El martes 16 de noviembre de 1982, en el diario “Convicción”, podía leerse
el siguiente comentario de Rodrigo Tarruella, uno de los mejores críticos de
cine argentinos, sobre un ciclo de cine proyectado ese año: “Ni Dante
Alighieri, ni Kafka, ni William S. Burroughs ni Marco Ferreri en sus
diferentes versiones del infierno intuyeron, o pudieron siquiera imaginar,
ese último círculo del averno que puede ser para un amante del cine el tener
que sufrir una semana del cine checoslovaco actual (...). El novísimo cine
checo exhibido en el Cosmos 70 nos lleva a pensar que las loas cantadas por
la crítica en los críticos años 60 sobre ‘lo innovador’ del cine de la
‘Primavera de Praga’ fueron como ha ocurrido tantas veces apresuradas.” Esta
cita viene al caso tras la aparición de Yo serví al rey de Inglaterra,
película de Jiri Menzel que acaba de estrenarse para relativa sorpresa de
algunos (cuesta encontrarse en la cartelera con algo que no sea una
superproducción estadounidense, aunque este tipo de películas europeas
todavía ocupa un lugar –es cierto que cada vez más reducido– al amparo de un
prestigio ganado hace ya muchas décadas, que el grueso de la producción
actual de ese continente no ha sabido mantener), que no teníamos noticias de
este director desde el estreno de Aquellos buenos viejos tiempos o
las proyecciones de Mi dulce pueblito (que en la segunda mitad de la
década de los ’80 pudo verse en el cine Arte, situado en el subsuelo de esa
galería que se abre tanto a Corrientes como a Diagonal Norte) y
Tijeretazos.
A propósito de
este último título, el atribulado crítico continuaba diciendo que “es un
intento de hacer Mack Sennett para infradotados. Film pseudo-porno, burdo y
pueril, recuerda ciertas películas alemanas de los cincuentas (las de Helmut
Kautner, por ejemplo). Escenas groseras y zafadas se alternan con otras
‘bonitas’ y ‘poéticas’, el naturalismo se recubre con la estética
publicitaria (el final con la pareja corriendo por los prados); escenas ‘de
cama’ y ‘de mujer bañándose’ (a la manera de los más convencionales pintores
franceses finiseculares) se relacionan perfectamente con la imagen de un
caballo meando en primer plano durante una discusión de los lugareños, o la
apabullante presencia de un palurdo absoluto que recorre todas las
secuencias a grito pelado”. Justo es decir que este comentario no se
sostiene solamente en el maravilloso “arte de injuriar” tan borgeano de
Tarruella, tramado con improperios tan porteños y anacrónicos que divierten
más de lo que ofenden, sino en la precisión de las influencias que señala y
la claridad del análisis. Si comparamos la última película de Menzel con
esta que Tarruella criticaba hace 25 años encontraremos que poco o nada ha
cambiado en el universo del director checo, aunque demasiado en el mundo
exterior al de sus películas. En principio, Checoslovaquia ya no existe, el
Cosmos 70 cerró y abrió sus puertas un par de veces, Tarruella ha muerto y,
si queremos ver películas de variada procedencia, sólo podemos hacerlo en
nuestro hogar, siempre y cuando gocemos de una computadora con conexión a
Internet, además de un conocimiento sobre el panorama cinematográfico
mundial que los medios de difusión masiva no proveen. El cine, en tanto
mercado, se ha estandarizado hacia abajo y sólo presenta productos de alto
despliegue tecnológico y baja densidad estética (al contrario de lo que
sucedía con el Hollywood clásico) o antiguallas como ésta, que antes
despertaban la sorna de un crítico avezado como al que leímos arriba, y con
las que hoy estamos dispuestos a desplegar una condescendencia basada, sobre
todo, en la nostalgia.
El punto de
vista propuesto por el film es el de Jan Dite, un muchacho rubio, flaquito,
callado, engañosamente tonto, algo oportunista, bastante baboso, cuya única
preocupación consiste en hacerse millonario, y que se ve zarandeado de un
lado a otro por las “corrientes de la historia”, sin nunca hacer realmente
nada por nadar contra ellas o al menos preguntarse hacia dónde lo llevan.
Desde su prisma, entonces, vemos pasar el viejo orden bohemio (nos referimos
al territorio europeo, aunque también a ese falso ideal de vida
despreocupada que el imaginario pequeño burgués designa con dicho término),
la ocupación nazi, la Segunda Guerra y el comunismo. En dicho transcurso el
camarero de provincias llega a dueño de hotel, se acuesta con muchísimas
mujeres (una lamentable y no menor consecuencia de la decadencia de las
industrias cinematográficas nacionales, producida por la globalización y el
monopolio de la distribución mundial, consiste en que veamos siempre un
mismo tipo de cuerpo, rasgos faciales estandarizados por el ideal
publicitario de belleza, los mismos no-lugares de siempre), se casa con una
sola de nacionalidad alemana, hasta que pierde esposa, propiedades, dinero,
y acaba destinado –habría que decir desterrado– por el régimen comunista a
la frontera del país, desde donde nos cuenta la película. El problema de
personajes como este, destinados a servirnos de transporte a distintas
etapas históricas, clases sociales y geografías, es que abarcan mucho más de
lo que aprietan, debiendo ser demasiado laxos como para llevarnos con ellos
a través de tan diversos estados (nacionales y de los otros), con la
consiguiente simplificación psicológica, frivolidad política y distensión
dramática que tal operación conlleva, pecados estos ante los que Menzel nos
propone hacer la vista gorda (cosa que a veces consigue merced al abundante
despliegue de exquisiteces sexuales y culinarias) mediante sus referencias a
la comedia muda, el costumbrismo bonachón de la primera parte, la puesta en
escena de un ayer siempre más dorado que el presente, y un erotismo
medrosamente edípico.
Volviendo a
Tarruella y su capacidad para detectar influencias o asociar una película
y/o un cineasta con otras y otros, cabe decir que el Helmut Kautner
mencionado en su crítica de “Convicción” fue un director alemán que, a
diferencia de otros como Fritz Lang o Douglas Sirk, no dejó el país ante el
ascenso del nacional socialismo y tampoco dejó de filmar entretenimientos
inocuos durante la guerra, a pesar de lo cual algunas de sus películas
también fueron calificadas por la censura como inmorales, sea cual fuere el
significado que las autoridades le adjudicaran al adjetivo en aquellos malos
(¿viejos?) tiempos. La relación propuesta entre aquel director y Menzel
acaso provenga de un film como En aquellos días (In Jenen Tagen,
1947), película que valiéndose de la historia de un automóvil y de los siete
dueños que tuvo entre los años 1933 y 1947, releva el clima social que se
vivía en Alemania en los tiempos del Tercer Reich con el mismo escaso
espesor de éste. La otra referencia es Mack Sennett, que de inmediato nos
lleva al cine mudo y los primeros exponentes del slapstick (Keaton,
Chaplin, y Laurel & Hardy, dúo al que Menzel aludió de forma explícita en
Mi dulce pueblito con Marian Labuda haciendo del gordo, actor que
reaparece aquí como Walden, mentor judío del protagonista), a los que vuelve
–sin plantear reelaboración alguna– desde el divertimento musical de los
títulos, pasando por la apertura y cierre en iris del film, y el virado a
sepia de algunas secuencias silentes.
Como surge de
la comparación entre el texto crítico de 1982 y esta película de 2006, el
universo Menzel no parece haberse transformado, para bien o para mal, en lo
más mínimo, mientras que la distancia entre ese microcosmos suyo inmutable
(ya presente desde la estación de Trenes rigurosamente vigilados,
film por el que ganó el Oscar a mejor película extranjera en 1967 y con el
que obtuvo reconocimiento internacional) y la realidad exterior a las
representaciones que propone es cada vez más sideral, lo que quizás explique
ese único, ligero, casi insustancial encanto que alguna que otra escena de
la primera mitad facilita. Con el tiempo interno del film detenido en una
década del ’60 indistinguible por campestre, un personaje dibujado sin la
más mínima conciencia histórica, un punto de vista que parece ironizar pero
termina sublimando el pasado monárquico como tiempo mítico, y una puesta en
escena que se vale de la comedia muda para construir metáforas elementales
sobre la condición humana en vez de gags, acaso lo más atractivo provenga de
cotejar lo que esas mismas imágenes (porque no hay distinción esencial
alguna entre las de Tijeretazos y Yo serví al rey de Inglaterra)
suscitaban en un crítico de hace 25 años y en uno de hoy día, o entre los
espectadores de aquellos (¿buenos?) viejos tiempos y los de los nuestros.
Marcos Vieytes
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