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XIII Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente


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SELECCION OFICIAL INTERNACIONAL
Shelter (Bulgaria, 2010. Dirigida por Dragomir Sholev). La soltura para combinar tonos y géneros es una de las grandes virtudes de este film que arranca como un drama de suspenso, un lunes por la mañana, cuando un padre y una madre buscan desesperadamente a su hijo de 12 años, del que nada saben desde el viernes.

La secuencia en la sede policial donde radican la denuncia ya es todo un retrato social, en el que los resabios del stalinismo búlgaro parecen haberse entreverado con la letanía y la desidia de una comisaría de las nuestras para originar nueva materia en descomposición. "Esos tres están por drogas", les comenta secamente el agente que los guía hacia un despacho, mientras vemos a unos hombres que semejan vacas esperando el garrotazo final.

Cuando nos preparamos para una maratón en el estilo de Alice (aquel film portugués sobre una niña desaparecida que compitiera en el 21º Festival de Mar del Plata), Shelter nos sorprende fuerte por primera vez: Rado, el extraviado, reaparece lo más pancho por su casa, sin pedir disculpas ni ofrecer explicación. Ha pasado el fin de semana afuera, y punto. La estupefacción, la bronca contenida de su padre (¡las frases y los gestos con que las manifiesta!) son la avanzada de una comedia que llega para quedarse, pero también abren la puerta al drama sobre un desencuentro familiar, y generacional, que se viene cocinando desde mucho antes.

Rado no ha vuelto solo sino con una amiga y un amigo punks, que se quedarán a almorzar (punks de la vertiente anarquista, ya que no xenófoba o fascista, aunque inicialmente no está claro y eso genera una tensión adicional). El joven huésped (vean la foto) empieza prontamente a desafiar, a contrariar, al jefe de familia. Lo que tenemos por delante es una magnífica tragicomedia que fluidamente alterna, y por momentos yuxtapone, secuencias hondamente dramáticas con otras abiertamente humorísticas. El protagonismo, como no podía ser de otro modo, lo irá asumiendo colectivamente esta especie de familia ampliada, incomunicada, disfuncional.

Las confrontaciones y desautorizaciones mutuas entre el padre y la madre enfrente del hijo llegan a ser lacerantes, angustiantes. En el otro extremo, las líneas de Tenx, el amiguito irreverente, resultan de una comicidad memorable: "La lluvia y el viento son los peores enemigos del punk..." tal vez haya sido la más graciosa de todo el festival. Pero este chico también dispara, casi siempre mirando de reojo al papá de Rado, frases más cercanas al filón dramático: "Si las elecciones cambiaran algo, hace rato las prohibían." Hay que ver las caras del destinatario ante cada uno de esos tiros por elevación...

Con el magistral vaivén entre la comedia y el drama se puede comparar otra envidiable habilidad de Shelter: la de alternar diestra, velozmente los puntos de vista. El de los padres en plan de búsqueda predomina al principio, cuando creen perdido al niño. Luego el encuentro, paradójicamente, dará lugar a un desencuentro aun mayor: el de esos adultos y esos chicos que no parecen escucharse. En las escenas compartidas, generalmente en torno de la mesa, el punto de vista se disuelve, o se disputa. En muchas otras se desplaza hacia los jóvenes, con quienes vivenciamos reveladoras instancias "a solas" dentro de la habitación de Rado. Cuando salgan a la calle serán ellos, y nosotros junto a ellos, los que emprenden la búsqueda. Guillermo Ravaschino

Attenberg (Grecia, 2010. Dirigida por Athina Rachel Tsangari). Promediando Attenberg, Marina y Bella caminan con los brazos entrelazados a lo largo de una calle, la cámara acompañándolas con un suave travelling hacia atrás, mientras a un costado un grupo numeroso de muchachos jóvenes ríen y charlan junto a un paredón y, de fondo, suena “Tous les garçons et les filles” de Françoise Hardy. “Todos los chicos y las chicas de mi edad saben muy bien lo que es el amor”, cantan las tres (Marina, Bella y Françoise, por supuesto) a coro, negando a través de la chanson pop las vacilaciones amorosas y sexuales ligadas a la juventud y la femineidad. El desconocimiento sentimental es aún más acentuado en el caso de Marina, quien parece sufrir una carencia casi patológica de instintos animales. Por eso “Attenberg”, como pronuncia Bella el nombre de Sir David Attenborough, cuyos documentales sobre la vida silvestre contempla Marina como intentando adquirir de forma teórica aquello que no le fue dado genéticamente.

Athina Rachel Tsangari parece especialmente interesada en esas zonas de transición entre lo animal y lo humano, donde las palabras pasan a ser un conjunto aleatorio de sonidos y la comunicación entre individuos algo primitivo, gestual, una cosa de monos. Suerte de melodrama radicalmente antinaturalista, Attenberg construye un retrato complejo, casi abstracto, de la sexualidad femenina. Tsangari observa a sus criaturas como una entomóloga diseccionando un insecto, con una distancia y frialdad que tiene un poco de objetividad científica y otro poco de modernidad cinematográfica, como si fuera una hija directa de Darwin y Robert Bresson, lo que no la priva de alcanzar momentos de genuina emotividad en ridículos intercambios sexuales frustrados, con “Be Bop Kid” de Suicide cantada junto al lecho de un padre moribundo. Cabe preguntarse cuál es la pertinencia de este cine frío y cuasi-científico sobre el comportamiento humano encarnado en esta película tanto como en Colmillos, de Yorgos Lanthimos (que en Attenberg interpreta a un pretendiente de Marina); cine surgido de un país sumido en una profunda crisis social como es Grecia, que tal vez reclame un representación menos abstracta y semiológica, un poco más visceral. Hernán Ballotta

The Ballad of Genesis and Lady Jaye (Estados Unidos, 2011. Dirigida por Marie Losier). Este es un documental sobre cambios y construcción de uno mismo, pero también, y no en menor medida, es una historia de amor conmovedora y entrañable, de esas que, además, en su final terrenal (y por lo tanto mortal) ensalzan ese sentimiento a alturas inalcanzables. Genesis P-Orridge, músico inglés de la vanguardia industrial, reconoce la reinvención, el cambio permanente como único y verdadero modo de existencia. Cuando se cruza con Lady Jaye, descubre que su otra mitad existe y juntos deciden extender ese amor en la igualación de ambos. Mediante cirugías estéticas se transforman en el reflejo más cercano el uno del otro; de este modo la pandroginia hace su aparición, y la sustenta un bagaje filosófico, ético, social y político que se presenta en cada discurso y en cada frase enunciada.

Ejemplificación de la técnica del recorte que en el mundo literario adoptara entre otros William S. Burroughs, el trabajo con el material reciclado, el patchwork llevado a cabo en los cuerpos que se narra tiene su correlato en la estética elegida donde el trabajo fundamental de la directora Marie Losier entremezcla material de archivo (recitales, entrevistas) con fotos, testimonios actuales, filmaciones caseras, video digital, sin que en ningún momento asome un pastiche indigerible sino todo lo contrario: muchas escenas llaman a entrar en una especie de trance hipnótico donde las canciones actúan como mantras que nos transportan como espectadores a mundos que quisiéramos habitar.

Hay un extrañamiento en ese contar el pasado desde este presente ya cambiado (el protagonista nos relata lo que fue sucediendo pero con el resultado a la vista, por ejemplo con el nuevo rostro describe los pasos llevados a cabo para conseguirlo). Como si el presente fuera cambio perpetuo y construyera el pasado y el futuro que no vemos jamás.

Una película que apuesta a la experimentación tanto en forma como en contenido, y se vuelve tan moderna que hace vanguardia desde las orillas y los márgenes, no observando todo desde un paso adelante, y que desarrolla un tema escabroso y difícil como si fuera lo más natural del mundo. No hay nada que explicar cuando uno quiere ser lo que es. Javier Luzi

Norberto apenas tarde (Argentina-Uruguay, 2010. Dirigida por Daniel Hendler). El título anuncia el riesgo que corre la ópera prima de Daniel Hendler: no llegar temprano ni demasiado tarde a ningún lado, lucir indefinida, indistinguible, tibia, lo cual es el dilema de su protagonista, que no el de la película, segura de sí misma, concreta, sólida por donde se la mire y escuche. Norberto no es un ganador, no es apuesto, tiene panza, está más cerca de los 40 que de los 30, sin trabajo y en pareja con una mujer que tiende a subestimarlo tanto como él se lo permite y hace consigo mismo, así que para el personaje se trata de barajar y dar de nuevo o entregarse a una rutina inapelable. El teatro es la grieta por la que se cuela esa posibilidad de cambio, y allí va Norberto a renacer pese a su abulia. Las clases, las salidas con los ‘chiquilines’ compañeros de elenco, una borrachera que lo desinhibe, un cambio de casa, son las evidencias deliberadamente no espectaculares de que ese hombre por fin se ha puesto en marcha. Toda película de crecimiento, físico y/o psíquico, puede ser vista también como una película de fuga, instaladas como están estas últimas entre la seguridad de la prisión y la incertidumbre de la libertad. Norberto no se escapa de Alcatraz, sino de ese ‘acá atrás’ en donde se quedó arrinconado vaya a saber desde cuándo, actor secundario de su propia película. A diferencia de los relatos tópicos, aquí la fuga no tranquiliza ni exalta particularmente, y esa es una de las singularidades elocuentes de la película de Hendler. La conquistada soledad del final no tiene adorno alguno. Nos es dada en su más pura desnudez, y en ella se anudan tanto la infancia del lenguaje gestual de Norberto como la vejez que está a la vuelta de la esquina de la pareja de inquilinos que dan vuelta en esa esquina y se pierden en un fuera de campo visual que sigue dando vueltas en uno, como la silla giratoria en la que el protagonista se mece, más allá del final de la película. Marcos Vieytes

La Lisière (Francia-Alemania, 2010. Dirigida por Géraldine Bajard). La ópera prima de Géraldine Bajard cuenta la historia de un joven médico parisino que acepta un empleo en un pueblito en desarrollo, probablemente escapando a sus propios problemas emocionales. Con un ojo en La cinta blanca de Haneke y un par de lágrimas lyncheanas, el film traza una línea divisoria generacional en la descripción de los habitantes del pueblo que influirán en la vida de François. Los adolescentes se reúnen en el bosque y desarrollan extraños rituales que los asemejan a una sociedad tribal. Pero los adultos son aún más enigmáticos, tan cerca de la comunidad idílica como de sus perversos desvíos. El film logra, de esta manera, instalar un clima de misterio pesadillesco, donde la sexualidad y el crimen parecen estar al acecho. La sutileza de las actuaciones y una puesta en escena elíptica y sugerente logran que La Lisière nos sostenga atentos durante todo el metraje, llenos de dudas en este pueblo fantasmal.

Lamentablemente, el final no sacia las expectativas generadas. El problema tal vez tenga que ver con el retrato de François, un personaje tan confuso e inaprensible como los demás. Siendo lo común que en este tipo de películas el protagonista represente de algún modo al espectador (reflejando la misma sorpresa, los mismos miedos y sospechas, las mismas dudas ante los comportamientos erráticos de los habitantes del pueblo), el guión, acaso para evitar el estereotipo, opta por dotarlo de la misma ambigüedad y distorsión en sus comportamientos que el resto de los personajes. Así frustra la capacidad del héroe para develar el misterio y resolver el relato, derivando en una conclusión algo desabrida que elude los desafíos planteados por el propio film. Ramiro Villani

Mercado de futuros (España, 2010. Dirigida por Mercedes Alvarez). “No future”, gritaba Johnny Rotten hasta la afonía en ese himno nihilista sexpistolero “God save the Queen”, si es que no lo corrían antes del escenario a los botellazos. Mercado de futuros nos asegura que hay un futuro, pero, por cómo viene la mano, mejor sería que no lo hubiera. Mercedes Alvarez, autora de ese documental autobiográfico sobre un pueblo en vías de extinción que se llamó El cielo gira (primer premio en la edición 2005 de este mismo festival), opone en Mercado de futuros, más que formas de vivir, distintas maneras de concebir el tiempo: el que pasó, el que viene, el que resta.

Discípula de Víctor Erice y José Luís Guerín en la Universitat Pompeu Fabra barcelonesa, Alvarez construye sus documentales obsesivamente desde una realidad precisa a la que sobrecarga de poesía. En esta ocasión lo hace con la vida de varios ancianos y la relación que tienen con los objetos, que son menos “cosas” que recuerdos materiales concretos. Esta reivindicación del “arte de la memoria” comienza con el proceso de vaciamiento de una vieja casona, sobre la que Alvarez se detiene para centrarse en los objetos que la poblaron, demostrando una fascinación por ellos no exenta de fetichismo, y concluye sobre un viejo de larga barba blanca que tiene un puesto en un mercado de pulgas pero se rehúsa a vender cosas menos por pereza que por un auténtico amor por los objetos recolectados, en un caso encantador de acaparamiento compulsivo.

Contra esta película está la otra, la que da nombre a este documental, la que retrata la industria de cosificación del futuro: los bienes raíces, la especulación financiera y el marketing corporativo. Esta “demoníaca trinidad” que identifica Mercado de futuros, y que tiene no poco que ver con la crisis económica global (especialmente con la actual debacle hipotecaria en la Madre Patria), es lo opuesto al “arte de la memoria” que también expone, una especie de obsesión ciega con el futuro y, a la vez, una forma aberrante de reducirlo a una mercancía.

En su ahínco por expresar una idea, la realizadora termina pecando de redundante. A sus muy elocuentes imágenes les adosa una voz en off sentenciosa y un poco pedante, haciendo que su material parezca por momentos excesivamente maniqueo en su contraste entre lo viejo y lo nuevo. Mercado de futuros prueba su punto muy temprano en el metraje, y luego lo vuelve a probar una y otra vez. A lo mejor, prescindiendo de la voz en off y dejando que las propias imágenes se expresen, la película podría haber ganado en potencia retórica. Tal vez en ese gesto perdería lo que de “documental de creación” tiene, palabra santa para toda una escuela de documentalistas catalanes. Me gustaría verla a Mercedes Alvarez intentándolo. Hernán Ballotta

La vida útil (Uruguay-España, 2010. Dirigida por Federico Veiroj). Filmada en nostálgico blanco y negro, la película de Federico Veiroj logra, en principio, retratar con cariño y lucidez el cierre de una cinemateca arrasada por los tiempos que corren. Mientras las distribuidoras se quejan de las copias piratas, pocos han reparado en el hecho de que la gran fuente de cinefilia de los últimos cincuenta años está llegando a su fin, reemplazando a las pantallas de cine por la computadora hogareña y el DVD de salón. Toda una forma de aprender e incorporar la historia del cine deja de existir y da paso a una muy distinta, cuyas consecuencias para la crítica y realización de films aún es imposible predecir.

Veiroj aborda el tema desde ese espacio que desaparece, encabezado por Jorge, el programador y proyectorista de una cinemateca uruguaya. Pero a mitad del film comienza otra historia, cuando el protagonista se ve obligado a salir de la caverna cinéfila y reiniciar su vida. Es en ese momento cuando la película levanta vuelo y su director demuestra poseer la creatividad estética que escasea en el cine independiente actual. Mientras el protagonista vaga por las calles de la ciudad, el cine que lo alimentó durante años comienza a renacer a su alrededor. El trabajo del sonido y la construcción dramática sobre escenarios reales se vuelve fundamental, y la actuación del crítico de cine Jorge Jellinek alcanza mayores dimensiones. Pequeña pero excepcional, La vida útil genera sobre su realizador la promesa de una obra para seguir con atención. Ramiro Villani

Yatasto (Argentina, 2011. Dirigida por Hermes Paralluelo). El film de Hermes Paralluelo sigue la vida de tres chicos carreros que viven y trabajan en Villa Urquiza, un barrio en las afueras de Córdoba capital: Ricardito, Bebo y Pata. Un muestrario de la cotidianidad de tres vidas difíciles y que deben yugar para ganarse el morfi diario y sobrevivir, pero que aún sueñan (con caballos de carrera que ganen premios turfísticos, con comprar casas y cosas para la familia y mejorar la vida), que se cansan, que no quieren salir a cartonear, que se pelean y hacen bromas violentas, que procuran divertirse.

La cámara los busca, los encuadra y los toma de frente (los viajes en el carro son constantes) o los ubica en los lugares que frecuentan (una plaza, un corral, un cuarto) y consigue que se muestren naturales, que hagan de ellos. Y ahí hay cierta tensión con respecto a esta mirada demasiado marcada de la puesta en escena y la “actuación no actuada" de los protagonistas. La artificialidad se expone en la puesta y a la vez se procura naturalidad que refleje alguna esencia imposible de extraer, puesto que la cámara modifica inevitablemente lo que sucede. Es ese intercambio el techo y el piso al que puede aspirar esta película.

Uno intuye las mejores intenciones en su exhibición que jamás roza el miserabilismo ni el regodeo en la pobreza y los márgenes, y donde además se presentan personajes de clase baja que trabajan, tienen valores y apuestan por la educación y la familia, pero que si funciona como descripción de mundo es pobre y circunscripta a sostener determinados estereotipos. Y si es reflexión, a veces parece no poder salir del círculo de lo políticamente correcto.

Me pregunto si el subtitulado responde a desentrañar la cerrada jerga infantil, a acercar el dialecto cordobés o es simplemente un fallido que no disimula cierto paternalismo. Javier Luzi

Tilva Ros (Serbia, 2010. Dirigida por Nikola Lezaic). Imaginemos un hipotético encuentro entre los paisajes de austero existencialismo de Antonioni, la sensibilidad adolescente de Gus Van Sant y la autodestrucción creativa del programa televisivo "Jackass" (ese popurrí de golpes e insólitas hazañas físicas): el punto de intersección en el que se reunirían, para hablar alternativamente en italiano, en inglés y en idiota, es Tilva Ros. Aquí conviven dos amigos (Toda y Stefan) en el último verano antes de la universidad (tópico típico de la comedia adolescente estadounidense), andando en skate, filmando videos a lo "Jackass" y, básicamente, boludeando. Claro que el "telón de fondo" de esos boludeos es una ciudad minera serbia en decadencia, que los chicos usan como interminable pista de skate. Como era de esperar, llega el elemento extraño al grupo, una chica vital y avasallante (otro típico tópico; trabalenguas traicionero triple) que desestabiliza al dúo y lo transforma en un trío implosivo.

Lo que queda relegado en los márgenes de lo representado es la generación de los padres, agentes de intervención política y sindical. La sabiduría del director Nikola Lezaic reside en lograr sugerir un país en conflicto y una actividad política efervescente, sin abandonar en ningún momento a los adolescentes y sus tribulaciones emocionales; una muestra de ética cinematográfica poco frecuente en un director debutante. Lezaic se dedica a revelar(nos) el universo por el que se mueven los chicos, utilizando el paneo como arma predilecta para mostrar, expresando los espacios como mediante un lento movimiento de cabeza que no quiere perderse ningún detalle. Estos adolescentes son, definitivamente, ellos y sus escenarios. Pero Lezaic es lo suficientemente flexible para renunciar al paneo y abandonarse al placer del travelling con música indie de fondo en dos de los momentos más memorables de Tilva Ros: la destrucción festiva de un viejo auto con olor a diseño estalinista, y un acto de vandalismo a velocidad skate-en-ralenti en un supermercado.

Más allá de los paneos y los travellings, Lezaic incorpora como parte orgánica de su película el material que registran Toda y Stefan cuando se dedican a imitar a "Jackass", permitiendo que, por este medio, los personajes hablen en primera persona. No es casual la insistencia en la comunicación mediada por la tecnología y la forma que tienen de manifestarse a través de ella, signo de los tiempos que corren y motivo de dilatación de la brecha que los separa de sus padres. Y sus trucos autodestructivos, que aparecen en cantidades generosas, funcionan como lubricante social, prueba de masculinidad, declaración de amor fraternal y sublimación de rencores ocultos; a veces las cuatro cosas simultáneamente. Es raro encontrar una película que conforme un retrato íntegro, en todas sus (múltiples) contradicciones, del ser adolescente en un espacio y en una cultura determinados. Tilva Ros es uno de esos excepcionales ejemplos. Hernán Ballotta

El estudiante (Argentina, 2011. Dirigida por Santiago Mitre). Santiago Mitre se mete en la política y mete a la política de prepo en el cine nacional contemporáneo. Con semejante apellido la apuesta no sorprende y, lamentablemente, tampoco la postura asumida. Roque (Esteban Lamothe) es un joven del interior bonaerense (dato no menor porque los chacareros que pueblan esas tierras se hicieron escuchar hace un tiempo no tan lejano) que viene a la Capital a estudiar en la Facultad y tras varios intentos probando distintas carreras se anota en Sociales. Sus escarceos amorosos con una compañera le facilitan una mudanza de la habitación compartida en la pensión a un cuarto en una casa del Gran Buenos Aires y lo relacionan con una familia con inquietudes políticas de izquierda. Así se acerca a cierta militancia estudiantil. Conocer a una docente (Romina Paula) en una asamblea le permitirá entrar de lleno y vertiginosamente (lo increíble de semejante ascenso es una licencia poética del guión) en una carrera fulgurante con segundo lugar en las elecciones para la agrupación de la que forma parte y en la que colaboró activamente y posterior posicionamiento como mano derecha del candidato en las sombras para la elección de Rector.

El estudiante es una película viva, sus personajes laten y sienten (mérito también de las muy buenas actuaciones) y así se muestran y se cuentan y no sólo en el plano político sino en los intersticios donde la vida privada se desarrolla y se despliega con los ímpetus juveniles, filmada con pulso y narrada con fluidez.

El problema es el mundo de lo político que se construye. Que si pretende funcionar como mímesis del “real”, sin dejar de ser bastante cercano al verdadero (hay un trabajo de investigación detrás), no lllega a despegar del lugar común que sostiene que la Universidad es el semillero de la política nacional con lo bueno y, sobre todo, con lo malo que ello implica. Y si pretende construir un verosímil hay decisiones que hacen ruido. La más fuerte es la ausencia de la voz del peronismo, como si se siguiesen sosteniendo ideas de tiempos idos donde se nominaba a Perón como “el tirano prófugo” o, directamente, se prohibía nombrar todo lo que tuviera que ver con el peronismo. Dos escenas son suficientes para ejemplificar lo dicho: la famosa marchita entonada por el profesor de izquierdas y un trabajador del campo "que fue peronista sólo por tres horas”, entre copas de buen vino en un restaurante burgués; y el discurso de Perón echando a los montoneros de la Plaza en una imitación poco feliz (que más parece un De la Rúa tinellizado), realizada por un estudiante en un camping de formación. Las demás construcciones de los grupos políticos en disputa (las distintas izquierdas, los independientes, el socialismo, el radicalismo) se valen de los estereotipos pero no por ello dejan de mostrar una carnadura y cierta profundidad.

La voz en off explicativa es un desacierto (pero también es marca de fábrica) y puede explicarse como poca confianza en las imágenes, o en el espectador.

Vale la pena apuntar que el antagonista de la película, donde finalmente caen todos los males, se apellida Viñas, dato no menor si consideramos que en Filo (la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) es recordada la disputa ideológica, que trascendió las fronteras de esa casa de estudios y hasta llegó a los medios televisivos, entre David Viñas (creador de "Contorno" –una revista que se preocupó por pensar el peronismo entre otras cosas– y quién fundó una crítica que cruzó lo político y lo social con lo literario, y que además fue padre de dos hijos que fueron desaparecidos) y Beatriz Sarlo, crítica cultural de la posmodernidad, pareja de Rafael Filipelli, uno de los maestros de esta generación de la FUC.

¿Qué significa la política para El estudiante? La película plantea que no es más que traiciones, chanchuyos, conexiones familiares y de amistad y la posibilidad de coger minas. Visión pesimista, idiota en su machismo y falocentrismo, sin dudas. Y peligrosa en su superficialidad que deja ese campo en manos de los que sostienen que la política es mala o, lo que es casi lo mismo, en la inocentada naif y casi infantil de quien se cree que con un “no” de uno solo se detienen siglos de sometimiento. Ingenuidad que se había anticipado en el relato en off sobre Lisandro de la Torre, ese político que configura la imagen de la pureza contra la corrupción sólo para quien se deja obnubilar por los gestos altisonantes. La caracterización que hizo de Yrigoyen para abandonar el radicalismo, la alianza con los mitristas, la fundación del Partido Demócrata Progresista demuestran claramente su ideología. Y por ende su ensalzamiento por parte del film manifiesta una falta de conocimiento, una parcial lectura histórica o una clara toma de posición política.

La factoría de Mariano Llinás y la FUC, en alianza, sigue produciendo películas que, aprovechando la vidriera que significa el espacio del que se adueñaron en Bafici, suman premios y poca repercusión por fuera de ese ámbito. Productos que, hay que reconocer, por lo menos permiten observar dónde se posa cierta mirada generacional y reflexionar al respecto. Javier Luzi

Le Quattro Volte (Italia-Alemania-Suiza, 2010. Dirigida por Michelangelo Frammartino). Le Quattro Volte es tan humilde en sus materiales y en su objetivo (retratar un año en la vida de una comunidad en Calabria) que logra disimular su enorme soberbia. Soberbia porque el mundo en el que vivimos, el aquí y ahora, jamás se vio tan bello, tan perfectamente crepuscular, y esa es una forma de atraparlo, disminuirlo, cristalizarlo. También porque su atención en el devenir (humano, animal y vegetal) con esa (falsa) estructura circular detecta y detenta un orden que no es un Orden sino el resultado de lo contingente contra el telón de fondo de lo imperecedero, y eternizarlo mediante el cine es, de alguna manera, traicionarlo con traición justa, imponerle una certeza que le es ajena pero poéticamente pertinente.

El film muestra una serie de historias sobre transformaciones: la de un viejo pastor de cabras moribundo que toma un polvo diluido en agua encontrado en (y bendecido por) la iglesia local, que anticipa aquel en el que se terminará transformando; la de una cabra recién nacida en sus primeras jornadas en el mundo; y la de un enorme árbol que es sucesivamente instrumento de percusión del viento, ornamento central de las festividades paganas de la comunidad y su sostén económico en la fabricación casi ritual de carbón. En los momentos de transición entre los episodios es tal vez donde la intención retórica de Le Quattro Volte se hace más evidente, más infantil, más didáctica y condescendiente. Pero al interior de los capítulos, Michelangelo Frammartino nos transforma en testigos de lo transitorio sin por ello colocarnos por encima, logrando una poética secular de lo natural que por momentos llega a lo abiertamente anti-religioso, como en un enorme y virtuoso gag visual resuelto en un solo plano protagonizado por un perro empecinado en boicotear una procesión religiosa que reproduce el vía crucis cristiano.

Le Quattro Volte parece suscribir a un cierto cuerpo de películas contemporáneas que retratan sociedades o núcleos familiares al margen de la modernidad, en estrecha relación con la naturaleza que los rodea (parte del paisaje y, a la vez, su sustento vital) y las tradiciones heredadas, como podrían ser Tulpan de Sergei Dvortsevoy, Border de Harutyun Khachatryan, Sweetgrass de Ilisa Barbash y Lucien Castaing-Taylor o La vie moderne de Raymond Depardon, para nombrar los últimos que aparecieron en el circuito de festival. Film detenido en un tiempo arcaico e indeterminado, pero moderno en su minimalismo, en su distancia y en su forma de quebrar los límites de la representación, Le Quattro Volte es una extraña experiencia, apasionante en su soberbia humildad. Hernán Ballotta

SELECCION OFICIAL ARGENTINA
La carrera del animal (Argentina, 2011. Dirigida por Nicolás Grosso). Una empresa está a punto de cerrar. Los dos herederos reciben instrucciones de su padre siempre en las sombras, siempre fuera de cuadro–, mediante cartas y apoderados, para tomar las riendas del imperio familiar. Pero no saben cómo, dudan o no están interesados. Mientras los “aliados” se manejan con demasiados subterfugios, los “opositores” comienzan a acecharlos (especialmente a Valentín, el hijo menor y protagonista) y a pedirles y luego exigirles la posibilidad de la autogestión. La película plantea y presenta un binarismo en pugna: los dueños/los sindicalistas y obreros; el capitalismo/la autogestión; la lealtad/la traición; la ciudad/el campo, todo envuelto en un aire de thriller donde guión, encuadres, música y puesta en escena refuerzan el género.

La inteligente elección de Nicolás Grosso de filmar en blanco y negro colabora en la extrañeza de ese tiempo en el que se sucede la narración donde se mezclan computadoras y revistas y fotos viejas como si fueran actuales y donde las locaciones tampoco refieren a ningún sitio en particular.

Con una tensión interesante en el comienzo, La carrera del animal, asfixiada por cierto esteticismo y su invariable narración elíptica, empieza a desandar su impulso y a retrasar su marcha mientras se vuelca hacia una (a)puesta muy deudora del cine de Antín –con ínfulas del Hugo Santiago de Invasión–, donde lo críptico, lo simbolista y lo intelectualoso se conjugan desde la forma hasta el contenido y tiñen, por ejemplo, aumentando la extrañeza cuando no la contradicción, hasta el mismo discurso del sindicalista en pugna. Javier Luzi

Amateur (Argentina, 2011. Dirigida por Néstor Frenkel). La nueva película de Néstor Frenkel se ocupa de Jorge Mario en particular, de las películas caseras filmadas en súper 8 en general y, si hubiera una categoría todavía más amplia y universal que esta última, del coleccionismo compulsivo, cósmico y cómico a la vez, como síntoma psíquico y social. Jorge Mario es un hombre de unos sesenta años que vive en Entre Ríos, junta etiquetas de vinos, estampillas, cajas de cigarrillos y cuanta cosa podamos imaginar, pero además de eso es un referente de la pequeña comunidad chica en la que vive y en la que ha fundado una asociación de boy scouts, otra de realizadores de súper 8, además de participar en cuanto evento social tenga lugar, empezando por las competencias deportivas. Entre las enumeraciones precedentes se destaca el cine, pasión central de este hombre que contabiliza casi catorce mil películas vistas, de las que lleva registro en su computadora y de las que habla en un programa radial inefable. Además, es cineasta amateur. Su realización más querida es Winchester Martin, cruza de western clásico y spaghetti de la que hizo un par de remakes y cuya versión original se proyectó durante el festival. El origen de su pasión cinéfila se remonta a la filmación en tierras entrerrianas de Way of a Gaucho (Martín, el gaucho) de Jacques Tourneur, promediando la década del ‘50. Pero a la película de Frenkel no le interesa la cinefilia, sino lo ridículo, gracioso o patético que tiene esta patología minuciosa. A decir verdad, le interesa el modo en que esas características se encarnan en Jorge Mario para hurgar, a través de él, en los tópicos de las home movies de fines de los 60 y de la década del 70, a las que les dedica una extensa secuencia de montaje inicial compuesta enteramente por imágenes de archivo familiares y comentadas en off con un estilo que cabe vincular con el de Llinás en Balnearios. Marcos Vieytes

Ostende (Argentina, 2011. Dirigida por Laura Citarella). Laura (Laura Paredes) se ganó un premio en un concurso de un programa de radio. Bah, en verdad se lo ganó su novio Francisco pero ella, con unos días libres de más, aprovechó para disfrutarlo mientras lo espera: el premio consiste en una estadía en un hotel de Ostende. Ciudad con playa fuera de temporada es un clásico del cine argentino, y toda una posibilidad de relato se inscribe en semejante locus.

Laura tiene todo el tiempo libre para observar el mundo alrededor, un mundo que le es extraño y ajeno y que ella convierte en un espacio a interpretar y a llenar con su imaginación de lectora de policiales. Como en espejo Laura Citarella, la directora de Ostende, hace lo mismo con las películas, hecho que en el mejor de los casos se puede leer como homenaje y en el peor como citas que evidencian la pobreza de la copia.

La protagonista se cruza con un trío constituido por un hombre mayor y dos mujeres jóvenes que obran según su registro de manera extraña y por lo tanto les resultan interesantes de seguir, y esa función de voyeur/espía se le torna central. Entre la película que le cuenta Paco, el encargado del bar de la playa con ínfulas de guionista de cine, y el “hacerse la película” de ella misma, se balancea Ostende para relatar un (¡otro más!) tiempo muerto que causa asombro, a esta altura, en sus descuidos o fallas: algún juego de humor con las llaves y las habitaciones que en la palabra dice algo que se contradice con la imagen, las imágenes fuera de foco que son completamente injustificadas, etc.

Interesante actuación de la protagonista que aporta frescura a un guión vacuo y con la pretenciosidad que caracteriza, y a la que nos tiene acostumbrados, la productora El Pampero Cine. Javier Luzi

La pileta (Argentina, 2011. Dirigida por Matías Bringeri). Tres hombres consagrados al modelismo naval, una pileta de Capital Federal con el agua estancada en la que aquellos practican su hobby como pueden, un viejo que los mira y evalúa, tres o cuatro espacios por donde los personajes se mueven: las casas particulares de cada uno de ellos, que dejan ver una historia y unos vínculos, así como el lugar público en el que exponen su pasión privada a los ojos ajenos, indiferentes o críticos, y un gimnasio de box. Más que una película, la de Bringeri es un ensayo, un work in progress acaso deliberadamente inconcluso. Marcos Vieytes

Sipo'hi (Argentina, 2011. Dirigida por Sebastián Lingiardi). En este largometraje de poco más de una hora de duración hay al menos un par de secuencias que podrían funcionar como brillantes cortometrajes autónomos. Uno de ellos es el del inicio, largo plano de aproximadamente diez minutos en el que las sombras y el ángulo de la toma no permiten distinguir las figuras de inmediato. Se impone, entonces, el relato oral que escuchamos en off y luego otorgará sentido a la imagen de un hombre intentando y consiguiendo encender un fuego al modo original. Los wichís son protagonistas de esta película narrada por ellos, concentrada en sus voces y cuerpos. La otra secuencia a la que nos referíamos compagina rostros en plano frontal y no precisa más que esa sucesión de caras para llamar la atención de nuestra mirada. Los planos son cada vez más globalizadamente convencionales, razón por la cual esta suma de imágenes al servicio de una identidad no dominante, si no en vías de extinción, se distingue del resto. Como en Las pistas, película que Lingiardi presentó en la edición anterior del Bafici, esa materia prima cultural de los pueblos originarios es acompañada por una puesta en escena un tanto hermética, metalingüística, que parece deudora de la intelectualización escolástica promovida por las academias y nos distancia, nos enfría, nos distrae. Marcos Vieytes

Las piedras (Argentina, 2011. Dirigida por Román Cárdenas). Ella trabaja como empleada administrativa en una empresa de fumigaciones. El es un escritor atravesando un vacío creativo. Los dos viven en una casa en el Delta y son una pareja que ha empezado a dejar de serlo y aún no se dio cuenta. Aunque se crucen apenas y cuando lo hagan intercambien sólo frases hechas o monosílabos, o duerman en cuartos separados. Román Cárdenas –director, guionista y actor– ha elegido contar esta ruptura con los silencios de los personajes y el sonido ambiente siempre presente (la lluvia, el agua que fluye, los pájaros, la lancha, el tanque de agua, el colectivo, el crepitar del fuego, los celulares). Y elige esta mirada oblicua que también poseen esos autores que lee el protagonista y que la protagonista un día descubre: Carver y Saer. Frente a la sequedad y la parquedad de las palabras se planta lo líquido como figura central siempre en desborde y derrame: el agua del río o de la heladera rota, el tanque llenándose, lo mismo que la pileta del baño y la sangre de la carne descongelándose y chorreando.

La película encuentra su piso y su techo en el minimalismo y no pretende más que lo que muestra; cuando algún absurdo se cuela (la escena en la oficina), hace menos efecto que ruido disonante con el resto. Sobria en las actuaciones, la presencia del director se nota evidente y buscada y deja con ganas de atender el camino que Cárdenas seguirá de ahora en más. Javier Luzi
 

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