitario, un film sobre la soledad. Interesante coherencia formal, estructural. Y fascinante solución artística: estamos hablando del largometraje número 16 de Kim... ¡uno de los mejores del lote! Claro que hacer un film en soledad no es cosa de consagrados sino de principiantes, y por acá asoma una materia interesante, sustanciosa, que podríamos denominar humildad.

También hay humildad en el encumbrado artista que desciende al territorio donde un ser humano exterioriza ante otro, generalmente cercano y querido, sus conflictos irresueltos en plan de obtener comprensión, contención, ayuda, aunque también para sacárselos de encima, limpiar el alma como quien dice. Ese otro que se ubica enfrente es por momentos el propio Kim, quien haciendo gala de una soledad exacerbada pero también del deseo de acotarla, de ponerle fin, conversa consigo mismo en plano/contraplano. Las más de las veces, empero, ese otro ser querido y cercano somos nosotros. O más bien –que no es lo mismo–, el espectador. Porque Kim fija la cámara sobre el trípode a la distancia y la altura de un interlocutor real para compartir, de uno a uno, su rollo con el espectador. Acude, sí, al llano de la catarsis (otra cosa de principiantes), pero es un cinesta consumado y además de penas carga múltiples y sólidos recursos formales. Su catarsis es la de un artista que tiene mucho por decir.

Y aunque habla, y habla, lo dice esencialmente con el cine. ¿Dónde se podría estar más solo que en la montaña cuando no hay otros seres, ni sus rastros, a la vista? La montaña es la puesta en escena de la soledad. La cabaña, concebida como refugio, también lo es. Más aun esa carpita iglú montada insólitamente dentro de la cabaña: Kim la explica por la deficiente calefacción disponible; el film la exhibe como el útero donde el artista solitario se repliega sobre sí mismo. Claro que allí también se repliega sobre su arte para, cómo decirlo, contraatacar y combatir. Es que en la iglú reside el módico arsenal –una computadora Mac– de que se vale Kim para montar el film que estamos viendo.

Completa el hardware una Canon 5D Mark II, esa maleable y relativamente económica cámara de fotos que está haciendo una pequeña revolución entre los realizadores independientes, porque toma video en alta resolución y con una calidad que hasta hace poco sólo podían ofrecer videocámaras de altísimo coste. Kim la nombra: "Me compré esta Mark II... ", así la llama, a secas, como para no hacer publicidad de Canon. Y así se nombra y se convierte en un soldado más de ese increíble ejército de talentosos artistas audiovisuales contemporáneos con "presupuesto cero" que las gemas de la tecnología reciente han hecho posible (nunca está de más darse una vuelta por vimeo.com, donde muchos de esos artistas, generalmente ignotos, muestran sus obras). Otra prueba de la humildad a la que hacíamos referencia.

A lo largo del film vemos como Kim mata el tiempo (disipa su angustia, conjura la muerte) desarrollando y perfeccionando invenciones caseras: una cafetera expresso rudimentaria, una especie de salamandra con funciones calefactoras y de cocina. Esto tiene algo de volver a un origen, pero también de un ir hacia adelante, reinventarse, para no ser fagocitado por lo conocido, por lo engañosamente "útil". Puede verse a un hombre hambriento de nuevas representaciones, sistemas, objetos.

Arirang toma su nombre de una canción que, cuenta Kim, entonan los coreanos cuando se sienten solos, tristes o extrañan a alguien. Arirang es un vocablo añejo, oriundo de Corea. No tiene un significado preciso en el tiempo actual. A lo largo del film, Kim canta a capella, varias veces, esta canción que suena tan lánguida y lastimosa como –a la postre– liberadora, y por eso se parece a la película. Ambas pueden oírse también como un pedido, desgarrado y a los gritos, de ayuda.

El film nos muestra a Kim agradeciendo a los festivales. Sin los cuales, dice, no sería nada. Es curioso, porque los festivales no serían nada sin artistas como Kim. También dice que su sueño es vivir en diferentes paises, donde están sus "fanaticos", y hacer películas alli... ¡pero mostrar películas como ésta en los festivales, y conmover con ello al público, es como vivir y hacer películas en esos países! Tal vez Kim, más que ayuda, pide registro, reconocimiento cabal. En las antípodas de la complacencia, de la reverencia, Kim busca lo mismo que ese chico de la calle que, al fin de cuentas, siempre nos representa: quiere que lo miren, quiere que lo vean. Como el cine, desde ya.

Alguien dijo que cuando un artista encuentra su estilo, se pierde. Con este film que se parece a la pérdida total de estilo, y frente al cual el resto de su producción ciertamente independiente semeja "Hollywood", Kim Ki-duk reacciona ante la reverencia hipócrita que le prodigan los poderes estatales en su propio país ("¿Habrán visto mis películas?", se alarma en cierto punto). En su apuesta por lo inesperado, Arirang también se rebela contra los falsos profetas que, incapaces de atisbar matices, endiosan a tontas y a locas su filmografía. Y en lugar de verla siempre esperan, luego aplauden, lo único que les cabe esperar: más de lo mismo. Guillermo Ravaschino

Las razones del corazón (México-España, 2011. Dirigida por Arturo Ripstein). Inicialmente sorprende: "Madame Bovary", en versión libre de Arturo Ripstein con guión de Paz Alicia Garciadiego, su mujer y colaboradora sempiterna. Después de verla, empero, a uno le parece lo más natural del mundo, y hasta se pregunta cómo pudo ser que a Ripstein y su esposa, tan afectos a las traslaciones literarias, no se les hubiera ocurrido entrarle antes a la máxima novela de Gustave Flaubert.

¡Esa novela empalma con el universo de criaturas desdichadas que animaron la filmografía de la dupla mexicana desde siempre! El cine de don Luis Buñuel, de quien Ripstein se reclama discípulo, y el aún influyente melodrama mexicano también son importantes y muy bien aprovechadas fuentes.

El film se concentra en los últimos días de Emma, que para la ocasión ha dado en llamarse Emilia y viene interpretada soberbia, ejemplarmente por Arcelia Ramírez, quien ya integra de pleno derecho la selecta lista de mujeres atormentadas actuadas con maestría para Ripstein (nada tiene que envidiarle, en este punto, a su prolífica y consagrada antecesora Patricia Reyes Spíndola, aquí a cargo de un rol secundario).

Emilia y Javier viven con su pequeña hija en un departamento que no luciría nada mal si no estuviese tan venido a menos. Iremos viendo que eso mismo ocurre con la protagonista. Emilia, cuarentona ella, todavía es hermosa, y no parece tonta; tiene a esa hija y a un marido que la quiere (y que tiene un trabajo full time, lo que –se hará saber– no es poca cosa en el México contemporáneo), pero nada de eso le vale, o le sirve, porque sólo puede ver el infortunio en lo propio y a todo lo que es bueno siempre lo encuentra ajeno, afuera. Será por eso que a su esposo lo convirtió en un cornudo consciente, y cuanto más la rechaza su amante, más se obsesiona con él (este amante es un vecino cubano interpretado por Vladimir Cruz, en quien se reconoce de inmediato –¡casi dos décadas después!– al coprotagonista de Fresa y chocolate). Si a la zozobra del despecho le sumamos una función materna catastróficamente deteriorada (Emilia se desgracia ante su hija con frases como "Naciste jodida; quieres una mami como las de la tele... pero tengo el diablo adentro, ¡y no hay devolución de mercancía!"), unas deudas que están a punto de convertirse en embargo y el autodesprecio exacerbado por un reciente y humillante episodio sexual con otro vecino... tendremos una medida de la espiral descendente en la que se halla montada nuestra atribulada protagonista.

Entre las libertades de la adaptación está la de situar la acción, como se ha visto, en un contexto mexicano, urbano y actual. Sin embargo, todo ello es bienvenidamente relativo, ambiguo. La estupenda fotografía de Alejandro Cantú, en contrastado aunque pastoso blanco y negro, aporta un aura fuertemente intemporal, que por un lado remite al ominoso aspecto de los melodramas clásicos del cine mexicano de mediados del siglo pasado, pero también al agobiante clima que Gabriel Figueroa ("el" iluminador de aquellos melodramas clásicos) construyó para El ángel exterminador del gran Buñuel en 1962. De esa época, y casi de cualquier país, podría ser este departamento en el que Emilia, como los personajes de aquel recordado film, sufre un encierro que jamás podrían provocar unas pobres paredes. (El ángel exterminador parece ser el único título en el que Ripstein, muy joven por entonces, trabajó al servicio del genio de Calanda.)

Las razones del corazón se deja disfrutar "multiplicadamente" por quien tiene más o menos a mano esas referencias. Para todos los demás, la eximia labor actoral, los afinados diálogos, la estupenda fotografía y los infernales climas redondean un impactante estudio de la autodestrucción. Un poderoso ensayo de terror emocional apto para quien se le anime. Guillermo Ravaschino

Culpable de romance (Koi no tsumi. Japón, 2011. Dirigida por Sion Sono). Es un placer infrecuente encontrar una película que esté viva, que transite por los extremos hasta el punto de volverse inasible. Que lo deje a uno preguntándose si la vio, o la soñó. Que despierte la duda de si, vista por segunda vez, va a ser una película completamente reconfigurada. Más infrecuente es encontrar dos películas así en un mismo festival. Pero más raro aun es que ambas sean obra de la misma mente desquiciada. Porque Sion Sono, más que películas, crea organismos vivos, virus mutantes que combaten con especial eficacia los vicios del arte cinematográfico.

Enmarcado por una investigación policial de un asesinato, Guilty of romance describe el devenir de una "esposa modelo" (y en Japón eso significa estar subyugada a los designios y deseos del hombre, en este caso un exitoso escritor de novelas eróticas rosas) en una prostituta obsesionada con el sexo. Si bien no estamos en territorio completamente desconocido (la relación con Belle de Jour surge inmediatamente), lo singular de Guilty of romance es su tratamiento, esa forma desaforada de poner en escena las tensiones del deseo. Pero además, Sion Sono, realizador y poeta, está obsesionado con las letras y su carnadura, su capacidad para prostituirse. Así, la joven esposa conoce a una prostituta profesora de literatura que la guía en su espiral descendente, una especie de Virgilio en minifalda en busca del hotel alojamiento perfecto llamado "el castillo", una cita a Kafka y su literatura de lo inalcanzable. No es casualidad que esta película sobre el deseo y cómo se establece simultáneamente como un agente esclavizador y emancipador remita a Kafka, aunque lejos del efecto inmovilizador de su literatura, el deseo en Guilty of romance es una fuerza movilizadora; aquello que, como diría David Hume, está siempre a un paso de nosotros y nos impulsa a dar ese paso.

En su imprevisibilidad, Guilty of romance se asemeja a un fluir de conciencia en el que la razón está suspendida, desplazada por lo estrictamente sensorial, una mezcla perfecta entre los estallidos de colores de la paleta de Sion Sono y la negrura insaciable del espíritu humano. Con esta película y con Himizu, Sion se está perfilando como el más original y el más desaforado de los directores japoneses en actividad. Hernán Ballotta

Melancholia (Melancolía. Dinamarca, 2011. Dirigida por Lars Von Trier). Vi muy pocas películas en este festival. Y cada vez me pasa más a menudo que abandono el cine si me aburro. Como autor, Von Trier no me dice nada. Me molesta mucho más la atención que le dan al tipo que el tipo mismo, sus películas y sus intervenciones. Melancolía se deja ver y nada más. Está dividida en dos partes. La primera es un psicodrama barato cámara en mano e inverosímil (para ver una muy buena película que fue confundida con las tonterías faroleras del Dogma pero es otra cosa, les recomiendo El casamiento de Raquel, de Jonathan Demme) en el que la habitual mujer histérica y sufrida de sus películas padece y hace padecer al ingenuo de su marido, a la creyente de su hermana, al pragmático de su cuñado. Ir descubriendo a los actores es lo único interesante del asunto, pero entre Kiefer Sutherland, John Hurt y otros se pasa el tiempo bastante rápido si uno tiene la suerte de apoyar las patas en el asiento de adelante y pensar en lo buena que está Kirsten Dunst, quien aparece un par de veces desnuda. Como siempre, los desnudos de este hombre se disfrutan si están ligados al dolor y no existen cuando aparece el placer. La segunda parte se concentra en la espera del planeta que pasará cerca del nuestro amenazando la integridad de la Tierra. La única razón para verla es esperar un Apocalipsis que no veremos, porque la broma consiste en anunciarlo con Wagner y finalmente sustraerlo. El medio minuto del último plano se impone por la prepotencia de la música y el acercamiento de la catástrofe. Al margen de eso, quedan en el recuerdo alguna que otra cabalgata y el deambular de Kirsten Dunst en un carrito de golf. Pero un par de signos se llevan la palma de la memoria nacional. Hay una estrella o algo así que se llama Antares, de modo que cada vez que la nombran uno saborea anticipadamente la gran cerveza artesanal marplatense, y el resultado de un acertijo es 678. Marcos Vieytes

Erase una vez en Anatolia (Bir zamanlar Anadoluda. Turquía-Bosnia y Herzegovina, 2011. Dirigida por Nuri Bilge Ceylan). La última película de Nuri Bilge Ceylan es un maravilloso ejemplo de lo que se puede lograr con una narración hiperconcentrada si se presta atención a los detalles, a los entornos y a las vidas de los hombres que los habitan. La excusa perfecta es una procesión de policías que llevan a un sospechoso de asesinato para que les indique dónde enterró el cadáver en un campo alejado de Ankara. A Nuri Bilge Ceylan le preocupa menos el caso policial que los hombres involucrados, y en especial el sospechoso, el médico forense, el fiscal del distrito y el comandante de policía. En los diálogos entre ellos, que el director filma en cadenas de primeros planos extremadamente sensuales y sensoriales, es donde esos fragmentos de humanidad se hacen presentes. Once upon a time in Anatolia probablemente sea la película más formalmente bella de las que se pasaron en este festival. El realizador turco es un fotógrafo exquisito, y en esta ocasión parece canalizar el paisajismo de Abbas Kiarostami. Sin embargo, a diferencia de Kiarostami, Ceylan es un anti-humanista, siempre atento a cómo los discursos del poder pueden acabar con la voluntad del individuo o dinamitar el respeto mutuo entre las personas. Esto lo hermana con cierta tendencia del cine rumano a representar la sombra que la autoridad proyecta sobre los individuos, y en este sentido Once upon a time... parece una versión preciosista y trascendental de Police, adjective de Corneliu Porumboiu.

En su insistencia por retratar los tiempos muertos de la investigación, la película alcanza un ritmo hipnótico, acompañando esa belleza subyugante que confiere a todo el episodio un aire de grandeza que sugiere que algo mucho más importante está en juego en esta excursión al campo y a la noche. Hernán Ballotta

Himizu (Japón, 2011. Dirigida por Sion Sono). En Himizu, Sion Sono adapta un manga de Furuya Minoru, aunque para ser más justos, en realidad se trata de una versión fuera de control de gekiga, una forma de historieta más madura y oscura que el manga ideada por Yoshihiro Tatsumi, que en este festival estuvo presente a través de Tatsumi de Eric Khoo. Sin embargo, Sion Sono decidió utilizar las secuelas del tsunami de marzo de este año como trasfondo de la acción, otorgándole un plus de significación a esta historia de un adolescente obsesionado con ser normal, lo que lo vuelve, naturalmente, un tipo muy especial. Como suele suceder en el cine de Sion Sono, hay un crescendo de violencia y depravación, aunque el devenir dramático es impredecible. Aquí el joven deja la escuela para ocuparse del no muy próspero negocio familiar de alquiler de botes cuando su madre abandona el hogar. Su padre, un hombre violento y alcohólico, contrajo deudas con un yakuza local que, ante la ausencia del padre, decide cobrárselas al hijo.

Sion se encuentra en plena madurez creativa, superando ampliamente el éxito temprano que tuvo con esa mezcla de Grand Guignol y J-horror llamada Suicide Club. En Himizu alcanza un lirismo extraordinario sin por eso desechar los más bajos instintos que siempre fueron la base de sus películas. Y nuevamente la poesía y la palabra escrita tienen un espacio preponderante, en un poema que la joven enamorada del protagonista recita de memoria sobre el desconocimiento que cada uno tiene de su propio yo. Como en Guilty of romance, la búsqueda de la identidad es la única manera de alcanzar la libertad.

Y aun en los espacios más oscuros, más próximos a la psicosis, Himizu encuentra la posibilidad de redención, una tenue luz que brilla con especial fuerza entre tanta desolación, representada en esa compañerita enamorada de los golpes mutuos y en un grupo de marginales que conviven con el joven, descendientes directos de los lúmpenes felices de Jean Renoir. Aunque en el contexto de la extrema fragilidad de la sociedad japonesa que pinta Sion Sono pueda parecer un gesto irónico, la hermosa honestidad del último travelling de la película, una corrida catártica que apuesta por la determinación de las nuevas generaciones, confirma que no lo es. Hernán Ballotta

Un été brulant (Un verano ardiente. Francia, 2011. Dirigida por Philippe Garrel). Nunca fui un gran seguidor de la carrera del director post-nouvellvaguiano Philippe Garrel, pero sus últimas películas me parecieron definitivamente demodés, más cercanas a la parodia kitsch que a la osadía. Festejo entonces la sencillez y la honestidad de Un été brulant, una película que tiene menos pretensiones que las que aparenta tener. Como es costumbre, Garrel filma a la juventud bohemia, en esta ocasión a un pintor burgués de novio con una ascendente actriz italiana. Hacia la villa romana en la que residen viaja una pareja amiga conformada por dos extras de cine, la clase proletaria del mundillo de la producción cinematográfica. La personalidad avasallante de la diva italiana (y más diva imposible, si la interpreta Monica Bellucci) y los crecientes celos de su novio empiezan a hacer mella en la relación, crisis que se contagia a la pareja invitada.

Garrel construye su historia de amour fou homenajeando muy lejanamente a El desprecio de Godard, regalándonos momentos de sensualidad extrema. Una secuencia de baile entre la actriz y un invitado en una fiesta en la villa se transforma, gracias al erotismo explosivo de Bellucci, en un festival de los cuerpos en movimiento. Lo cierto es que alejándose del kitsch y del ridículo, Philippe Garrel apostó por una mirada más reposada sobre las relaciones de pareja y los roles que cada uno está o no está dispuesto a asumir. Sí, los discursos de los jóvenes sobre la revolución y la alta burguesía siguen sonando tan vacíos y automáticos como sonaban en sus anteriores películas, en especial si se pronuncian en la terraza de una villa italiana mientras se degustan vinos y comidas exquisitas. Pero es justamente en este hedonismo despreocupado y en las pasiones excesivas que la película cobra fuerza. Lo único que necesita Garrel es terminar de convencerse de que no es un director contestatario, sino sencillamente un muy talentoso burgués bohemio. Hernán Ballotta

Hors Satan (Fuera Satán. Francia, 2011. Dirigida por Bruno Dumont). Creo haber visto La humanidad hace varios años, y creo recordar el primer plano de la vagina de un cadáver largo tiempo sostenido. La imagen era fría, no chocante. La carne del cuerpo era blanca. Hasta el rosado de los labios había desaparecido. Tiempo después vi Flandes, una helada película de guerra. Dumont debe estar bastante enfermo, pero ¿quién no? También parece que no le gusta demasiado el género humano y, en particular, las mujeres, pero la misantropía y la misoginia también son registros humanos. Hors Satan cuenta la historia de un vagabundo que vive a la intemperie, expulsa demonios, sana enfermos, hace milagros y soluciona situaciones al margen de toda ley. Todo es muy primitivo, seco, arcaico, pero la cinefilia de Dumont está construida sobre Dreyer, Bresson y Pialat. Eso no significa demasiado. Por lo menos, lo más interesante de esta película es que pese a esas influencias, es entretenida en un sentido cercano al del cine como espectáculo. No tiene la profundidad, el rigor ni la apasionada humanidad de ninguno de los tres cineastas nombrados en películas religiosas como Ordet, Diario de un cura rural y Bajo el sol de Satán respectivamente, pero verla es fácil y hasta placentero, incluso en un sentido morboso. Allí está el encuentro sexual que deriva en epilepsia y exorcismo, o las continuas caminatas del protagonista, un modelo magnífico de Cristo sufrido y algo perverso. Lo acompaña una chica con el pelo corto que siempre va vestida de negro. Le debe un favor y lo desea infructuosamente. Su existencia como personaje parece estar en función de un hecho central a la doctrina del cristianismo y que acá está reducido a ser sólo un acto más, desprovisto tanto de significado como de intensidad. No hay trascendencia ni inmanencia en la metafísica de Dumont. Sólo entretenida trivialidad. Marcos Vieytes

Photographic memory (Memoria fotográfica. Estados Unidos-Francia, 2011. Dirigida por Ross McElwee). Aunque en la era de las nuevas tecnologías se ha popularizado cada vez más, el diario íntimo filmado es un territorio poco explorado por el arte cinematográfico. Estas narraciones en primera persona, en la que las imágenes tomadas por alguien se complementan con una narración que frecuentemente deviene en fluir de conciencia, exponen al creador de un modo especial, incomparable con las otras formas que adoptó el cine, tanto documental como de ficción. Un ejemplo reciente es Irene de Alain Cavalier, en el que el director trata de rememorar un viejo amor desde el presente absoluto de la realización.

Ross McElwee hizo del documental en primera persona su carrera en el mundo del cine. En Photographic memory trata de dilucidar cómo su encantador hijo devino en esa especie de monstruo adolescente maleducado e insensible. Pero antes de intentar contestar esa pregunta, decide interrogarse a sí mismo y recuperar cómo era él mismo cuando tenía la edad de su hijo y estaba en un viaje por Europa practicando fotografía. Para eso decide poner un poco de distancia entre él y su hijo, volver a Francia y tratar de reencontrarse con una de las versiones de sí mismo. Busca a su antiguo empleador del que fue protegido durante un tiempo en un estudio de fotografía. Busca a una ex pareja.

Hay diversos puntos de interés en Photographic memory, una película conmovedora que no se esfuerza en serlo, pero se trata principalmente de una reflexión sobre el tiempo, sobre los senderos de la memoria que se bifurcan hasta terminar contradiciéndose, y de cómo hay una verdad inapelable en las fotografías, y el cine, como dijera alguna vez Godard, es simplemente esa verdad varias veces por segundo. El peligro de la fotografía y, por consiguiente también del cine, es que se abre una cápsula del tiempo cada vez que se aprieta el disparador. Hernán Ballotta

75 habitantes, 20 casas, 300 vacas (Argentina, 2011. Dirigida por Fernando Dominguez). El protagonista de esta película es Nicolás Rubió. Según puede leerse en la página del último Bafici, donde se proyectó uno de sus cortometrajes, "nació en Barcelona, España, en 1928. Se exilió con su familia primero en Francia y luego en Argentina. En 1957 participó de la mítica exposición "¿Qué cosa es el coso?" en la Sociedad Estímulo de Bellas Artes, que dio origen al movimiento informalista. Además de pintor y escritor, es considerado el redescubridor y uno de los mayores difusores del fileteado porteño". La película de Domínguez filma a Rubió pintando uno de los aproximadamente 600 cuadros sobre la vida del villorrio de Vielles en Auvergne, Francia, donde pasó su infancia. La voz en off del pintor cuenta los días de la niñez sobre imágenes intervenidas de las telas. El relato es sobrio y afectuoso. Rubió pronuncia el castellano cuidadosamente, con la misma extraña claridad de los motivos visuales de sus cuadros. La capacidad de las artes visuales para plasmar escenarios mentales permite pensar a esta película en la tradición de El sol del membrillo, Tren de sombras y El cielo gira. Uno de los grandes momentos ocurre cuando el impacto que tuvo la muerte de un personaje en el protagonista nos afecta también a nosotros gracias al recurso de la abstracción. Rayas, manchas y vacío se apropian de la pantalla interrumpiendo el fluir figurativo de la película. Ese cambio de paradigma representativo consigue transmitirnos una emoción original que no es ni puede ser idéntica a la sentida por Rubió pero sí lo bastante singular como para desacomodarnos y grabarla en nosotros después de la película. Marcos Vieytes

Terri (Estados Unidos, 2011. Dirigida por Azazel Jacobs). Terri es una oda a los perdedores, a los descastados, a los abandonados. Es también un llamado a la unión, a desarrollar experiencias compartidas, a no transitar este mundo hostil solo. Terri es un adolescente con sobrepeso que vive con un tío que está quedando progresivamente senil y que siente tal nivel de apatía que va a la escuela en pijama. El psicopedagogo de la escuela detecta la necesidad de auxilio y decide ayudarlo personalmente a integrarse. Tal vez el precio a pagar por integrarse sea demasiado alto, pero cómo puede uno adaptarse sin traicionarse a sí mismo.

Película sobre los momentos irrepetibles de conexión profunda entre personas, Terri es uno de esos raros casos de películas habitables, hospitalarias, que pasan frente a los ojos como una caricia. Y sin embargo no está desprovista de desesperación, de profunda angustia. Azazel Jacobs, el hijo del gran director experimental estadounidense Ken Jacobs, se dedica a resaltar los detalles, porque a través de ellos estos personajes tipificados cobran carnadura humana. Y gracias a esa complejidad y a ese cuidado extremo no precisa construir un arco narrativo al uso ni caer en los vicios del cine indie más vulgar. Es notable la familiaridad con la que Jacobs fotografía los interiores, que lucen tan acogedores que uno no puede evitar querer quedarse a habitar Terri por un rato más. Hernán Ballotta

La folie Almayer (La locura de Almayer. Francia-Bélgica, 2011. Dirigida por Chantal Akerman). Chantal Akerman se sumerge en el mundo de Conrad y recrea muy libremente su primera novela (cambiando Malasia por algun otro país del sudeste asiático y un tiempo que destila ambigüedad) para hablar del mestizaje, de la extranjería, de lo inquietante y seductor de la Otredad.

Un comerciante europeo envía a su hija Nina (una mestiza) a un colegio para que aprenda los modos occidentales. El regreso de la joven trae choques impredecibles, donde la cultura, la naturaleza, el amor obsesivo, la autoridad, tratan de imponer su poderío mientras el ambiente se vuelve protagonista en ciernes. Transitando esa relación de dependencia privada y particular una explotación que se disfraza de las mejores intenciones, se troca, con sutileza e inteligencia, a una metáfora de dominio colonial e imperial de tiempos idos, o no tanto. La locura de lo distinto lentamente se apodera del "civilizado" que ya nada puede hacer para escapar.

Grandes actuaciones y una puesta en escena precisa y pensada (travellings, planos extensos en duración, etc.) vuelven a mostrar a Akerman como una directora brillante. Imperdible primera escena que anticipa lo que vendrá y donde la violencia irrumpe y la música nos atrapa sin remedio. Javier Luzi

Crazy Horse (Francia-Estados Unidos, 2011. Dirigida por Frederick Wiseman). En los últimos años, la carrera del ya legendario y octogenario documentalista Frederick Wiseman dio un giro (tal vez) imprevisto: sin perder un ápice del rigor que lo caracteriza, su cine parece más esperanzado, más luminoso. Y aunque su objeto de estudios sigan siendo las instituciones y su efecto coercitivo (aunque oculto, la gran virtud de Wiseman radica en poder sacarlo a la luz sin tener que señalarlo) sobre el individuo, en La Danse, en Boxing Gym y ahora en Crazy Horse se dedica a retratar maquinarias institucionales en funcionamiento con el fin último de crear un objeto artístico (aún en Boxing Gym, documental sobre un gimnasio de boxeo, cuyas rutinas atléticas y movimientos coordinados Wiseman filma con la misma fascinación con la que fotografió los números de ballet en La Danse), y en este sentido es más inspirador, más armonioso, más emancipador.

Claro que su espíritu crítico no se perdió en este movimiento, y la distancia que siempre genera con su objeto de estudio, unida a esa increíble capacidad de hacerse invisible (a esta altura Wiseman es un dignísimo candidato para ingresar a la Liga de la Justicia), autorizan la reflexión sobre lo que se está viendo, sobre las múltiples contradicciones y los discursos peligrosos que se forman dentro y alrededor de esas instituciones. En Crazy Horse Wiseman se interna en el homónimo cabaret de París, representante del "nudismo chic", que durante las noches pone en escena un espectáculo de danza erótica y números de varieté. El método Wiseman es el mismo: registrarlo todo sin intervenir en los hechos. Si la presencia de la cámara modifica el comportamiento de lo capturado es, en última instancia, irrelevante: el registro metódico que lleva a cabo Wiseman y la posterior elección del material en la mesa de montaje siempre conforma un retrato íntegro, por completo y por moralmente entero, de ese universo en particular. Al igual que en La Danse, está particularmente interesado en las máximas autoridades del cabaret y en cómo su discurso y su forma de concebir el espectáculo se escurre verticalmente hasta el empleado de menor rango. Uno de los puntos gravitatorios del cine de Wiseman es la siempre insalvable distancia entre ese discurso y su ejecución final. Pero si uno presta especial atención, puede detectar cuestiones laterales que en realidad son los elementos claves de la mirada crítica del director. De forma análoga a La Danse, en la que se muestra una institución en la que todos los bailarines de la compañía son blancos y los empleados de mantenimiento invariablemente negros, el Crazy Horse se construye como el abanderado de la verdadera belleza femenina, pero sus bailarinas/strippers son todas parecidas y representan un estándar de belleza gastado, cuasi publicitario. Y el chiste del transexual en el casting, por más simpático que parezca, vuelve a poner en primer plano esa disciplina de los cuerpos que el Crazy Horse tal vez involuntariamente reproduce. Hernán Ballotta

Bellflower (Campanilla. Estados Unidos, 2011. Dirigida por Evan Glodell). Cine artesanal, de poner el cuerpo y atarlo con alambre. Cine tuneado, marcado a fuego por las fantasías (y las pesadillas) machistas. La ópera prima de Evan Glodell es una rara avis, una pequeña historia de amor salvaje con ambiciones épicas, una buddy-movie autodestructiva sobre el fetichismo masculino que hace de la creación y la invención su base material. Y la materia es la razón de vida de Bellflower: para recuperar ese aspecto sucio del cine de los '70, Glodell y su equipo modificaron una cámara digital para falsear la sensación analógica de ese cine pretérito, para que las imágenes de la película parezcan imprimirse en una superficie real, aunque no haya superficie ni, en término estrictos, película. Esta manipulación de los materiales es tanto forma como contenido en Bellflower: dos amigos treintañeros, slackers tardíos, convencidos de la inminencia del fin del mundo (o, en realidad, fascinados por Mad Max y su interminable desierto rutero postapocalíptico), fantasean con crear una tribu (Madre Medusa) para gobernar las rutas del mundo después del mundo. Para eso construyen todo un arsenal de gadgets inútiles para la vida cotidiana pero cruciales para cuando la civilización acabe, como el muy popular lanzallamas, y los instalan en el "Medusa", un Buick Skylark del '72. Pero uno de ellos se enamora de una chica avasallante aunque inestable. Cuando el universo de fantasía apocalíptica se estrelle de frente y sin airbag con el cruel mundo de las relaciones interpersonales, todo comienza a pistear fuera de control. Y lo mismo puede decirse de la película, que sin tener una narración lo suficientemente consistente para ensamblar el pastiche de autopartes en el que se transforma, atina a devenir en destrucción, atentando contra el enorme amor que se evidencia en la construcción de objetos y en la invención de formas, combustible primal de Bellflower. Hernán Ballotta


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