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VISITA INESPERADA
(The Visitor)

Estados Unidos, 2007


Dirigida por Thomas McCarthy, con Richard Jenkins, Haaz Sleiman, Hiam Abbass, Danai Jekesai Gurira, Marian Seldes, Michael Cumpsty, Maggie Moore.



Walter Vale es un figurante. Un hombre cansado, un hombre grande, un hombre solo. Solo significa viudo desde hace un buen tiempo, no sabemos exactamente cuánto (o sí: desde hace 5 instructores de piano, aunque poco pueda decirnos esto en un principio), pero lo suficiente como para que el dolor se haya asentado y no tanto como para que pueda seguir tranquilamente con su vida. Walter, en líneas generales, es un tipo que tiende a sentarse con el dolor en lugar de hacerle frente. Un tipo apocado, rutinario, acostumbrado a la infelicidad. Es este sentido digo que está cansado. Y cuando digo que es un hombre grande no me refiero a una edad precisa –si bien está entre los 55 y los 65 años– sino a que nunca diríamos de él que es un hombre viejo, sino que jamás fue joven. Ni siquiera cuando su mujer aún estaba con vida y tocaba piezas clásicas al piano (Visita inesperada es también, aunque en menor medida, una película sobre alguien que debe cambiar de música para concluir un duelo).

Decir que es un figurante es relacionar su identidad con el mundo del espectáculo, con aquellos que nunca llegan a ser siquiera actores de reparto, mucho menos estrellas. Y esta característica del personaje excede incluso el marco de la película. Porque la elección de Richard Jenkins (Las locuras de Dick y Jane, El hombre que nunca estuvo, Un diván en Nueva Cork, Lobo, Peligrosa obsesión, Las brujas de Eastwick, Silverado) como protagonista implica la exposición central para un actor de esos que llamamos secundarios, sostén del mejor cine pero a menudo víctimas de los goces y las sombras del anonimato. Pueden tener una gran carrera en el ámbito teatral, dedicarse a otras ramas del arte con pareja fortuna, pero nunca serán tapas de los diarios, foco de los programas televisivos de espectáculos, portada de ninguna revista. La diferencia entre Richard Jenkins (u otros como él) y su personaje reside en que el anonimato de este último es existencial. No consiste tanto en haber sido ignorado por los demás o por el público, sino en ignorarse a sí mismo.

No importa que sea docente y economista, autor de tres libros sobre el tema, dueño de una casa en Connecticut sin leopardos (esta es una película donde no hay lugar para la cinefilia) y un departamento en Nueva York. Aunque estos datos importan para establecer su identidad socioeconómica: Walter no es un marginal, no vive por debajo de la línea de pobreza, ni siquiera es clase media-baja. Walter es un americano que vive una vida más que cómoda sin ser rico según los parámetros estadounidenses de riqueza y que, por haberse ocupado nada más que de sí mismo a lo largo de toda su vida y por haberse ensimismado en la rutina para acostumbrarse al dolor y a la soledad, vive ajeno a lo que pasa, a los cambios que el país ha sufrido sobre todo después del 11-S (aunque el detalle de que nunca haya subido a la estatua de la Libertad suena casi al rasgo distintivo de un hombre sin atributos, sin otra conciencia política que no sea la del individualismo más banal y, por ello mismo, nada maligno sino a lo sumo estructuralmente perverso).

Así llegamos al título original de esta película, The Visitor, y al título que le asignó la distribución local, Visita inesperada. Lo cierto es que el primero no deja dudas en cuanto a que el visitante en cuestión es uno –y es Walter–, mientras que el segundo nos podría hacer pensar que la visita inesperada es la del percusionista sirio y la artesana senegalesa, inmigrantes ilegales ambos, con los que Walter se topa al abrir la puerta de su departamento en la metrópoli. De allí en más tendremos el relato de un amor y de una amistad interraciales, el de un Estado sobreprotector por decirlo de un modo indulgente, y el de un hombre que despierta a su condición de hombre y también de ciudadano. Lo grato de todo esto es que no hay mensaje, no hay subrayado, no hay discurso. En ese sentido, Visita inesperada es tan modesta, tan poco estridente, tan poco veleidosa como su personaje protagónico.

En este sitio las críticas de algunos films suelen ir acompañadas por leyendas en rojo: “Se deja ver” y “Recomendada”. Cuesta no identificar en un primer golpe de vista a Visita inesperada con la primera de esas leyendas, pero el problema es que uno siente que le queda corta esa frase casi perdonavidas. Pienso que si tuviera que categorizarla diría, como para dificultarle el trabajo al editor, que es una “Se deja ver” especialmente “Recomendada”. Porque cada plano y contraplano de los rostros de Jenkins y Hiam Abbass son verdaderos y bellos en tanto que no extraordinarios. Porque su asepsia cinéfila no resulta en valerse de la pantalla grande para hacer mala televisión y, por otro lado, nos libera de pensar a la película en función de la historia del cine y su tráfico de influencias. Porque critica la política de Estado estadounidense de los últimos años sin mistificar a la nación y su Destino Manifiesto, como sí han hecho muchas películas contra Bush y pro Obama. Porque junto con Jenkins construye un personaje que tiende a una invisibilidad sencillamente inolvidable. El modo en que se encoge para no incomodar ni rozar a su inquilina cuando esta pasa junto a él en la apretada cocina de su departamento, la manera en que da vuelta su cabeza para proporcionarle a Tarek aunque más no sea una sensación mínima de intimidad cuando lee las cartas de su mujer y de su madre son detalles de una grandeza que desarma, y que caracteriza a la película de principio a fin.

Marcos Vieytes      


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