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XII Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente


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SELECCION OFICIAL INTERNACIONAL
Alamar (México, 2009. Dirigida por Pedro González-Rubio). Un hombre y una mujer se conocen. Ella es italiana, él es mexicano. Tienen un hijo y tiempo después el amor acaba. Ella quiere regresar a su hogar cansada de la aventura de vivir casi en las fronteras de la civilización. Y el pequeño debe estar con su madre. Pero antes de partir a Europa pasará un tiempo (corto) con su padre y su abuelo; esa experiencia es lo que relatará esta docuficción. Lo que uno en principio temía como posibilidad cierta de un planteo que contuviera la eterna lucha entre civilización y barbarie se diluye prontamente en una cámara que sólo busca registrar una cotidianidad distinta, los quehaceres y labores de unos hombres que viven en medio de uno de los más grandes arrecifes de coral, en una casa-isla, pescando como oficio y razón de ser, construyéndose en la soledad y la naturaleza. Un aprendizaje que no busca educar ni convencer al neófito, un padre que ama a su hijo pero no lo quiere a su imagen y semejanza. No hay reclamos ni cariños desmedidos (hay reto cuando se lo cree preciso y atención en el peligro y la herida). No se reafirma el clan ni el género. Hay naturalidad y la emoción se cuela sinceramente.

Un ave aparece en escena y se convierte en personaje importante de la trama; en ese acercarse lentamente pero sin miedos hacia el hombre uno podría leer algo de la relación padre-hijo que se plantea central. Hay una sensibilidad distinta, un no temor a mostrar los afectos que nos hace intuir que algo se ha construido en esos días, algo inolvidable. Javier Luzi

Police, Adjective (Rumania, 2009. Dirigida por Corneliu Porumboiu). Hay dos películas en Police, Adjective. Una remite a la excelente ópera prima del realizador (Bucarest 12:08), y propone una comedia que se sostiene exitosamente en el cruce entre un policía y el sistema burocrático con el que debe lidiar diariamente en su trabajo. Aquí el director desnuda con agudeza los distintos comportamientos al interior de la institución policial y el uso del lenguaje como herramienta de poder (de ahí el enigmático título). Lamentablemente, la mayor parte del metraje se la lleva la otra película, aparentemente influiada por las "necesidades festivaleras" de tedio y deambular errante. El protagonista debe seguir contra su voluntad a un muchacho sospechado de dealer, y a Porumboiu no se le ocurre mejor idea que filmarlo casi en tiempo real, persiguiéndolo lentamente de aquí para allá, esperándolo a la salida del colegio o en la puerta de la casa. Es el fin del cine como relato sintético, metafórico, narrativo. Para contarnos la inutilidad de su tarea, el director decide hacérnosla sufrir en carne propia, de principio a fin: mostrarnos la realidad... negando al cine como representación. No necesita creatividad para eso, sólo una cámara movediza o un plano fijo interminable (al parecer las dos grandes opciones estéticas en auge en el cine independiente actual). Por supuesto que el mensaje se comprende a los dos minutos y el resto se torna insoportable. Alguna vez Antonioni dijo que hacía películas aburridas para expresar el aburrimiento; Porumboiu parece habérselo tomado demasiado en serio. Con la misma literalidad con la que sigue a un policía siguiendo a un sospechoso. Ramiro Villani

Cuchillo de palo (España-Paraguay, 2010. Dirigida por Renate Costa). La directora de este film cuenta su propia historia familiar y desentraña, a la vez, una madeja que pinta a un país y a su gente. “Asunción es una ciudad de espalda al río”, dice Renate Costa en el comienzo de este documental duro y emotivo, “y yo vengo siempre al río a darle la espalda a la ciudad”. Y está todo dicho. El tío Rodolfo muere. Solo. Lo encuentran desnudo, en su casa a la que pocos, poquísimos tenían acceso. Pueblo chico, infierno grande. Y Paraguay aún hoy es un pueblo chico o por lo menos así se maneja. “Yo no me quiero imaginar nada”, “yo no te puedo explicar”, “no suelo preguntarme”, “a casi todos ellos los matan así”. Ellos son los homosexuales. Renate parece querer desarmar esa idea de su familia de que el tío murió de tristeza, él, justamente, a quien ella recuerda siempre alegre. Pero no estamos ante un policial en primera persona que busca encontrar un culpable, sino ante un film que busca develar la culpabilidad que todos tienen por las conductas, las hipocresías, los silencios, los prejuicios que han sostenido y avalado.

En su padre, la realizadora consigue un testimonio que no es más que el epítome de la sociedad paraguaya. Lentamente la historia familiar de ocultamientos y vergüenzas demuestra la imbricación que lo social y lo político tienen en ella. La dictadura de Alfredo Stroessner y la religión católica se convierten en la columna vertebral del prejuicio social, el dedo acusador y la fuerza represiva que delimitan lo permitido y lo no, lo normal y lo que no lo es. Pero seleccionando (el hijo del dictador y los amigos del poder son borrados del libelo). El "caso Palmieri” (la desaparición y posterior asesinato de un adolescente en 1982) se vuelve emblemático y de aquella lista de 108 homosexuales de 1959 se pasa a hojas y hojas de nombres, direcciones, profesiones, listados que se fotocopian y reparten por toda la ciudad. Secretos a voces que denigran, lastiman, exilian y acaban matando. Aún hoy no hay direcciones con el número 108, ni habitaciones en los hoteles, ni chapas de automóviles, ni celulares. No se quiere ver, no se quiere reconocer, se teme.

Renate aparece en pantalla de costado, de perfil, casi saliendo del cuadro, pero está. En silencio, preguntando, replicando, no pudiendo entender que es lo que sucedió, por qué un hombre puede hacerle tanto mal a otro hombre. “¡Qué difícil es mostrar esta lista sin volver a hacer daño!”, dice. Y en esa observación, en las dudas, en las palabras que se le atragantan sin poder salir, en los testimonios que recogió, en la elección de darle voz a los que han sido acallados durante mucho tiempo hay una fuerza inexpugnable. Y una emoción que traspasa la pantalla y nos interpela sin miramientos. Javier Luzi

Les Beaux Gosses (Los bellos niños. Francia, 2009. Dirigida por Riad Sattouf). Les Beaux Gosses es la versión francesa de Supercool de Greg Mottola. Por suerte, no es la versión “afrancesada” de Supercool: ninguna de las taras de la producción francesa “de arte” está presente en esta comedia adolescente (que no púber). Claro que hay diferencias con respecto a su par americana, en especial la aparición de la generación de los padres y de las identidades étnicas, tan presentes en el cine francés sobre estudiantes secundarios como las excelentes Juegos de amor esquivo de Abdellatif Kechiche y Entre los muros de Laurent Cantet. Hervé y Camel son dos adolescentes que buscan desesperadamente “ponerla”. Claro que, en el fondo, lo de “ponerla” es una pose, un imperativo masculino ineludible, y lo que realmente quieren es dar el primer beso. Formar parte del grupo de los “nerds” no los ayuda mucho en su objetivo, pero para fortuna de Hervé, a una de las chicas populares, Aurore, parece gustarle. En su cosmovisión “nerd” una cosa así es impensable, por lo que su frustración inicial se transforma en escepticismo y torpeza de inexperto. Hasta que ella lo besa. Si por algo vale la pena Les Beaux Gosses es por contener lo que probablemente sea el primer beso más sincero jamás filmado: el cuerpo de Hervé tensionado, temblando del pavor que representa una experiencia tan nueva (y placentera) como aquella. Y cuando ella le pide que mueva más la lengua, el recupera su pose de “ponerla” y le retruca que es un nuevo método que está perfeccionando. El debutante (en el cine, porque tiene una carrera como historietista) Riad Sattouf sale airoso en uno de los problemas más frecuentes del cine sobre adolescentes: la dificultad para asimilar la mirada adolescente al discurso de la película, sin ponerse por encima de los personajes ni sacrificar, por inverosímil, su inocencia. Así se inscribe en la feliz tradición que revivió Mottola pero que se remonta a John Hughes o, aun más lejos en el tiempo, al gran Nicholas Ray.

De todos modos, se insinúan momentos de malicia gratuita; recuerdo dos: la cruel negativa de Hervé a salir con una chica (replicando la violencia simbólica ejercida contra él por los más populares) que hasta entonces no había tenido relevancia en la narración, y el suicidio del profesor de química como remate de un gag. En esos momentos los hilos se exhiben más superficialmente y la construcción caricaturesca y algo esquemática de algunos personajes desactiva la sinceridad que Les Beaux Gosses exhibe por lo general. En esos momentos, Supercool le gana en nobleza, humor y emoción a su versión francesa. De todos modos, Les Beaux Gosses representa una bocanada de aire feliz en un festival de películas menos felices que “estéticamente relevantes”. La programación del Bafici se puede anotar un poroto con Les Beaux Gosses. Hernán Ballotta

El ambulante (Argentina, 2009. Dirigida por Adriana Yurcovich, Eduardo de la Serna y Lucas Marcheggiano). Hay un momento de este documental en el que alguien le pregunta al protagonista –y objetivo de la película– a qué se dedica. “Hago cine, y eso..”, contesta este hombre de entre 65 y 70 años que hace ya un buen tiempo anda dando vueltas por el interior de la provincia de Buenos Aires haciendo películas en VHS. El modus operandi –la vida– de Daniel Burmeister consiste en ir de pueblo en pueblo a bordo de su auto destartalado, presentarse en la municipalidad, y ofrecer sus servicios para la realización integral de una película con la gente del lugar como elenco, a cambio de techo y comida. Con tres o cuatro guiones básicos en la mano, una vez aceptada su propuesta se dedica a filmarlos concitando la atención y la participación de toda la comunidad, para proyectarlos en público el último día y partir después. Lo anacrónico del soporte con el que filma, su soledad (durante la filmación de esta película, por ejemplo, recibe el llamado de un pariente al que no ve hace años, justo en el momento en que está filmando un entierro), su espíritu aventurero, la concepción que tiene del cine como algo equivalente a la mecánica, la carpintería o cualquier otro oficio de naturaleza técnica y raíz artesanal, las maneras en que se las ingenia para filmar un travelling sin tener carro ni vías (¡siendo arrastrado sobre una sábana!) y la potencia imprevista que se desprende de unas imágenes rodadas a lomo de bicicleta son algunos de los elementos y circunstancias que hacen de esta película un hecho único. Marcos Vieytes

La bocca del lupo (Italia, 2009. Dirigida por Pietro Marcello). Este segundo largometraje de Pietro Marcello es una especie de documental ficcional y una grandísima muestra de eso que la película dice al final: cómo el tiempo, el mundo, la vida (y la sombra y el día y la luz) se miden en historias, grandes o pequeñas, pero historias al fin. Por eso esta película de alguna manera visita la historia del cine, la historia de una ciudad, la historia de la gente de esa ciudad, la historia de sus imágenes... Porque este relato, además, es una muestra de cómo las ciudades y sus paisajes están hechos de relatos, sobre relatos.

Claro que lo que principalmente se cuenta es la historia de los protagonistas: Enzo y Mary. Ellos, dos enamorados que están juntos hace mucho tiempo, son una pareja cuyo lugar de encuentro fue la cárcel. Ese excepcional lugar marcó el desarrollo de la historia de esta pareja y marca hoy el relato de la misma. La cárcel fue la geografía que hospedó su época de cortejo, grabada por la necesidad de defenderse y la obligada distancia física entre los amantes. De hecho, La bocca del lupo intenta recrear, de alguna manera, la “distancia” a través de la cual estas dos personas se amaron (primero, los dos en la misma cárcel; después, años separados cuando Enzo quedó preso y Mary salió en libertad). Aquí se apela a la voz en off de ambos protagonistas, leyendo cartas que se mandaron en aquel entonces y coméntandolas. Mientras ellos hablan, vemos imágenes de distintos lugares, momentos y personas; imágenes que parecen contar esta historia pero a la vez otras, porque –como se dijo– aquí son sólo las historias la unidad de medida.

La película sigue y, por fin –luego de escuchar las voces de Mary y Enzo, y luego de verlos en las imágenes de una ciudad, de un puerto y sus alrededores–, podemos verlos en persona, frente a la cámara. Ahí están los dos, sentados uno junto al otro, respondiendo preguntas, contando anécdotas. Y ahí es donde se conecta esta historia con aquellas voces en off y con aquellas imágenes que (ahora sabemos) escondían tantas cosas. Porque en aquella (des)conexión entre lo que escuchábamos y lo que veíamos, La bocca del lupo fue anticipando lo que íbamos a ver, a escuchar y a descubrir cerca del final de la película: una historia atomizada, una historia que es miles de historias sin dejar de ser una sola. Hay idas y vueltas en el tiempo. Hay encierros hechos película en la ausencia visual de esas voces sin rostro. Hay espacios construidos y reconstruidos por esta película. Hay pasado, hay presente, hay futuro. Y hay historia, porque hubo, hay y habrá relatos. Josefina García Pullés

Mary and Max (Australia, 2008. Dirigida por Adam Elliot). Para los que tuvimos el privilegio de ver el corto Harvie Krumpet (no es un privilegio exclusivo: googléenlo que está para ver online) de Adam Elliot, la existencia de Mary and Max, su primer largometraje, era una promesa de felicidad del otro lado del oscuro túnel que es nuestra existencia. La ternura que el pobre de Harvie Krumpet sostenía contra todo pronóstico (y eso que le sucedían las más diversas e inverosímiles desgracias) era una brújula moral con la cual transitar nuestros pesados días. Afortunadamente Elliot no nos traicionó: Mary & Max no sólo pertenece al mismo universo que Harvie..., sino que sólo la separa de aquella película una fina pared de plastilina.

Mary (con voz de Toni Collette) es una niña solitaria con padre ausente y madre alcohólica un poco aburrida de su existencia en un suburbio de Australia que decide enviar una carta al azar a un neoyorquino para preguntarle si, como sucede en su país, los bebés salen de las jarras de cerveza o, como ella supone por los hábitos alimentarios de la población estadounidense, en Nueva York salen de latitas de gaseosa, y, en tal caso, ¿cómo es que los sacan de la latita?. La carta le llega a Max (voz de Philip Seymour Hoffman), un obeso y también solitario hombre que sufre de Asperger y que recibe la carta con una mezcla de curiosidad y ansiedad que lo empuja a una crisis nerviosa (que en Mary and Max las hay en cantidades generosas). La correspondencia continúa, y mientras la vida de ambos se va oscureciendo de a poco, ellos siguen adelante con la certeza de que hay al menos alguien en alguna parte del mundo que está pensando en ellos. Lamentablemente, una crisis nerviosa particularmente intensa de Max pone fin (provisorio) a las correspondencias.

Si animar etimológicamente significa darle un alma a aquello que carece de ella, Adam Elliot tiene suficientes almas como para repartir a todo el cine desalmado que pulula por los festivales prestigiosos (a vos te digo, La mujer sin piano). Su estilo de animación stop motion, similar al de la factoría Aardman, es particularmente elocuente con respecto a las expresiones faciales de los personajes, lo que le permite delinear los complejos estados emocionales de sus personajes en unos pocos gestos. La genial voz en off de una especie de narrador de cuento infantil pasado de irónico (Barry Humphries) termina por redondear esa poesía de la felicidad de los perdedores que Mary and Max esconde en su interior. Y si bien por momentos el patetismo se vuelve, por decirlo ligeramente, un poco excesivo, es la emoción la que termina primando. Porque, bueno, si no lagrimeás ni siquiera un poco en el final, debés estar un poco muerto por dentro. Hernán Ballotta

Os famosos e os duendes da morte (Brasil, 2009. Dirigida por Esmir Filho). Un emo que parece salido de Peter Capusotto y sus videos, la inminente presencia de Bob Dylan, una pareja que sella un pacto suicida pero falla en el intento (después del cual uno sobrevive y la otra no), un pueblo chico del interior brasileño que oprime al protagonista adolescente acosado por las indefiniciones, una puesta en escena que oscila entre la representación de la realidad y la de diversos estados alternativos a ella: son elementos más que suficientes para generar aprensión en el espectador, si no lisa y llanamente ganas de irse un par de veces del cine. Y sin embargo, hay algo en esta película que funciona a pesar de todos esos lugares comunes y unos cuantos más, o justamente debido a ellos. De hecho, la película tiene un "acabado mainstream" que contrastó con el resto de la programación del festival, y puede que ello también haya influido en el impacto que me produjo. Después de haber visto una buena cantidad de títulos que le dan la espalda a las convenciones narrativas industriales para generar unas de otra índole, encontrarse con esto, que cree en sus clisés con tanta ingenuidad estética, o con tan intencionada convicción mercantil, funciona como contrapunto liberador. Claro que todas estas consideraciones dicen más del contexto en que fue vista la película que de la película misma, por lo que habrá que esperar a su estreno (el logo inicial de Warner le augura buenas posibilidades de distribución internacional) para tener una idea más concreta sobre ella como objeto cultural autónomo. Marcos Vieytes

Lo que más quiero (Argentina, 2010. Dirigida por Delfina Castagnino). Con el correr de los días de festival, mi primera y positiva impresión sobre Lo que más quiero se fue diluyendo, y una sensación de desencanto e insatisfacción la fue reemplazando. Eso no quiere decir que la película no tenga aciertos: la dirección de actores es extraordinaria, detallista, virtuosa, infrecuente en el cine argentino actual. Lo que más quiero es una historia pequeña contada en unos pocos largos y generalmente estáticos planos secuencia sobre dos amigas veinteañeras, una de ellas residente en la Patagonia y cuyo padre acaba de morir. La otra transita los últimos tramos de una larga relación amorosa y viaja al sur como vía de escape y para hacer compañía a su amiga en duelo. Allí la última conoce a un joven con quien congenia (casi) inmediatamente, dejando momentáneamente de lado a su amiga que, a su vez, no parece ser demasiado receptiva a ayuda exterior alguna.

Los planos secuencia de Lo que más quiero son de una belleza velada, sin la obviedad del plano postal patagónico, y hacen copioso uso del fuera de campo. Y sin embargo, quien queda adherido a ese fuera de campo es el espectador, porque, como es común en cierta tendencia de la "producción FUC", los personajes y la puesta en escena parecen manejar unos códigos que los aísla no sólo del mundo exterior (el problemático plano de la lugareña “despidiendo” a los empleados del aserradero de su padre, la cámara concentrándose en el drama del duelo de ella e ignorando adrede el drama del desempleo del Otro social) sino también del espectador. Es un cine de “ejercicio formal e interpretativo” con graves posibilidades de volverse elitista o, en los peores casos, autista. En ese encierro voluntario, los momentos de comicidad muy logrados entre los tres personajes principales pierden contundencia, se remiten demasiado a sí mismos como para encontrar un marco de referencia exterior que involucre al espectador. Y así, los recursos formales como el plano secuencia parecen funcionar por defecto, sin mayor justificación. En lugar de cuestionarse, de desafiarse a sí mismos. Hernán Ballotta

Red Dragonflies (Singapur, 2010. Dirigida por Liao Jiekai). Alguien, una artista, vuelve a Singapur. Tres adolescentes pasan las horas siguiendo las vías de un tren en desuso, vestidos con su uniforme de colegio, atravesando bosques y lugares inhóspitos de la ciudad. Hay una pérdida. Dos historias que avanzan en paralelo y buscan recuperar ese instante que se ha ido, la infancia. El título da cuenta de ello, las libélulas rojas son símbolo en Oriente de la niñez y en general de la fragilidad y la fugacidad del tiempo. Lamentablemente la evocación se apega en demasía a un lirismo poético que a la larga agota y se agota. Un guión algo errático y bastante derivativo, con elipsis inquietantes pero incomprensibles, desvíos y atajos, complica toda interpretación y nos deja apenas algunas sensaciones que trascienden lo visual. Javier Luzi

The Robber (Alemania-Austria, 2010. Dirigida por Benjamin Heisenberg). The Robber comienza con un prisionero corriendo en círculos en el patio de una cárcel. Plano revelador y ajustado, contiene todos los ingredientes de la trama. Esta es la historia de un ladrón de bancos que además es un excelente atleta. Si quisiera podría vivir del atletismo (en cierto momento se presenta a una carrera y se transforma automáticamente en el mejor corredor de Austria). Sin embargo, se dedica a asaltar bancos. Y aprovecha su ventaja deportiva para escapar sin ser visto. Heisenberg lo retrata con estilo bressoniano: imitando su bella meticulosidad. La película no baja nunca el ritmo necesario para transmitir el vértigo de su carrera contra el mundo, que inevitablemente lo dejará sin escapatoria. Cuando lo siga toda la policía de Viena, y llegue tan alto como pueda llegar, se encontrará con una cruz en lo alto de una sierra y comenzará a descender religiosamente hasta llegar a su fin... pero no es seguro que ante la cruz el protagonista haya encontrado algún tipo de revelación. El poco interés que le dedica, y su condición de perseguido cercado, causan más desesperanza que otra cosa. Sólo el amor de una antigua novia le permite al héroe llegar al final con cierto desahogo espiritual. Ramiro Villani

Bummer Summer (Estados Unidos, 2010. Dirigida por Zach Weintraub). Pocas veces uno puede rescatar de una película independiente estadounidense sobre jóvenes contrariados algo más que la “naturalidad de las interpretaciones” o “la inmediatez”. Bummer Summer es una de esas raras ocasiones. Filmada enteramente con una cámara de fotos y en blanco y negro, “cuenta” un verano en la vida de Isaac, el último antes de la obligada mudanza por ingresar a la universidad. Su hermano mayor Ben vuelve a su casa para pasar las vacaciones y allí se encuentra con su ex-novia Lila, a quién dejó cuando se fue a la universidad. Isaac sigue los pasos de su hermano, y termina la relación con su propia novia para irse con Ben y Lila en un viaje en auto en busca de un laberinto que encontraron en una antigua guía de carreteras. Tal vez lo que diferencia a Bummer Summer de sus pares “Mumblecore” de la costa Este más allá de su contención dramática sea su estatismo reflexivo (salvo el último, un travelling lateral por un autocine, todos los planos son fijos), que termina privilegiando la composición pictórica sobre la sensación de espontaneidad de la cámara en mano. Eso no quiere decir que Bummer Summer no sea espontánea: todas las situaciones y los diálogos (doblados, ya que la calidad de captura de sonido de la cámara era muy mala) son improvisados en locación.

Aunque el viaje en blanco y negro pixelado recuerda al granulado de Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch, la referencia (al menos visual) parece ser algo aun más prestigioso: los paisajes brumosos de Béla Tarr, pero, eso sí, sin la virtuosa movilidad y los largos planos del húngaro. Hay en particular una cadena de planos realizados en una playa desierta que aprovechan la profundidad focal de la cámara de fotos para generar composiciones de una belleza apabullante y trascendental. Lo más curioso es que la película no se reconoce en esa expresividad pictórica, y prefiere continuar espiando los pormenores del triángulo amoroso improvisado entre los hermanos y la ex-novia del mayor, apostando por un tono leve que contrasta positivamente con su atractivo visual. Y aun si Bummer Summer no se siente original, se ve y se percibe única, algo que podemos decir de muy pocas películas. Hernán Ballotta

La mujer sin piano (España-Francia, 2009. Dirigida por Javier Rebollo). Luego de haber exhibido su primer largometraje, Lo que sé de Lola, en Bafici 2007, el español Javier Rebollo vuelve a este festival con su segunda película. Aquí estamos, entonces, frente a La mujer sin piano, nueva entrega de la dupla de guionistas Rebollo-Mayo, una película más dinámica, menos rígida y bastante más disfrutable que la anterior.

Aquí se cuenta la historia de Rosa, una mujer casada y cansada de la monotonía de sus días. Por eso una de las primeras cosas que hace es descolgar un cuadro que tiene sobre la cama, en su habitación. Es que necesita cambiar algo, no importa qué. Y eso, el cuadro, es lo que tiene a mano, lo que puede cambiar. Y por algo se empieza, pero a Rosa pronto no le alcanza con ese minúsculo cambio. Entonces una noche se pone una peluca (lo primero que ella cambia siempre es la apariencia de las cosas), deja a su marido durmiendo y se “fuga” hacia la terminal de colectivos.

Entonces comienza la larga aventura de una noche que parece una vida. Durante interminables horas Rosa se pasea por distintos rincones de Madrid, yendo y viniendo, prácticamente sin rumbo. Y es que su andar tiene que ser itinerante para contrastar con lo programado de su vida. Por eso, antes de salir de sus casa, ella se “disfraza”: Rosa se viste de aventura, y la aventura reclama su ropa de gala (vean si no Mal ejemplo de David Wain, un homenaje, entre otras cosas, a la ropa de aventura).  Y esa noche se encuentra con un hombre que está perdido, como ella pero quizá de otra forma. Ambos quieren perderse y, perdidos al fin, se sientan, caminan, comen, beben y pasan el rato. La diferencia es que a ese andar itinerante el hombre le pone un rumbo que él llama “Polonia”. Rosa, en cambio, nunca le pone rumbo a su caminar o, al menos, nunca menciona ese rumbo. De hecho, durante aquella noche, Rosa habla muy poco. Dice lo necesario y muchas veces, incluso en situaciones que ameritan hablar, permanece callada. Hay sólo un intento de esta mujer por romper ese silencio (y entonces hay un solo intento suyo por marcar el rumbo de su noche): una serie de llamadas telefónicas que ella hace durante toda la noche a alguien que nunca le responde. El silencio, entonces, permanece; y su rumbo también permanece, innombrable, indefinido. Ya desde el título esta película anuncia cierto tipo de silencio al proclamar la ausencia de un instrumento musical, una ausencia quizás impulsada por la omnipresencia de ese pitido molesto que Rosa no deja de sentir en su oído. Entre el silencio circundante, el pitido no la deja escuchar el piano, el piano que entonces se marcha. Entre el silencio circundante, la monotonía no la deja vivir la aventura, la aventura que entonces se marcha. Josefina García Pullés

La quemadura (Chile-Francia, 2009. Dirigida por René Ballesteros). El director René Ballesteros era un niño cuando su madre se fue de Chile y de su lado y del de su hermana. Ahora, ya grande, quiere saber qué pasó. Y pregunta a su familia, sólo que frente a la cámara. Docuficción que revela su condición, La quemadura es una manera de recuperar un pasado que no ha sido saldado. Con la pantalla en negro emergen unas voces en off, que resultan un llamado telefónico actual entre la madre desaparecida y el hijo, y acto seguido vienen las fotos que serán un eje en la posibilidad del recuerdo. La memoria y los olvidos construidos comenzarán a resquebrajarse, a mostrar su artificio. “Se me borró”, “lo borré”, “es triste no poder recordar” suenan como leit motiv permanente. Una familia que no habla, no cuenta, no dice. Una abuela que maneja la enfermedad a conveniencia para confundir a su hija con su madre y hacerle un ole a las preguntas. Un padre que asegura que ese no es tema para poner en el documental, que eso es familiar, es personal. Una madre exiliada en Venezuela que olvidó los sabores, los paisajes, los tiempos. René siempre recurre a la pileta de natación en busca de quién sabe qué efecto sanador del agua. Si bien el material a trabajar es inquietante y pinta una época (los '70 en la América Latina de los golpes de Estado), algo no termina de cerrar en el resultado final. La misma editorial Quimantú (fundada durante el gobierno de Allende y con la que se enlaza el tema de la madre buscada), que se puede rastrear en las librerías de viejos, en sus ediciones populares de libros y en su desarrollo y final desaparición con el pinochetismo, queda bastante confusa en su inserción en el film y ve diluida su potencialidad. Javier Luzi

SELECCION OFICIAL ARGENTINA
Invernadero (Argentina, 2010. Dirigida por Gonzalo Castro). Invernadero es la historia de un escritor (Mario Bellatin)… en realidad es la historia de la cotidianidad de un escritor, de sus horas en casa, de sus visitas al médico, de sus diálogos con su agente, con sus colaboradores, con su hija, con sus amigos… Y también es la tercera película de Gonzalo Castro, un escritor y editor devenido cineasta (y que presentó una película en cada uno de los últimos tres Bafici). Con tanto escritor dando vueltas (y con Resfriada como antecedente), podía preverse que Invernadero desbordara de Literatura y de amor por lo escrito. Y, de hecho, lo hace.

Por eso es quizá pertinente la comparación de esta película con aquella que abrió el festival, Secuestro y muerte, de Rafael Filippelli. Es que resulta que en ambas hay un tema con la “erudición”: en Invernadero, las citas y menciones a libros, escritores, cuadros, películas resultan naturales, tan naturales que se vuelven casi necesarias. Y eso aquí no se debe sólo a que el mundo de los personajes (el mundo de un escritor como Bellatin) justifique esos temas de conversación otorgándoles “naturalidad”. Más allá del contexto, esas conversaciones se justifican por sí mismas porque resultan verdaderas, como engendradas en la entraña de quien las articula. En la película de Filippelli, en cambio, eso no sucede. La mayoría de las citas, los fragmentos recitados y las conversaciones que sobrevuelan la Literatura y sus alrededores resultan forzados, sintéticos. ¿Cuál es la diferencia? Quizá la forma, acaso el contenido, pero seguramente el origen, la motivación que llevó en cada caso a incluir citas, fragmentos o referencias de ese tipo. Invernadero no sólo suena más sincera a la hora de abordar esos temas; también resulta más amigable en la forma de tratarlos.

El protagonista de Invernadero es el escritor Mario Bellatin. El hace de sí mismo aun sin serlo del todo (la hija no es su hija, la agente no es su agente, y así…). Hay estos juegos entre ficción y realidad, pero los límites entre lo real y lo ficticio nunca dejan de hacerse notar. Es que esta película es sobre un escritor, y los escritores son seres en los que conviven ambos mundos dándose la mano pero sin fundirse uno con el otro. Y lo mismo ocurre con este film: por momentos las fronteras realidad-ficción pueden ser borrosas, pero al rato se descubren y se sabe que siempre estuvieron allí, que nunca se intentó borrarlas.

Justamente, aquí Castro hace uso intensivo de la cámara fija, como mostrando que “eso está ahí”, priorizando los movimientos del cuerpo. Lo único que se mueve son las personas en el cuadro: salen y entran, se las ve o no se las ve, pero siempre se las escucha. El trabajo con el sonido es clave, e impecable, en esta película (lo era también en Cocina). Esos encuadres fijos también priorizan de algún modo las palabras a los cuerpos, las voces a los rostros. Muchas veces, vemos sólo alguna parte de quien habla (sus piernas, sus brazos), y parece que esta película nos estuviera diciendo que el lenguaje compone a las personas, que las recorre, que estamos hechos de lenguaje. Y entonces este hermosísimo relato es casi un manifiesto sobre lo que Castro cree que es el uso de la palabra en el mundo, en la Literatura y en el cine. Josefina García Pullés

El Rati Horror Show (Argentina, 2010. Dirigida por Enrique Piñeyro). Enrique Piñeyro ya se ha constituido a esta altura en una especie de Michael Moore de las pampas. Con todo lo que eso implica, ya en virtudes, ya en defectos. Tomando un caso paradigmático y sumamente mediático como lo fue “La masacre de Pompeya” (una persecución policial a un auto que (hu)yendo varias cuadras en contramano termina atropellando a tres personas y generando un caos), procura desentrañar otro acto de corrupción nacional. A partir de esos hechos revisa el material de archivo de los noticieros, las pericias, las declaraciones de los testigos, las actuaciones de los abogados y fiscales y la sentencia de los jueces y va replicando, respondiendo, preguntando, desarmando, deconstruyendo y reconstruyendo el caso. Hasta dejar en evidencia los groseros errores que en cada instancia fueron cometidos. Develando un entramado de impericias, falta de profesionalismo, negligencia, ilícitos y actos directamente delictivos en el proceso que lógicamente vician de nulidad la sentencia.

Para ello despliega un arsenal de gadgets (teléfonos, cámaras, monitores, aparatos de escucha, etc.) y una producción que no desperdicia oportunidad de exhibirlos (todos fueron aportados por la marca de la manzanita). Es evidente que el montaje ágil y televisivo despierta adhesiones fáciles y empáticas, y que la manipulación de los datos no quita ni un ápice de verdad a lo que se intenta demostrar, pero la misma intención por dejar sentado el horroroso accionar de la policía (algo que ya desde el mismo título se nos anticipa) va quedando a mitad de camino en favor, aunque en detrimento también, de una denuncia sobre el Poder Judicial que tampoco acaba por concretarse del todo (de hecho, se avisa de un próximo capítulo necesario y polémico).

La egolatría del protagonista-guionista-productor-director Enrique Piñeyro es soportable merced a cierto halo de buena gente que lo constituye y a las buenas intenciones que lo mueven. Aun así hay ciertos comentarios que además de sus propias contradicciones pintan alguna mirada simplista sobre las cosas: cuando descubre que las huellas digitales sólo se comparan con las de los condenados, cree ver una falla del sistema (“ladrones nuevos roben tranquilos, que nunca los van a agarrar”, dice). Pero ante semejante panorama descripto por él mismo, ¿quién se anima a exigir que todos dejemos nuestras huellas en un banco de datos donde la que maneja la información es esta policía denunciada? Javier Luzi

Las pistas - Lanhoyij - Nmitaxanaxac (Argentina, 2010. Dirigida por Sebastián Lingiardi). ¿Y si una remake o una variación de Invasión, de Hugo Santiago, se filmara en Chaco? ¿Y si ese clásico del cine argentino moderno, acaso la más compleja operación metalingüística realizada en nuestro país, fuera usado como matriz dramática para darle voz a dos lenguas marginadas del discurso cultural dominante en la Argentina? Eso es lo que la película de Lingiardi intenta ya desde su título, en el que se dan cita el castellano, el toba y el wichi, lenguas pertenecientes a las comunidades que aquí conspiran para hacerse oír en medio de un paisaje generalmente ajeno a la mirada cinematográfica. Lo que resta saber es si esta operación más semiológica que estética es capaz de cumplir alguna otra función que de la de probar la competencia intelectual de sus hacedores, habida cuenta del hermetismo de una puesta en escena que tiende a clausurar toda posible comunicación con el espectador. Sería una lamentable paradoja que esa intersección, ese punto de encuentro que aspira a ser toda lengua viva, y más aun aquellas que han sido silenciadas durante largo tiempo, quede oculta por un sistema de representación excesivamente opaco. Marcos Vieytes

Los labios (Argentina, 2010. Dirigida por Iván Fund y Santiago Loza). Los labios nos presenta a tres mujeres de distintas generaciones viajando hacia el interior del país, para hacer relevamiento y asistencia de salud pública para los más necesitados, en sitios donde la pobreza y la marginación alcanzan las instalaciones sanitarias donde se hospedan. Cruzando la ficción con el documental, las actrices que protagonizan la película se entrevistan con las personas reales que habitan el lugar. Las ayudan, revisan y curan dentro de las posibilidades de su escaso presupuesto. El resultado es en principio gratificante, porque Loza y Fund eligen una mirada positiva y alegre ya que no carente de emoción. Y para ello se sirven de pequeños destellos de la vida y convivencia de las protagonistas. Y de un encargado municipal realmente entrañable y honesto, aunque con casi todos los vicios que puedan imaginarse. El problema que hace que Los labios nunca termine de construirse como una historia atractiva es que los directores se niegan a contarla. Los hilos narrativos y enigmas de la intimidad de las protagonistas son dejados de lado deliberadamente. Y Los labios termina dejando sabor a poco, aun cuando haya logrado entusiasmar a lo largo del relato. Ramiro Villani

Los actos cotidianos (Argentina, 2010. Dirigida por Raúl Perrone). La última película de Raúl Perrone puede describirse como una serie de conversaciones sostenidas por dos hermanos, en una casa precaria del conurbano bonaerense, sin que medie entre ellos intercambio alguno de miradas (lo que recuerda ciertas estrategias que van de Straub-Huillet a De Oliveira). Pero también es válido decir que es uno de los mejores tratados sobre la mirada fuera de campo, que es una de las más rigurosas series de retratos que se hayan filmado en nuestro país, que exprime un espacio hasta explotar todo su potencial pictórico, que hace de un televisor y unos celulares algo más que meros decorados, y que consigue uno de los más felices momentos musicales dados por el cine argentino en este Bafici (junto al del final de Los labios, de Santiago Loza e Iván Fund). Con la película de Perrone me pasó algo que nunca antes me había sucedido: el sueño contribuyó, afirmó, completó la valoración que tengo de ella. Cuando hablo del “sueño” no me refiero a dormir, sino a soñarla. Fue en sueños que aprecié la continuidad plástica de la película, esa relación homogénea entre figura y fondo que le da una consistencia estética notable y que, con el tiempo, se revela como una de las operaciones más sofisticadas y menos ancladas en el realismo de la filmografía de su director. Además, Perrone encuentra –tanto como busca– esa belleza en donde el grueso del cine argentino escolástico no llega ni llegará nunca. Marcos Vieytes

Ocio (Argentina, 2010. Dirigida por Juan Villegas y Alejandro Lingenti). Juan Villegas supo debutar con una muy buena película, Sábado. Abordó las dinámicas de la comunicación –e incomunicación– con un humor particular, siempre esquivando la desmesura, elaborando a partir de nociones extraídas de la cotidianidad. El resultado eran personajes chocándose –por momentos literalmente– más que encontrándose, que se expresaban y configuraban no tanto por sus palabras sino por sus silencios. El público podía reconocerlos e identificarlos no por sus dichos y acciones, sino por lo que no lograban decir o hacer.

Con Los suicidas Villegas siguió por el mismo sendero, pero con un formato más ambicioso y grave. Era la ausencia de humor y el hincapié en el drama lo que paradójicamente le quitaba potencia, amén de frescura, al relato. En consecuencia, exceptuando algunas escenas muy logradas entre la pareja protagónica encarnada por Daniel Hendler y Leonora Balcarce, el conjunto del film era fallido y hasta intrascendente.

Con su tercer opus, codirigido con el debutante Alejandro Lingenti, Villegas retrocede aun más, revisitando las debilidades de Los suicidas pero ninguna de las virtudes de Sábado. Ocio es, entre otras cosas, una obra que trasunta un esfuerzo importante en términos de escenografía y vestuario en pos de una reconstrucción de época que no tiene razón de ser. También, un largometraje de apenas setenta minutos que da la impresión de ser un mediometraje muy pero muy estirado. Por último, una película aburrida, vacía, que no cuenta nada, que no impacta en el espectador. Es poco lo que hay para decir de ella, y ese es su peor defecto. Rodrigo Seijas

El pasante (Argentina, 2010. Dirigida por Clara Picasso). Hay muchos elementos admirables en esta opera prima de Clara Picasso; en especial el placer lúdico que encuentra en la fabulación, heredera de la narración sin límites fijos del cine de Mariano Llinás, pero también el intento loable de realizar cine de género que se desmarca del lugar común industrial. Ignacio Rogers interpreta a un joven pasante de botones en un hotel céntrico en Buenos Aires en su primera noche en el trabajo. La encargada de introducirlo en los pormenores del trabajo es la recepcionista (Ana Scannapieco), más interesada en tener un cómplice de fechorías que un nuevo empleado. De ese modo, el botones más que una educación laboral recibirá una educación sentimental. A medida que la recepcionista lo involucra en las tramas secretas de los huéspedes del hotel (en especial la de un empresario y su amante), la tensión sexual entre ellos se eleva, amagando con una comedia romántica que no se termina de concretar.

Acaso porque el timing cómico no funciona del todo. No es un problema de las actuaciones, en clave deadpan en el caso de Rogers (es notable cómo se ajusta a dos contextos tan diferentes como El pasante y el cine de Ezequiel Acuña sin modificar significativamente su interpretación) y en un efectivo punto medio entre lo natural y lo excesivo en Scannapieco, sino de la concepción visual de los gags (sólo eficaz en la secuencia del bar, narrada y complotada enteramente en off) y de la ejecución del montaje. Como si Clara Picasso no se sintiera del todo cómoda en el registro cómico o romántico. Y en esa unidad de tiempo precisa y ese espacio único en el que transcurre El pasante, la sensación de encierro no es casi nunca inclusiva sino, por el contrario, centrífuga. No es sencillo involucrarse con un film que genera distancia a partir de una mirada externa, “fabuladora” de lo que sucede, pero que no se hace del todo cargo de esa distancia. Por suerte no llega a los niveles de hermetismo expulsivo de películas como Todos mienten y Castro, ambas salidas, como El pasante, de la Universidad del Cine. Y en sus apenas 65 minutos de duración, la película se antoja precoz, apresurada, como si fuera un borrador de una película posterior que, esperemos, Clara Picasso alguna vez realice. Hernán Ballotta

Somos nosotros (Argentina, 2010. Dirigida por Mariano Blanco). Todo el mundo habló de esta película por una razón biográfica: su director tiene entre 19 y 20 años, pero realizó un film con un sentido del ritmo y una pericia técnica dignos de un veterano, además de extremadamente raros en una ópera prima. Pero además de la precocidad también se discutió a propósito de esta película sobre si hay algo más detrás de tanta eficacia estilística virtuosa, atribuible al talento "natural" del cineasta tanto como a la cada vez más generalizada y, por lo tanto, institucionalizada enseñanza cinematográfica. En Somos nosotros hay, evidentemente, una mecánica que pone en riesgo la conexión emocional con el espectador. Al fin y al cabo, está dividida en tres partes conectadas entre sí por pequeños ritos de pasaje, postas o relevos entre personajes que son miembros de un grupo de skaters y a los que la cámara sigue sucesivamente. Pero el ritmo de los desplazamientos, el sentido del humor y la ligereza del tono, además de una lógica espacial juguetona que se violenta a sí misma sobria pero felizmente, dejan un sabor placentero en los ojos. En la toma larga del final con los jóvenes llegando a la playa al filo del amanecer (aquí Mar del Plata es tan protagonista como los personajes, y resta analizar minuciosamente qué continuidades y rupturas se observan con respecto a la representación de esa ciudad que el Nuevo Cine Argentino ha generado hasta el momento) se cifran muchas de las virtudes y de los peligros de tanta autoconciencia cinéfila oscilando entre la sublime ilusión del azar y la gravedad del amaneramiento. Un gesto, un segundo de más, suelen ser lo único que separa a un extremo del otro. Instalar esa disyuntiva en la mente del espectador es poco menos que prodigioso. Marcos Vieytes

El recuento de los daños (Argentina, 2010. Dirigida por Inés de Oliveira Cézar). Inés de Oliveira Cézar había fallado con Extranjera, una adaptación de "Antígona" que se revelaba mecánica y calculada, sin vida. Ante la adversidad, la directora hizo lo más saludable y valiente: redoblar la apuesta, tomando por asalto "Edipo Rey" para adaptar la obra al contexto actual argentino, con referencias a la apropiación de niños durante el Proceso.

La secuencia inicial es sugerente primero, impactante después, como todo el film. Oliveira Cézar va configurando las escenas a partir de la unión y confrontación de los cuerpos, y reproduce a la perfección el clima de incomodidad y tragedia anunciada del texto de origen. Sin embargo, El recuento de los daños alcanza esos logros a partir de la sutileza, de la distancia y de un encuadre que significa a partir del recorte y el fuera de campo, de lo que no se ve.

De hecho, los diálogos que hacen más ruido son los que explicitan el basamento en la obra de Sófocles, porque redundan en vez de aportar algo más. Aquí pareciera que Oliveira Cézar no es conciente de que ya logró su propósito, y entonces agrega nuevos elementos que al final terminan restando.

El recuento de los daños se destacó entre lo mejor del cine argentino en este Bafici. Su pasión, su compromiso con la trama, su construcción de un mundo plagado de dolor, donde no hay salida, chocaron enérgicamente con buena parte del cine abúlico porteño que se viene presentando últimamente en el festival. Rodrigo Seijas

Gorri (Argentina, 2010. Dirigida por Carmen Guarini). Gorri le decían al pintor Carlos Gorriarena, y la película de Guarini muestra lo que sus cuadros dicen del autor como lo que el autor decía de la Argentina a través de ellos, pero, sobre todo, lo que ellos decían de su concepción plástica. Esto último viene a cuento de la etiqueta de pintor político o pintor social que se le calzó y sobre la que el propio Gorriarena se explaya en imágenes de archivo que aparecen viradas al blanco y negro. Esos registros son lo más interesantes de la película, ya que permiten ver al pintor de cuerpo presente, así como escucharlo, verlo caminar, hablar con el cuerpo, ocupar de un modo particular el espacio de su taller, así como juntarse con amigos a beber y conversar, entre otros temas, del peronismo como entidad irrefutable. El resto de las imágenes tienen a diversos conocidos, admiradores y responsables de su patrimonio artístico preparando una muestra con los trabajos realizados por Gorriarena entre el año 2000 y la fecha de su fallecimiento. Impresiona, sobre todo, entrar en el depósito donde están guardadas las pinturas, además de diversos bocetos, dibujos, materiales y papeles de variada índole, y participar de su minucioso inventariado y clasificación. Sin que la película remarque musicalmente o de cualquier otra manera lo excepcional de la situación, algo del orden de lo sagrado amaga con aparecer en esos instantes. Algo que el discurso apasionado de sus admiradores desbarata involuntariamente. Marcos Vieytes


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